Ópticas. – EL TRANSANTIAGO DE CHÁVEZ

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Creo que el primer paso en esta autocrítica en la que me incluyo, es definir el ámbito que fue afectado por este traspié, la magnitud del daño que ocasionó esta primera –y esperamos que única– derrota del chavismo. A primera vista la reacción natural será involucrar a todo el proyecto como la víctima del tropiezo en el referéndum. Sin embargo, siendo este articulista un chavista probado –y que sigue siéndolo– trataremos aquí de demostrar que esta derrota dominguera es más individual, es decir del presidente Chávez, que un fracaso colectivo como muchos quisieran.

Creemos, y no sólo lo vamos a decir sino que vamos a argumentarlo, que el castigo no ha sido al proyecto socialista de la revolución bolivariana, sino que, duela a quién duela –y entre estos dolidos estoy yo– la derrota tiene mucho de sabor personal, es decir: el revés ha sido más del presidente que de su gran proyecto transformador de la realidad de su pueblo y de todo un continente.

Un poco de historia para comenzar.

Para entender este argumento es necesario remontarse a lo que siempre hemos criticado como el peor mal que ha sufrido la izquierda mundial luego del grave retroceso ocurrido a fines de los ochentas, cuando se derrumbó toda la esperanza de los pobres del mundo junto con el muro de Berlín. Este mal, que se ha mantenido endémico en las filas de los revolucionarios del mundo, ha sido la ausencia casi absoluta de autocrítica y de análisis descarnado de los grandes errores que, más que la labor de zapa del imperialismo, fue el principal causante de la caída de un edificio al que se le pudrieron sus bases, no obstante la perfección y la belleza de sus estructuras superiores.

En el terreno de la autocrítica hay mucho, mucho paño que cortar, muchos temas que jamás han sido abordados con la objetividad y la crudeza necesaria para no volver a cometer las aberraciones que terminaron sepultando a la más grande esperanza de redención que ha incubado la humanidad. Sin embargo, y no obstante la importancia que tienen todos los errores cometidos por el socialismo en los años y los lugares en que alcanzó a ganar el poder, uno de ellos resalta como el más complejo y el de mayor significación en el destino que la historia reservó a las revoluciones triunfantes del siglo XX.

Tal es el carácter mesiánico e individualista que pareció ser el factor común de los líderes revolucionarios y que condujo, uno alimentándose del otro como vasos comunicantes, a la peor lacra, la más execrable y que jamás fue superada en ninguna de las revoluciones triunfante: el culto a la personalidad, la adulación sicopática colectiva que se transformaba rápidamente en la apología obsecuente del líder por parte de una elite partidaria que invariablemente terminaba aislándolo de la masa y de los objetivos sociales de la revolución.

Para quienes conocimos muy de cerca la realidad de los países socialista y que, permítaseme la inmodestia, vislumbramos de inmediato la profunda fractura entre la ideología y su aplicación práctica que ocurría en esas sociedades, el culto vomitivo al semidios de turno era, sin ninguna duda, el más preocupante y peligroso defecto de esos procesos. Las consecuencias, también invariables, eran que el pueblo, las masas que debían ser necesariamente el sostén del proceso revolucionario, terminaban detestando profundamente al social dictador que imponía su figura y su hegemonía saturando cada minuto del ciudadano, imponiéndose mediante la represión con sus aparatos creados ad hoc y disfrazados de “vigilancia revolucionaria”.

El corolario de esta realidad que, con mayor o menor intensidad, ocurría en todos los países del sistema socialista de naciones, fue que el pueblo identificó erróneamente a estos reyezuelos del marxismo como parte inherente e inevitable del comunismo, por lo que su saturación se trasladó inconscientemente a la ideología, azuzada convenientemente por la propaganda imperialista que venía desde occidente.

En mi condición de dirigente de la juventud de uno de los partidos de la Unidad Popular, tenía relaciones fraternales con dirigentes juveniles de alto rango del partido comunista gobernante en el país donde me tocara vivir el exilio. Pues bien, nunca encontré en esos dirigentes supuestamente revolucionarios, a un auténtico comunista. Todos ellos, recuerdo incluso sus nombres, que terminaron siendo amigos en la intimidad fraternal de nuestros hogares de exiliados, alguna vez nos confesaron en un susurro para evitar el oído omnipresente del social dictador, que detestaban profundamente el sistema que se imponía desde arriba mediante la coerción, el soplonaje, la cárcel, la tortura y la muerte.

Imagínese usted la vastedad de la contradicción: por un lado un país en el que toda la legislación del estado estaba orientada al bienestar del pueblo, medicina gratis, educación gratis en donde no sólo no se cobraba por estudiar en ningún nivel, sino que se estimulaba a los jóvenes entregando becas desde la secundaria hasta la educación superior a todos los estudiantes sin excepción; con el derecho al trabajo, al descanso, a vacaciones, a la recreación, a la cultura garantizados por la constitución socialista, entre otras muchas conquistas impensadas en nuestra realidad latinoamericana.

Pero contradictoriamente por el otro lado, un estado dictatorial y represivo con una red policial que plagaba todos los espacios con espías y soplones cuya función no era proteger el estado socialista y las conquistas alcanzadas por la revolución, sino al social dictador y su camarilla que no dejaba espacio para la sombra de ninguno de sus acólitos, descabezando política y físicamente a quien osara destacarse más allá del anonimato que se le asignaba. Esta corte de aduladores y amanuenses constituía el comité central encargado de reelegir hasta su muerte al semi dios respectivo.

Precisamente esa visión negra del socialismo, con los Stalin, los Ceauscescu, los Brezniev, las KGV, la Politzie, la Securitate, es la que mejor trabajó el imperialismo para ahondar en la peor debilidad de estas sociedades y que fue la que más sensibilizó a la opinión pública mundial.

La historia no puede repetirse1

La revolución bolivariana, una revolución novedosa, remozada, que avanza por un camino nuevo en el que se intenta congeniar la pluralidad con las grandes realizaciones de un proceso auténticamente socialista, que es indudablemente apoyada por las grandes mayorías del pueblo venezolano, no escapa, sin embargo, al trauma que provoca cualquier asomo de revivir estas viejas prácticas que jamás tuvieron justificación alguna, salvo alimentar la ambición personal del elegido por sus pares del olimpo.

La propuesta de reforma constitucional sometida a la opinión del pueblo venezolano incluyó un artículo que jamás debió considerarse, no sólo por razones tácticas, sino porque era impresentable e injustificada desde el propio campo de la revolución bolivariana y de cualquier revolución.

Tal fue la enmienda que permitía la reelección indefinida del presidente quien, además, aumentaba su mandato a siete años en cada periodo. Sonó feo, y eso deben reconocerlo los revolucionarios auténticos y honestos, empezando por el propio presidente Chávez del cual jamás se podrá dudar de su vocación socialista. No sólo sonaba feo, sino que además, fácilmente manejable por la contraofensiva oligarca y del imperialismo que agregó una tergiversación mañosa y hábilmente manejada: no se decía que el líder, en este caso Hugo Chávez, no estaba declarándose presidente vitalicio, sino que cada siete años se llamaría a elecciones de manera normal permitiendo que Chávez, o el presidente que hubiera en ese momento, podría postularse sometiéndose así al juicio de la ciudadanía.

Una rápida encuesta realizada en el círculo de mis amigos, que incluye gente alejada de los avatares de la política, y más aún de la política internacional, me demostró mucho antes del referéndum, que unánimemente se creía que lo que Chávez perseguía era consagrarse presidente vitalicio reelegido periódicamente de manera automática, un poco al viejo estilo estaliniano. Una enmienda que, además de innecesaria si el proceso se considera más importante que la figura que lo dirija, se prestaba para la tergiversación por omisión que la reacción internacional manipuló homologándola a los errores de personalismo que marcó la conducción comunista en los países del fenecido sistema socialista de naciones.

Pero aún así, si el coro griego de los aduladores considera que sin Chávez no hay revolución, la más elemental de las tácticas políticas debió entender que los artículos trascendentales para consolidar el proceso, aquellos referidos a la estructuración constitucional del nuevo estado socialista, aquellos artículos que el pueblo venezolano y el mundo tenía meridianamente claro como imprescindible para avanzar en la revolución, no podían ser sacrificados a una cuestión de nombres más o nombres menos para dirigir desde la presidencia todo el proceso.

Es casi seguro que en las intenciones del presidente Chávez de asegurarse la reelección para el próximo periodo presidencial no estaba la ambición sicopática por el poder, sino que su afán por concluir con éxito esta gran empresa de instaurar una nueva sociedad en su patria, más justa, más equitativa y progresista. Pero es también justo exigir de un hombre con mentalidad revolucionaria, un estadista de la talla de Hugo Chávez, luchar precisamente para que los destinos de un proceso de la envergadura nacional e internacional como el bolivariano, no esté sujeto al destino personal del líder sobre cuya cabeza pende no sólo la permanente amenaza de un magnicidio que la CIA y el Departamento de Estado de Norteamérica no dudará en utilizar en cuanto se presente la ocasión, sino que un descenlace biológico normal en el que la muerte debe estar siempre considerada como posibilidad ineludible.

En resumen, a la inversa de lo que ocurrió con las revoluciones socialistas fracasadas del siglo XX, y de lo que está ocurriendo también, quiérase o no, con la revolución bolivariana, es fundamental destacar y desarrollar el concepto de dirección colectiva por sobre el personalismo del líder único, por las dos razones vitales ya expuestas en las cuales se juega el destino de la revolución: porque un proceso histórico y trascendental no puede depender de la vida de un solo individuo, y porque la amarga experiencia de la revolución mundial demostró el nefasto resultado al que condujo la monstruosidad de los social dictadores y el culto a la personalidad que asestaron un golpe demoledor desde dentro a las experiencias revolucionarias triunfantes en más de la mitad del mundo.

Una revolución siempre joven

Uno de los grandes aportes del novedoso proceso socialista bolivariano ha sido extender la esperanza al resto de América Latina demostrando que lo que ayer pareció imposible, hoy plasma en una realidad que en poco tiempo suma importantes avances. Resta entonces aprender de la práctica, y sobre todo de los errores. Rafael Correa en Ecuador, que por estos días presenta su proyecto de carta magna al pueblo que lo eligió, ha incluido la cláusula en la que se señala que el presidente podrá ser reelegido sólo una vez, lo que no sólo es sano para la democracia socialista, sino que despeja cualquier duda de personalismo del presidente de esta nación.

También en la revolución indigenista de Bolivia se da una variedad alentadora respecto del tema que exponemos. Junto a Evo Morales, y no detrás de Evo Morales, se encuentra un hombre de indiscutible inteligencia y carisma que perfectamente está en condiciones de asumir el liderazgo ante cualquier contingencia. Él es el vicepresidente Alvaro García Linera. Y hay otros.

En cambio en la revolución bolivariana el canciller Nicolás Maduro, que por su papel es el más conocido al menos en la opinión pública mundial que sigue de cerca los avatares del chavismo, aparece desdibujado detrás de la estatura moral –y también física– de Hugo Chávez. La sombra del líder, que a la larga puede resultar negativa por las razones expuestas, tapa también a otros potenciales conductores del proceso, incluso dentro de las fuerzas armadas, que estarán en condiciones de asumir las riendas del la revolución sólo si se les deja el espacio colectivo en el cual Chávez sea uno más en la dirección del gobierno.

Las revoluciones no pueden envejecer junto con sus líderes. Se desgastan, se desdibujan, y lo que es peor, se mueren. La revolución cubana se inició auspiciosamente con una pléyade de grandes revolucionarios que asumieron colectivamente la dirección. Además de Fidel, estaban Abel Santamaría, Raúl Castro, Almeida, el Ché, Vilma Espín, Celia Sánchez y muchos otros. Sin embargo, pareciera ser que no ha habido una generación de recambio al nivel de esas figuras, lo que marca cierta incertidumbre ante la muerte de los últimos próceres de la gesta.

El imperialismo, que se remoza permanentemente con nuevos sátrapas sanguinarios que se turnan en la Casa Blanca, espera con la paciencia de un gato los acontecimientos que vendrán luego de la muerte del líder cubano. Nosotros también esperamos ese momento, pero con gran zozobra no exenta de oscuros presagios.

Es por eso que hoy más que nunca consolidar la revolución bolivariana, que significará no sólo fortalecer a los procesos triunfantes de Ecuador, Bolivia y Nicaragua, sino a aquellos que se están gestando en otros lugares del continente, es la tarea del momento y emprenderla con la verdad y la objetividad por dura que parezca, será sin duda la mejor arma de defensa, aquella que por desgracia jamás estuvo en los dirigentes y los partidos que frustraron las esperanzas de aquellos pueblos que un día abrieran las sendas del socialismo en el mundo.

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* Escritor.
cristianjolelsanchez@gmail.com.

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