Pequeño problema. PAÍS, PARTIDOS, PROGRAMAS, PERSONAS

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

En especial los partidos políticos porque éstos son el puente, el canal, el conducto primario entre los individuos –las personas– que conforman la sociedad y las ideas, métodos y estilos de sus mandatarios y burócratas encaramados en los distintos niveles de los aparatos del Estados y manejo del gobierno.

Los partidos representan a las distintas clases y sectores de clase en los que toda sociedad se divide y se reconoce; en ellos vibran –metafóricamente hablando– las campanadas de la estructura social y en torno a esos sonidos  articulan la defensa de los intereses de sus militantes, en términos concretos, y de manera general de las clases y sectores que los componen y participan en su dirección.

La lucha política

La articulación de los intereses que los partidos concluyen en la forma de un programa de gobierno. Un programa de gobierno es una promesa, un plan y un proyecto; se promete lo que se hará desde el poder o cuando se llegue al poder. Los programas contienen medidas inmediatas, a mediano y a largo plazo. Para que un programa de gobierno sea viable su formulación debe trascender los intereses de la clase y sectores de clase que representa y tomar en cuenta, en términos generales, a toda la sociedad.

Esto genera pactos y alianzas políticas entre partidos que en su composición reflejan necesidades e intereses de sectores sociales que, por estrategia para llegar al poder o para llevar a cabo un programa desde el poder, acuerdan impulsar ciertas medidas en común, dejando para más tarde reivindicaciones específicas propias. Es cuando los partidos hablan de los intereses supremos de la patria o cuando un gobernante señala que lo es de toda la sociedad y no únicamente del sector que lo eligió.

Estas alianzas son más o menos profundas y más o menos prolongadas, y suele hablarse de coaliciones, frentes, bloques. Grosso modo cuando se habla de partidos de derecha o de izquierda, se reconoce en cada lado la existencia de al menos una alianza. Cuando la revolución rusa de 1917, por ejemplo, el Partido de los Bolcheviques formó un bloque con los social revolucionarios. En Chile conservadores y liberales, de alguna manera enfrentados desde la independencia de España terminaron por aliarse ante el avance de las fuerzas que constituían una amenaza a sus intereses comunes.

Caracteriza a las fuerzas de izquierda una mayor intención programática por lo que antes y hace tiempo se llamaba
«preocupación social»: educación y salud públicas ojalá gratuitas, un mejor reparto de la renta nacional a través de una política tributaria que suele poner su acento en el impuesto a las ganancias y la herencia y, en consecuencia y en términos generales, una mayor participación del Estado en la vida económica y servicios públicos.

La bandera de las fuerzas de derecha, en cambio, suele ser la reducción del Estado, dejando la cuestión del reparto del producto al acuerdo entre las partes; educación, salud, política habitacional y otros quedan libradas al equilibrio del mercado, que refleja esos acuerdos, y los tributos se cargan en términos generales sobre toda la población de manera pareja, por ejemplo a través de impuestos como el IVA. Ambos criterios mantienen intacta la capacidad de represión del Estado obre los más díscolos.

Respecto de las inversiones extranjeras, las izquierdas suelen ser más cautas que las derechas y eligen gravar más o menos severamente las utilidades que son enviadas a las casas matrices, en tanto aquellas prefieren no reglar estrictamente la cuestión como condición que se estima sine qua non para recibir nuevas inversiones que mantengan el dinamismo de la economía.

El esquema inútil

Visto así el asunto la ciudadanía opta ora por un gobierno de derecha, ora por uno de izquierda y, puede pensarse, a la larga las sociedades mantienen su equilibrio. En teoría. En la práctica ambos esquemas dejan resquicios para que sus respectivas elites puedan querer convertirse en satrapías. En la izquierda el Partido Bolchevique desnaturalizó los soviets (consejos, comités), creó la «nomenklatura» y al caer el «socialismo real» estaba formándose con los nietos de los viejos revolucionarios una suerte de aristocracia hereditaria.

La derecha no lo hace peor. Que se sepa, a la caída del III Reich de los mil años ni los Krupp se habían arruinado ni
la Daimler arrojaba pérdidas; nadie pidió cuentas a las personas, empresas o prestadoras de servicios –judías o no– que
habían mantenido hasta el último año buenas relaciones comerciales con los nazis.

Hacia fines de la década de 1981/90, cuando los talibanes y «señores de la guerra» afganos lograron –bien armados por
EEUU– la retirada de la Unión Soviética del país, comenzó la etapa de creer que se habían acabado las ideologías, o lo que es lo mismo, que la historia, entendida como el proceso de contradicción y sínteses, se había terminado. Curiosamente es cuando
adquiere estado estado público el paraíso de la globalización y el término empresa multinacional se cambia –más «correcto» (y confuso) políticamente– por el de corporación o lo que en Chile suele llamarse «poderes fácticos». Para entonces ya la capacidad adquisitiva de las personas se comparaba mundialmente con el precio de un «big mac».

Chilenos ejemplares

A fines de los noventas la «revolución» conservadora se ornaba de laureles. Es en los años thatcherianos y reaganianos que terminan de formarse los actuales dirigentes chilenos. Los de la Concertación y los de la Alianza.

Como las ideologías «habían muerto», ¡pues a enterrar sus restos en Chile! Se hizo lenta, artera y eficientemente.

Durante todos los años ochentas no se tocó mucho la cosa interna: al fin de cuentas, con errores y todo, en el país se luchaba contra la dictadura. Mientras más se luchaba, mejor se veía el escenario desde exterior, lo que permitió negociar durante mucho tiempo. Sin ideologías en juego, negociaban personas, de tú a tú, en torno de cuestiones sacramentales: democracia y elecciones. Sólo que en política sin ideologías no hay acuerdos: sólo cabe complicidad.

Que los combatientes en el país hubieran logrado disparar contra el tirano se aplaudía. Pero también se tomaba nota. Porque era claro que esos combatientes no iban a guardar sus escasas armas ni iban a entregar el teléfono de los lugares donde se reunían sólo porque la bestia se fuera. Luchaban contra la dictadura, pero luchaban contra la dictadura porque luchaban por otro «país posible». Por eso, incidentalmente, la recordada «Oficina». Y el premio a quienes la organizaron, decodificaron la información y
desarmaron el «peligro» para la democracia.

Patetismo a bordo del Estado

Antes de eso, se juntó ectoplasma para la creación de fantasmas estupendos: partidos desprovistos de pensamiento, pragmáticos, bienintencionados, instrumentales, arrepentidos de su pasado los que tenían un pasado. Se juntan traidores a la democracia en el tiempo de Allende (vale la pena leer algunas declaraciones recientes, de Patricio Alwyn pr ejemplo, a propósito del gobierno de Michelle Bachelet) con «líderes» de impreciso plumaje pero buena prensa. «El mundo fue y será una porquería, ya lo sé».

La guinda, cereza o limón de la torta es una fotografía patética. Fernando «Catón» Flores, Sergio «Educación» Bitar y ese niño malo Guido Girardi tomaditos de las manos mientras, como en los estudios de la tele, los asistentes aplauden.

Sin ideología, cierto, ¿a qué seguir la pelea? Ideología es algo así como el anteojo que usamos para ver la realidad, también una falsa realidad; pero además el combustible del impulso para construir una nueva realidad. En Chile sobran «líderes» autoproclamados que dejarán más vergüenzas que huellas.

Y en medio de todo un triste idiota renuncia a su cargo tras ser declarado reo por corrupción; Guillermo Díaz no dijo que renunciaba a su «brillante» trabajo en ferrocarriles estatales por una cuestión ética, no –¿qué es la ética?, ¿quién se la enseñará en un país donde Pinochet celebra 91 años sin «guardar rencor a nadie» y nadie dice nada?–. Renuncia, dice, porque necesita tiempo para preparar su defensa judicial.

En Chile pareciera que la única tarea de los partidos políticos es repartir las migajas necesarias para defender los intereses de sus militantes. La pregunta –y nunca mejor dicho– del millón es: ¿de cuántos militantes y de quiénes de entre ellos?

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