¿Qué democracia?
Wilson Tapia Villalobos*
Desde que cayó el Muro de Berlín, en 1989, parecía que cuando se hablaba de democracia todos entendíamos lo mismo. Podía gustar o no, pero no había lecturas diferentes. Suposición falsa. Con la virtualidad, la democracia se ha transformado en algo difuso y extraordinariamente maleable.
Si quiere ser riguroso y se va a la definición primigenia, llegará al pensamiento de Abraham Lincoln: “Gobierno de la gente, por la gente y para la gente”. Modernizando la mirada, podría acercarse a Norberto Bobbio, quien sostiene que la democracia: “es un conjunto de reglas procesales para la toma de decisiones colectivas, en el que se propicia la más amplia participación posible de los interesados”.
Desde lo que dijera Lincoln en Gettysburg (1863), el mundo ha cambiado. Y si bien los valores son permanentes, mutan en su aplicación. Las palabras del presidente norteamericano resuenan hoy poéticas, utópicas, anacrónicas. Incluso Bobbio, con su pragmatismo tan contemporáneo al decir que la participación debe ser “la más amplia posible”, queda algo fuera del tiempo.
Hoy nos enfrentamos a una democracia fuertemente presionada por una realidad en la que las clases dominantes, según diría Marx, imponen sus intereses. Y, de paso, generan una nueva cultura. No es nada sorprendente por lo inédito, pero es mucho más apabullante que en el pasado.
El símbolo democrático es el que enarbola Occidente. No se trata de una sana competencia ideológica. En distintas regiones del mundo, las discrepancias se acallan a sangre y fuego. Los casos contemporáneos son Iraq, Afganistán, los Balcanes, Medio Oriente. También cárceles secretas en diferentes partes del mundo. Persecución religiosa y racial. Todo en aras de la democracia y la libertad.
En América Latina suceden fenómenos curiosos. La aparición de Hugo Chávez, de Evo Morales, de Rafael Correa, de Fernando Lugo, de Daniel Ortega, forman una tirada de póquer que puede dar alguna sorpresa. Eso, para quienes aspiran al cambio. Desde la vereda del poder, el rechazo es contundente. La aspiración de algunos de ellos de reformar la Constitución, es cuestionada como un claro intento dictatorial.
Cualquier discrepancia con Wáshington se asume como manifestación de locura cargada de populismo izquierdista. Ni que decir de los deslices de Lugo cuando vestía casulla o era obispo católico.
Y si Ollanta Humala o Keiko Fujimori aparecen con posibilidades presidenciales en las encuestas en el Perú, Mario Vargas Llosa, desde una postura totalmente democrática, se permite decir que es elegir entre el sida y el cáncer.
Sin embargo Álvaro Uribe no enfrenta cuestionamientos por su aspiración de ir a un tercer mandato presidencial, pese a que la Constitución Política de Colombia se lo impide. Reformará la Carta Magna y punto.
Todos son presidentes democráticos, porque han sido electos democráticamente. Cuando se esgrime tal argumento, no falta la voz condenatoria, de uno u otro lado, que señala el peligro de que la prologada presencia en el poder pueda construir, de hecho, una dictadura. Si ante tal cuestionamiento de peso, se insistiera que así y todo el pueblo les da respaldo, las respuestas son categóricas. Y, curiosamente, coincidentes: los pueblos son manipulados.
Y es en este punto en el que es correcto preguntarse si la democracia virtual que vivimos y se enarbola como meta deseable, es verdaderamente lo que dice ser. Sería necesario recordar que, finalmente, lo propuesto por Lincoln tendría que constituir, al menos, algo de la base sobre la que se sustenta la democracia actual. Habría que hacerle agregados como los que plantea Bobbio, pero éste todavía respeta la participación ciudadana.
Si los ciudadanos sólo ejercen su derecho a participar votando, es poco lo que pueden hacer. No tienen capacidad de elegir a quienes realmente desean como sus representantes. Deben definirse entre alternativas designadas por cúpulas. Carecen de canales de participación y sobre ellos se ejerce una constante presión que obnubila.
Aparte de largas jornadas de trabajo –incluidas en ellas el tiempo de traslación desde y hacia obligaciones laborales–, los medios se encargan de generar tensiones adicionales. La batería contiene inseguridad, violencia, accidentes, pandemias, crisis. Y para paliar tanto desastre, está el deporte, la farándula. Esto último es lo que Peter Sloterdijk llama el fascismo de la entretención.
¿De qué democracia estamos hablando?
* Periodista.
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