Ramonet/ Libia,lo justo y lo injusto

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Ignacio Ramonet*

Los insurgentes libios merecen la ayuda de todos los demócratas. El coronel Gadafi es indefendible. La coalición internacional que lo ataca carece de credibilidad. No se construye una democracia con bombas extranjeras. Por ser en parte contradictorias, estas cuatro evidencias nutren cierto malestar, en particular en el seno de las izquierdas, con respecto a la operación Alba de la Odisea comenzada el pasado 19 de marzo.

La insurrección de las sociedades árabes constituye el mayor acontecimiento político internacional desde el derrumbe, en Europa, del socialismo autoritario de Estado en 1989. La caída del muro del Miedo en las autocracias árabes es el equivalente contemporaneo de la caída del muro de Berlín. Un auténtico terremoto mundial.

Por producirse en el area de mayores reservas de hidrocarburos del planeta, y en el epicentro del "foco perturbador" del mundo (ese "arco de todas las crisis" que va de Pakistán al Sahara Occidental, pasando por Irán, Afganistán, Irak, Líbano, Palestina, Somalia, Sudán, Darfur y Sahel), su onda de expansión modifica toda la geopolítica internacional.

Algo se rompió para siempre en el mundo árabe el pasado 14 de enero. Ese día, manifestantes tunecinos que desde hacía semanas reclamaban en las plazas libertad y democracia, consiguieron derrocar al déspota Ben Alí. Comenzaba el deshielo de las viejas tiranías árabes. Un mes después, en Egipto, corazón de la vida política árabe, un poderoso movimiento de protesta social expulsaba a su vez del poder al  general Mubarak. Entonces, como si de repente descubriesen que los regímenes autoritarios, desde Marruecos hasta Bahrein, fuesen colosos con pies de arena, decenas de miles de ciudadanos árabes se lanzaron a las plazas gritando su hartazgo infinito de los ajustes sociales y de las dictaduras .

La fuerza espóntanea de estos vientos de libertad sorprendió a todas las cancillerías del mundo. Cuando comenzaron a soplar sobre las dictaduras aliadas de Occidente (en Tunez, Egipto, Marruecos, Jordania, Arabia Saudí, Bahréin, Irak, Yemen), las grandes capitales occidentales, empezando por Washington, Londres y Paris, se sumieron en un prudente mutismo, o alternaron declaraciones que revelaban su profundo malestar ante el riesgo de ver desaparecer a sus "amigos dictadores" .

Mucho más sorprendente fue, durante esta primera fase (de mediados de diciembre a mediados de febrero), el silencio de los gobiernos progresistas de América latina, considerados por toda una parte de la izquierda internacional como su principal referente contemporaneo.

Sorpresa tanto más grande que estos gobiernos tienen mucho en común con el movimiento insurreccional árabe: habían llegado al poder mediante las urnas, aupados por poderosos movimientos sociales (en Venezuela, Brasil, Uruguay y Paraguay) que, en varios países (Ecuador, Bolivia, Argentina), después de haber resistido a dictaduras militares, también habían derrocado pacíficamente a gobernantes corruptos. Inmediata debía de haber sido allí la solidaridad con las insurrecciones árabes, réplicas de sus propios alzamientos cívicos.

No lo fue. Y eso que el carácter izquierdista del movimiento no ofrecía dudas. El conocido intelectual egipcio Samír Amín lo describe así: "Las fuerzas principales en movimiento durante los meses de enero y de febrero eran de izquierda. Demostraron que tenían una resonancia popular gigantesca pues llegaron a mobilizar a ¡más de quince millones de manifestantes en todo Egipto!

Los jóvenes, los comunistas, fragmentos de las clases medias democráticas constituyeron la columna vertebral de ese movimiento ."

A pesar de ello, hubo que esperar al 14 de febrero -o sea tres días después de la caída del odiado Mubarak y un día antes del comienzo de la insurrección popular en Libia- para que, por fin, un líder latinoamericano calificase la rebelión árabe de "revolucionaria" en una declaración que explicaba con lucidez:

"Los pueblos no desafían la represión y la muerte, ni permanecen noches enteras protestando con energía, por cuestiones simplemente formales. Lo hacen cuando sus derechos legales y materiales son sacrificados sin piedad a las exigencias insaciables de políticos corruptos y de los círculos nacionales e internacionales que saquean el país ."

Pero cuando, naturalmente, esa rebelión se extendió a los Estados autoritarios del mal llamado "socialismo árabe" (Argelia, Libia, Siria), cayó de nuevo un pesado mutismo en las capitales del progresismo latinoamericano. Políticamente podía aùn interpretarse de dos maneras: simple prolongación del prudente silencio que hasta entonces, globalmente, habían observado esas cancillerías con respecto a acontecimientos muy alejados de sus principales centros de interés;  o expresión de un malestar político frente al riesgo de perder, en su pulso con el imperialismo, a aliados estratégicos…

Ante el peligro de que triunfase esta segunda opción, varios intelectuales importantes  avisaron de inmediato que ello significaría algo impensable para gobiernos que se reclaman del mensaje universal del bolivarianismo.

Porque sería afirmar que una relación estratégica entre Estados es más importante que la solidaridad con los pueblos en lucha. Lo cual conduciría, más tarde o más temprano, a cerrar los ojos ante cualquier eventual atrocidad contra los derechos humanos . Y en este caso el ideal solidario de la revolución latinoamericana naufragaría en el helado océano de la "Realpolitik".

En el tablero de la política internacional, la "Realpolitik" (definida por Bismarck, el "canciller de hierro" prusiano, en 1862) considera que los países se reducen a sus Estados.

Jamás toma en cuenta a sus sociedades. Según ella, los Estados se mueven sólo en función de sus fríos intereses y de sus alianzas estratégicas (cuya finalidad esencial es la preservación del Estado, no la protección de la sociedad). Desde la paz de Wesfalia en 1648,  la doctrina geopolítica establece que la soberanía de los Estados es intangible en virtud del principio de no-injerencia, y que un gobierno, sea cual sea el modo en que llegó al poder, tiene total libertad de hacer lo que quiere en sus asuntos internos.

Semejante idea de la soberanía -que sigue siendo dominante- ha visto erosionada su legitimidad desde el final de la guerra fría en 1989. Y ello en nombre de los derechos de los ciudadanos, y de una concepción más ética de las relaciones internacionales. Las dictaduras, cuyo número se reduce de año en año, van resultando cada vez más ilegítimas en criterios del derecho internacional. Y moralmente inaceptables porque, entre otros graves abusos, desposeen a las personas de sus atributos de ciudadano.

En base a este razonamiento, se desarrolló en los años 1990, el concepto de derecho de injerencia o deber de asistencia que condujo, pese a aceptables pretextos de fachada, a desastres político-humanitarios de gran envergadura en Kosovo, Somalia, Bosnia… Y finalmente, bajo la conducción de los neoconservadores estadounidenes, al desastre total de la guerra de Irak .

Pero tan trágicos fracasos no han interrumpido la idea de que un mundo más civilizado debe ir abandonando una concepción de la soberanía interna establecida hace casi cuatro siglos en nombre de la cual poderes no elegidos democráticamente han cometido (y se cometen) incontables atrocidades contra sus propios pueblos.

En 2006, las Naciones Unidas, en su Resolución 1674, han hecho de la protección de los civiles, incluso contra su propio gobierno cuando éste usa armas de guerra para reprimir manifestaciones pacíficas, una cuestión fundamental. Que modifica, por primera vez desde el Tratado de Wesfalia, -en materia de derecho internacional- la concepción misma de la soberanía interna y del principio de no-injerencia. La Corte Penal Internacional (CPI), creada en 2002, va en idéntico sentido.

Y en ese mismo espiritú, muchos líderes latinoamericanos denunciaron con justa razón la pasividad o la complicidad de grandes potencias democráticas ante los graves crímenes cometidos contra la población civil, entre 1970 y 1990, por las dictaduras militares en Chile, Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay y tantos otros países mártires de Centro y Suramérica. 

Por eso sorprendió que, cuando en Libia, a partir del 15 de febrero, empezaron las protestas sociales pacíficas, inmediatamente reprimidas por las fuerzas del coronel Gadafi con desmedida violencia (233 muertos en los primeros días ), ningun mensaje de solidaridad con los civiles reprimidos llegase de América Latina. Ni tampoco al estallar, el 20 de febrero, el "Trípolitazo": cuando unos 40 000 manifestantes denunciaron la carestía de la vida, la degradación de los servicios públicos, las privatizaciones impuestas por el FMI, y la ausencia de libertades.

Igual que durante el "Caracazo" del 27 de febrero de 1989 en Venezuela, esa insurrección tripolitana, retransmitida por decenas de testigos oculares, se extendió como reguero de pólvora por toda la capital, se multiplicaron las barricadas, ardió la sede del gobierno, las comisarías fueron incendiadas, los locales de la television oficial saqueados, el aeropuerto ocupado y el palacio presidencial asediado. El régimen libio empezó a tambalearse.

En semejantes circunstancias, cualquier otro dirigente razonable hubiese entendido que la hora de negociar y de abandonar el poder había llegado . No así el coronel Gadafi.

A riesgo se sumir su país en una guerra civil, el "Guía", en el poder desde hace 42 años, explicó que los manifestantes eran "jóvenes a los que Al-Qaeda había drogado echándoles píldoras halucinógenas en el Nescafé "…  Y ordenó a la Fuerza Armada reprimir las protestas a cañonazos y con fuerza extrema. El canal Al-Jazeera mostró los aviones militares ametrallando a los manifestantes civiles .
En Bengasi, para defenderse contra la brutalidad de la represión, un grupo de protestatarios asaltó un arsenal de la guarnición local y se apoderó de miles de armas ligeras.

Desde el final de los años 1970, su errática trayectoria y sus delirios ideológicos (véase su disparatado Libro Verde) lo han convertido en un dictador imprevisible, tornadizo y jactancioso. Semejante a aquellos tiranos locos que América Latina conoció en el siglo XIX con el nombre de "caudillos bárbaros ". Ejemplos de sus trastornos: la expedición militar de 3000 hombres que lanzó, en 1978, en auxilio del sanguinario Idi Amín Dadá, otro demente presidente de Uganda… O su afición a un juego erótico con chicas menores llamado "bunga bunga" que le enseñó a su socio italiano Silvio Berlusconi …

Gadafi jamás se ha sometido a ninguna elección. En torno a su imagen ha establecido un culto de la personalidad que linda con el endiosamiento. En la "masocracia" (Jamahiriya) libia no existe ningún partido político, sólo hay "comités révolucionarios". Habiéndose autoproclamado "Guía" vitalicio de su país, el dictador se considera por encima de las leyes. En cambio, el vínculo familiar es, según él, fuente de derecho. En base a lo cual, por antojo, nombró a sus hijos a los puestos de mayor responsabilidad del Estado y a los de mayor rentabilidad en los negocios.

Tras la (ilegal) invasión de Irak en 2003, temiendo ser el siguiente de la lista, Gadafi se arrodilló ante Washington, firmó acuerdos con la Administración Bush, erradicó sus armas de destrucción masiva e indemnizó a las víctimas de sus atentados terroristas. Para complacer a los "neocons" estadounidenses se erigió en un perseguidor de Osama Ben Laden y de la red Al Qaeda.

Estableció también acuerdos con la Unión Europea para convertirse en cancerbero retribuido de los emigrantes africanos. Pidió ingresar en el FMI , creó zonas especiales de libre comercio, cedió los yacimientos de hidrocarburos a las grandes transnacionales occidentales y eliminó los subsidios a los productos alimenticios de primera necesidad. Inició el proceso de privatización de la economía, lo que provocó un importante aumento del desempleo y agravó las desigualdades.

 El "Guía" protestó contra el derrocamiento del dictador tunecino Ben Alí a quien consideraba como "el mejor gobernante de la historia de Túnez".

En materia de inhumanidad, sus fechorías son incontables. Desde su apoyo a conocidas organizaciones terroristas hasta su demostrada participación en atentados contra aviones civiles, pasando por su encarnizamiento contra cinco inocentes enfermeras búlgaras torturadas durante años en prisión, o el fusilamiento sin juicio, en la siniestra cárcel Abú Salím de Tripolí, en 1996, de un millar de prisioneros originarios de Bengasi .

La actual revuelta empezó precisamente en esa ciudad cuando, el 15 de febrero, las familias de estos fusilados, animadas por las protestas en los países árabes, se echaron a la calle para exigir pacificamente la liberación del abogado Fathy Terbil quien, desde hace quince años, defiende el derecho a recuperar los cuerpos de sus parientes ejecutados . Las imágenes mostrando la brutalidad de la represión de esta manifestación -difundidas por las redes sociales y el canal Al-Jazeera- escandalizaron a la población. Al día siguiente, las protestas se habían ampliado masivamente y extendido a otras ciudades. Sólo en Bengasi, 35 personas fueron asesinadas por la policía y las milicias gadafistas .

Tan alto grado de ensañamiento contra la población civil  hizo legitimamente temer, a mediados de marzo, cuando las huestes gadafistas empezaron a cercar Bengasi, que se cometiese un baño de sangre. En un discurso dirigido a "las ratas" de esa ciudad, el "Guía" dejó muy claras sus intenciones: "LLegamos esta noche. Empezad a prepararos. Os iremos a sacar del fondo de vuestros armarios. No habrá piedad ."

En ayuda de los asediados libios, que reclamaban a gritos ayuda internacional , debieron acudir en primer lugar los pueblos recientemente liberados de Túnez y Egipto. Era su responsabilidad principal. Pero lamentablemente los gobiernos de estos dos países no supieron estar a la altura de las circunstancias históricas.

En ese contexto de urgencia, el Consejo de Seguridad de la ONU adoptó, el 17 de marzo, la resolución 1973 que establece un régimen de exclusion aérea en Libia con el fin de proteger a la población civil y hacer cesar las hostilidades . La Liga Árabe había dado su acuerdo preliminar. Y, cosa excepcional, la resolución fue presentada por un Estado árabe: el Líbano (además de Francia y Reino Unido). Ni China, ni Rusia, que disponen de derecho de veto, se opusieron. Brasil y la India tampoco votaron en contra. Varios países africanos se pronunciaron a favor: África del Sur (la patria de Mandela), Nigeria y Gabón. Ningún Estado se opuso.

Se puede estar en contra de la estructura actual de Naciones Unidas, o estimar que su funcionamiento deja mucho que desear. O que las potencias occidentales dominan esa organización. Son críticas aceptables. Pero, por ahora, la ONU constituye la única fuente de derecho internacional. En ese sentido, y contrariamente a las guerras de Kosovo o de Irak que nunca tuvieron el aval de la ONU, la intervención actual en Libia es legal, según el derecho internacional; legítima, según los principios de la solidaridad entre democrátas; y deseable, en base a la fraternidad internacionalista que une a los pueblos en lucha por su libertad.

Se podría añadir que potencias musulmanas reticentes en un primer momento como Turquía han acabado por participar en la operación.

Se podría recordar también que si Gadafi, como era su intención, hubiese anegado en sangre la insurrección popular, habría enviado una señal de vía libre a los demás tiranos de la región. Alentándolos de ese modo a aplastar ellos también, sin miramientos, las protestas locales. Basta con observar que, en cuanto las tropas de Gadafi se aproximaron a sangre y fuego en medio de la pasividad internacional a Bengasi, los regímenes de Bahréin y de Yemen no dudaron ya en disparar a fuego real contra los manifestantes pacíficos. No lo habían hecho hasta entonces. Pero apostaron a su vez por el inmovilis

mo internacional.La Unión Europea, en particular, tiene una responsabilidad específica en este asunto. No sólo militar. Es menester pensar en la próxima etapa de consolidación de las nuevas democracias que van a ir surgiendo en esta región tan vecina. Apoyar la "primavera árabe" supone asímismo el lanzamiento de un verdadero "Plan Marshall" o sea una ayuda económica masiva "semejante a la que se ofreció a Europa del Este después de la caída del muro de Berlín ".

¿Significa todo esto que la operación Alba de la Odisea no plantea problemas? En absoluto. En primer lugar, porque los Estados u Organizaciones que la capitanean (Estados Unidos, Francia, Reino Unido, OTAN) son los "sospechosos habituales" implicados en múltiples aventuras guerreras sin la minima cobertura legal, legítima o humanitaria. Aunque esta vez los objetivos de solidaridad democrática parecen más evidentes que los nexos con la seguridad nacional de Estados Unidos, cabe preguntarse ¿desde cuándo les ha importado a estas potencias la democracia en Libia? Por ello carecen de credibilidad.

Segundo: existen otras injusticias en esta misma región -el sufrimiento palestino, la intervención militar saudí en Bahrein contra la indefensa mayoría chií, la desproporcionada brutalidad de los gobiernos de Yemen y de Siria…- ante las cuales las mismas potencias que atacan a Gadafi hacen la vista gorda dando prueba de doble moral.

Tercero: el objetivo debe ser el que fija la resolución 1973, y sólo ése: ni invasión terrestre, ni víctimas civiles. La ONU no ha dado licencia para derrocar a Gadafi, aunque bien parece que ese sea el objetivo final (e ilegal) de la operación. En ningún caso esta intervención debe servir de precedente para otras aventuras guerreras contra Estados situados en la mirilla de las potencias occidentales dominantes.

Cuarto: la historia enseña (y el caso de Afganistán lo demuestra) que es más facil entrar en una guerra que salir de ella. Y quinto: el olor a petroleo de toda esta operación apesta.  

Los pueblos árabes están sin duda sopesando lo justo y lo injusto de la actual intervención militar en Libia. En su gran mayoría apoyan a los insurgentes (aunque se siga si saber bien quiénes son y aunque se sospeche que varios elementos indeseables figuran en el actual Consejo Nacional de Transición). Por el momento, hasta finales de marzo, en ninguna capital árabe se han producido manifestaciones de rechazo a la operación.

Al contrario, como estimuladas por ella, nuevas protestas contra las autocracias se intensificaron en Marruecos, Yemen, Bahrein… Y sobre todo en Siria.
Obtenida la zona de exclusión aerea y a salvo ya la población civil de Bengasi, las dos principales exigencias de la Resolución 1973 estaban cumplidas a finales de marzo. Aunque otras demandas no lo estaban aún (el cese el fuego por parte de las fuerzas gadafistas, y la garantía por éstas de acceso seguro a la ayuda humanitaria internacional),  a partir de ese momento los bombardeos debieron cesar. Tanto más cuanto la OTAN, que no ha recibido mandato internacional para ello, ha asumido el 31 de marzo el liderazgo militar de la ofensiva.

La Resolución tampoco autoriza a armar, entrenar y dirigir militarmente a los rebeldes. Porque ello supone un mínimo de fuerzas extranjeras ("comandos especiales") presentes en el suelo libio, lo cual está explícitamente excluído por la decisión 1973 del Consejo de Seguridad.
Es urgente que los miembros de ese Consejo de la ONU vuelvan ahora a consultarse; que se tenga en cuenta la posición de China, Rusia, la India y Brasil para imponer un alto el fuego inmediato y buscar una salida no militar al drama libio.

Una solución que tome en cuenta también la iniciativa de la Unión Africana, garantice la integridad territorial de Libia, impida toda invasión terrestre de fuerzas extranjeras, preserve las riquezas del subsuelo contra la rapacidad de algunas potencias foráneas, ponga fin a la tiranía, y reafirme la aspiración a la libertad y a la democracia de los ciudadanos. En Libia, sólo una salida política negociada por todas las partes será justa.

 

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