Raúl Ruiz: cuando la muerte es una mentira de 200 veces

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O ha sido más de 200 veces reiterada en textos, películas, charlas. vinos depurados con un millón de reflexiones que le pertenecen; la muerte, la muerte de Raúl Ruiz, piensa uno, bien puede ser otra jugarreta, esta vez contra el que mejor jugó, entendiéndola, con la vida profunda, suya y de los suyos. ⎮LAGOS NILSSON.

Dicen que regresará de París para ir luego a mirar la mar en Puerto Montt; esperará allí —quién sabe— el buque en el que vendrá su padre, el capitán, a abrazar lo, y allí —todo es posible—una tarde lluviosa su madre horneará galletas dulces. Algún amigo que partió antes de otra parte (o a su tiempo, cuando sea su turno) quizá viaje al sur para saludarlo: "Hola Perro, ¿como estás?"

Y así como no sabe por qué le llamaron Perro, Chile probablemente seguirá sin saber quién fue ese tipo alto de ojos grandes que nunca parecía aquietarse para simplemente flotar en el río de sus ideas: las forzaba hasta el nervio exasperando a los demás. Los demás eran (son) todos. Le ocurría siempre, a veces hasta el peligro, como cuando estrenó en Francia Diálogo de exiliados, esa catarsis.

Cuando llegó a Santiago, en la segunda mitad de los cincuentas del siglo pasado era un adolescente católico e hijo único que escribía casi con furia; creció, es un decir, en una temporada becado para el taller de escritores de la Universidad de Concepción al entrar la década de 1961/70; para entonces se había matriculado en Derecho, en la que era gratuita Facultad de ciencias jurídicas y sociales de la Universidad de Chile, en cuya Aula Magna estrenó alguna obra de teatro.

Dos recuerdos tengo del Perro Ruiz. Uno es real, el otro, no sé, puede ser la huella de un relato, una fotografía vista al pasar. El primero transcurre —porque los recuerdos transcurren, no son estáticos— en el departamento de Darío Pulgar, en las Torres de Tajamar; allí tomábamos café y bebíamos pernod, o lo que creíamos era pernod sin dejar de hablar sobre las películas que él iba a filmar y Darío produciría.

Y Darío efectivamente produjo quién sabe cuántos kilómetros de celuloide que tal vez nunca llegaron completos a la moviola. Teníamos 20 años y aprendíamos que es diferente terminar una película —o cualquier otra obra de ingenio— que completarla.

El segundo recuerdo, que puede no serlo, es la imagen de Rául Ruiz ayudando a Marcello Mastroianni a caminar sobre la alfombra del cine donde iba éste a recibir un homenaje.

La llamada telefónica que me despertó, en la mañana de este 19 de agosto de 2011 para comunicarme que el Perro había muerto en Francia, me anonadó como un invierno terrible que cae de golpe en diciembre. Los años diezman mi generación. No tengo, seguro, más frío que otros que recibieron el hachazo de su partida.

Por eso pienso que la muerte consignada es una mentira, o la tardía respuesta a la insolencia inconsciente de haber con él cantado una madrugada "¡Que me entierre pompas fúnebres Azócar" ante la mirada atónita de algún policía en el centro de Santiago.

Comienzan a deslizarse, a caer como una catarata sin misericordia y desordenada, los cubículos de la memoria. La muerte no tiene significado, es posible que sea nada más que un atajo del tiempo, un recurso para echar de menos lo que el mismo tiempo hizo inexistente.

Murió nomás el Perro; sus compatriotas —¿por qué no?— ya se darán cuenta de que se había ido sin moverse y que en realidad ha regresado imposiblemente con su muerte. Sólo queda esperar que concluya su vuelta.

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