Sobre el cuasi golpe ecuatoriano

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Guillermo Almeyra*
Un motín corporativo de pocas centenas de policías de Quito fue aprovechado para intentar, sobre la marcha e improvisando, transformarlo en un golpe de Estado.

Mientras los policías, azuzados por la derecha y desinformados, protestaban contra una ley (que en realidad no los afectaba como creían) y realizaban  una especie de huelga mezclada con un conato de motín, los golpistas ocuparon el aeropuerto con soldados de la Fuerza Aérea, ocuparon con un grupo de civiles la televisión pública, ocuparon la sede de la Asamblea Nacional.

Pero ni ellos ni mucho menos los policías que mantenían al presidente Rafael Correa como rehén presentaron un proyecto político, una alternativa de gobierno, ni tuvieron el apoyo movilizado de organizaciones y partidos y los policías amotinados insultaron y vejaron al presidente pero no osaron ni detenerlo ni pensaron en dispararle mientras lo retenían como rehén para tratar de negociar a falta de otra idea mejor.

Esos policías, y la derecha que los apoyaba pero que no los había organizado, querían la anulación de la ley de servidores públicos. Algunos diarios y partidos -entre ellos el partido indígena Pachakutik, que en el pasado había formado parte del gobierno de Lucio Gutiérrez- aprovecharon para pedir la renuncia de Correa y apoyaron verbalmente la huelga-motín que los tomó por sorpresa sin proponer nada, ni elecciones, ni un gobierno provisional, ni ninguna medida política.
 
Por eso no se puede hablar de un golpe de Estado porque nada estaba organizado ni previsto por sus protagonistas que no sabían qué hacer con Correa, si mantenerlo preso y bajo presión para negociar alguna ventaja (y una amnistía para ellos terminado el motín) o si dejarlo salir incólume, como sucedió, porque como rehén era una papa caliente en sus manos. La actitud valiente y firme del presidente bastó para acabar casi sin derramamiento de sangre con este incidente violento.
 
El mismo, sin embargo, puso al desnudo las debilidades del gobierno y del partido de Correa, que está dividido, así como la impotencia de la derecha que quiere derrocarlo y que se asustó ante el hecho de que la inactividad policial provocó una ola de robos y saqueos y ante la posibilidad de que la movilización inmediata de los partidarios de  Correa asestase un nuevo golpe a su poder y a sus intereses, muy poco tocados por el gobierno actual.
 
En efecto, en el aparato estatal, el comandante del Ejército, no se sabe aún si por irresponsabilidad y confusión o por cálculo político derechista, aceptó la reivindicación de los amotinados de anular la ley de servidores públicos (o, en palabras pobres, propuso ceder ante 500 policías en armas y anular una ley recién aprobada por amplia mayoría, anulando de paso también a  la Asamblea Nacional).

Por su parte, asambleístas del partido de gobierno y hasta ministros del gabinete de Correa toman su distancia de éste y ni el gobierno ni el partido discuten con sus seguidores y con la población general el sentido de sus leyes, que prefieren imponer como hechos consumados. Las decisiones por arriba y la falta de participación popular, el "decisionismo verticalista" de Correa, le hacen perder aliados y lo aíslan de sectores trabajadores de las bajas clases medias, como los trabajadores de la educación o los mismos policías, a los que había beneficiado.
 
Si se quiere evitar un próximo golpe de Estado en serio y hasta con base indígena o popular que esté dirigido por la derecha, la llamada Revolución Ciudadana debe profundizarse y radicalizarse, golpeando a las fuerzas de derecha en el aparato del Estado y se debe entablar una discusión seria, democrática y profunda con la CONAIE y el movimiento indígena, que es su aliado natural, pero del cual está ahora separado en buena medida por la confusión y el sectarismo de la dirección indígena pero también, aunque en menor medida, por su propia falta de claridad y sus torpezas.

Ejemplos de sectarismo ciego son la exigencia del Pachakutik de que el presidente renuncie, formulada en plena crisis con los policías amotinados y mientras Correa era rehén de los mismos, así como la declaración de la CONAIE sobre los acontecimientos del 30 de septiembre en Quito que pone en el mismo plano a la derecha y a los candidatos a golpistas de la derecha, y ataca sobre todo la política de Correa ignorando los intentos de aprovechar el motín policial para dar un golpe de Estado.
 
Con esa actitud y esas declaraciones las direcciones indígenas parecen creer que se pueden aliar con el diablo para obtener del gobierno una política ecologista consecuente y el abandono de su concepción extractivista y parecen moverse por la idea de que Correa es el principal enemigo, sin ver que si aquél cae los beneficiarios del golpe serán la oligarquía tradicional y el imperialismo. El personalismo de Correa, por su parte, le impide intentar una política tenaz y paciente, de largo aliento, de discusión con las bases indígenas para llegar a acuerdos o, por lo menos, para dejar claros los objetivos y posiciones de ambos sectores (el de las clases medias democráticas representadas en la Revolución Ciudadana y el del movimiento indígena, heterogéneo y oscilante, pero que exige muchas reivindicaciones fundamentales).

Evidentemente se entra ahora en la fase de los castigos a los secuestradores del presidente y de limpieza de la policía y de las tendencias golpistas en las fuerzas armadas. Al mismo tiempo, es probable que Correa aproveche las movilizaciones para tratar de convocar a nuevas elecciones que limpien y renueven la Asamblea y lo plebisciten (la llamada “muerte cruzada” o disolución de la Asamblea junto a elecciones presidenciales). Es posible que primero trate de afirmarse con ajustes en el gobierno y el poder y sólo después busque modificar la estructura del aparato estatal.
 
La rapidísima intervención de UNASUR (y hasta de la OEA) en su apoyo hará vacilar sin embargo a los potenciales golpistas ecuatorianos, que están urgidos porque a fin de mes los bancos deberán ceder, por ley, sus acciones en los medios de información, que son su principal arma contra el gobierno, a lo que se agrega que Correa, aunque se estaba acercando a los sectores empresariales y mejoraba sus relaciones con Estados Unidos, sigue teniendo como talón de Aquiles la dolarización de su economía, que hace muy frágil la independencia de Ecuador y, como Chávez y Evo Morales, está siempre en la mira de la CIA y del Pentágono, que no abandonan sus deseos de replicar en los países más débiles (Ecuador, Bolivia, Paraguay) su éxito en Honduras.

 

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