Sobre la muerte de Salvador Allende

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Paz Rojas Baeza.*

He estado innumerables veces por contar la historia que viví el 11 de septiembre de 1973; sin embargo, he callado públicamente. Hoy, al leer las opiniones o, más bien las dudas sobre la muerte del Presidente Allende, me he decidido a hablar con la esperanza de que, al menos, quienes me conocen, reflexionen sobre sus opiniones y dudas. Soy médico neuropsiquiatra. En 1973 era jefe de Clínica del Servicio de Neurología del Hospital José Joaquín Aguirre.

Durante la huelga médica permanecí a cargo de las especialidades, junto a los doctores Pedro Castillo, por cirugía y Moisés Brodsky, por medicina. Ambos están muertos.
 
El día 11 de septiembre llegué al servicio, luego de dejar a mis hijos en el domicilio de mis padres. Escuché el último discurso del Presidente en el auto de la doctora Ella Palma, que sollozaba silenciosamente. Inmediatamente pensé en la tragedia que se nos avecinaba, especialmente en los miles de ciudadanos que habían creído y confiado en el gobierno, definido como popular, por el propio presidente.
 
Pero más allá de estos pensamientos la desesperanza me sobrepasaba por un motivo muy especial: casi todo el equipo médico del Presidente estaba compuesto no sólo por mis compañeros de curso, sino por inseparables y entrañables amigos, que sin vacilar y sin recibir remuneración alguna se habían integrado, según su especialidad, al equipo que cuidaba la salud del presidente.
 
Lo vivido, las amenazas, el asesinato de Schneider y muchos actos de violencia habían obligado a su hija Beatriz, también médico, a buscar forma de proteger a su padre, ante cualquier emergencia.
 
Junto a profesionales y alumnos de la Escuela de Medicina entre ellos, la que más tarde fue la Presidente, Michelle Bachelet; personal de servicio, enfermeras, auxiliares, observamos incrédulos y perplejos desde la terraza del hospital José Joaquín Aguirre el bombardeo a La Moneda.
 
¿Qué habría pasado con todos los que estaban allí? ¿Qué habría pasado con el presidente? ¿Qué habría pasado con mis amigos y compañeros: el doctor Alejandro Cuevas (anestesista), Patricio Guijón (cirujano), Hernán Ruiz y José Quiroga (cardiólogos), Patricio Arroyo (medicina general) y Oscar Soto (internista), que aunque no había sido compañero de curso lo conocía en forma personal por haber cuidado a su suegro.
 
Luego del bombardeo, desesperada, llamé por teléfono a las casas de mis amigos y colegas. ¿Estarían vivos, estarían muertos? ¿Dónde estarían? Finalmente, cerca de las 17.30 de la tarde me contestó Hernán Ruiz; sus palabras han quedado grabadas para siempre en mi memoria: “Pacita, me dijo, todo terminó, Allende se suicidó, el Pachi (Patricio Guijón) se quedó junto a Allende y quedó detenido”.

Patricio Guijón siempre ha dicho la verdad, es una persona transparente, directa, sin ambiciones de figurar ni de recibir nada de nadie. Fue conducido a la Escuela Militar y luego a la Isla Dawson; nunca se ha quejado del trato recibido, tanto de militares como de algunos de los presos que estaban con él y que dudaban de su versión.

A fines de diciembre de 1973, sin previo aviso fue trasladado al Cuartel General de Investigaciones en Santiago y encerrado en una celda, donde le ayudaron a resistir la privación del sueño, la incomunicación, el maltrato y los insultos, las palabras que le dijo el profesor Edgardo Enríquez: “Mantenga siempre su cuerpo y su mente limpia”. Así lo hizo. Al cabo de una semana, lo sacaron de su celda, le entregaron una camisa blanca y lo llevaron a los estudios de televisión. Allí, ante las cámaras, repitió lo que siempre ha dicho: la verdad.

Al día siguiente, fue a mi casa y me relató en detalle todo lo sucedido: el suicidio de Allende que vio personalmente; cómo se acercó al presidente una vez que su cráneo voló por el aire, cómo tomó la metralleta y la puso entre sus piernas; cómo había tomado una silla y se quedó junto a él y cómo, en un acto irracional, le tomó el pulso.

Sin duda estaba en un estado estuporoso o semi-estuporoso, luego de haber vivido esa inconmensurable tragedia.

El general Palacios entró a la pieza al cabo de un tiempo que Patricio no sabe calcular: ¿Qué hace usted aquí? El solo contestó: Soy médico. Entonces el general le dijo: Cúreme esta herida que tengo en la mano. Después de un rato, Patricio le dijo: general, abajo deben estar mis otros colegas.

El general bajó con él la escalera y le hizo nombrar uno a uno a los médicos del equipo presidencial: Hernán Ruiz, Alejandro Cuevas, José Quiroga, Patricio Arroyo y Oscar Soto. Nombró además a Enrique París y Eduardo Paredes. Ambos respondieron cuando los hicieron levantarse que no estaban ahí en su calidad de médicos.

No nombró a Jorge Klein porque no lo conocía. Los tres estaban hasta hace poco desaparecidos y la historia de sus vidas y de sus muertes es la historia de cientos de desaparecidos de quienes no se sabe con seguridad qué hicieron finalmente con sus cuerpos, qué hicieron con sus vidas.

A todos los médicos les pidieron el carnet y se los retuvieron; luego se fueron caminando hacia sus casas. Patricio Guijón fue trasladado sin ninguna explicación a la Escuela Militar y luego a la Isla Dawson.

Así fue y así es la historia.

* www.reflexionyliberacion.cl
Ciper – Chile / Agencias

 

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