Sobrevivientes (los mineros en el desastre de Chile)

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Emilio Ruchansky*
A veinticuatro días del derrumbe en la mina San José, los mineros están desarrollando rutinas para no perder la cordura y la salud. Las preguntas que hacen desde 700 metros de profundidad, los líderes que encontraron y cómo cambió todo cuando una sonda logró barrenar hasta su refugio.

El 5 de agosto, los mineros bajaron a las 9.30 y fueron directo al refugio a dejar sus remeras. Los más precavidos habían ido con pantalones cortos para bancar el calor. Los camiones ya circulaban. Mario Gómez, el minero más viejo, que siempre llevaba la delantera en el retiro de mineral con su camión, ese día se quedó sin combustible. Su amigo Raúl Villegas se había abastecido la noche anterior e iba adelante porque no perdió tiempo en la recarga. Cuando se cruzaron a mitad de la mina, Villegas subiendo y Gómez bajando, hubo bromas y charla ventana a ventana.

Más adelante, cerca de la entrada, Villegas se lo cruzó a Franklin Lobos, el ex futbolista de Cobresal, que iba a buscar en un camión a los 32 mineros que trabajaban repartidos en dos fosas, a más de 600 metros de profundidad. Eran las 13.45, Villegas ya estaba cerca de la bocamina y vio por el espejo retrovisor que lo venía siguiendo una polvadera. Se estremeció. “Parecía un volcán en erupción”, describiría después. El cerro no crujía, como suele hacerlo cuando se viene un derrumbe. Avisó a Pedro Simunovic, el gerente de la mina, pero según Villegas el hombre no le creyó y minimizó el incidente, diciendo que sólo era una rampa que se había venido abajo, a lo sumo se habrían caído “unos planchones”, es decir, algunas rocas del techo. El derrumbe hizo que se cortara de inmediato la luz e inundó de polvo el espacio en el que quedaron atrapados los 33 mineros.

Ese fue el peor momento para Gómez, un hombre de 63 años con la jubilación en trámite, tres dedos perdidos cuando le explotó una dinamita y silicosis, una enfermedad provocada por la sobreexposición a la sílice cristalina que respira en las profundidades desde los 12.

Para ser más claros: tiene polvo en los pulmones. Se ahoga si corre, se queda sin aire después de conversar un rato. Cuando se vino el polvo, Gómez buscó en su bolsillo el inhalador y después de varios toques consiguió el aire para bajarse del camión. Más atrás venía Franklin. Esperaron cuatro horas hasta que se asentó el polvo, dieron vuelta las máquinas y encendieron las luces para ver cuán grave era el asunto. El derrumbe había sido en la zona central de la mina y ellos estaban atrapados en la parte norte, entre 300 y 700 metros de profundidad.

Había una sola posibilidad, salir por el ducto de ventilación principal. Cuando fueron hasta allí treparon por la escalera hasta que se dieron cuenta de que estaba inconclusa. Aún veían el cielo a 500 metros sobre sus cabezas. Intentaron trepar por el tubo directamente. Fue inútil. Dos días después, otro derrumbe terminó tapando esa chimenea y el aire, al no haber ventilación, empezó a enrarecerse como el ánimo de los 33 los mineros, que ahora sí estaban atrapados.

Era imposible, ya en ese momento, sacar las piedras que obstruían el camino. Se sabe que trataron de correrlas, de treparlas, pero no hubo caso. Gastar energía en un momento así, con la incertidumbre que reinaba entre los mineros, era contraproducente. Del otro lado de esas rocas, un grupo de rescate recorría los túneles para localizar el derrumbe y ver las posibilidades de introducir maquinaria pesada y sacarlos. Pese a los riesgos, evaluaron esta idea hasta el 15 de agosto, cuando cayó una enorme roca que selló el túnel. El colapso fue definitivo. Para ese día, el inhalador de Gómez ya estaba vacío.

Silencio en la noche

Las discusiones sobre el liderazgo dentro de la mina son una muestra de la idiosincrasia propia de la minería. Para los trabajadores, los líderes son los más “antiguos” del grupo: Mario Gómez, Johnny “el Chino” Barrios –quien además es delegado gremial– y Pablo Rojas. Para las autoridades, en cambio, era Luis Urzúa, el jefe de turno que llegó a trabajar a la mina San José hace menos de 10 meses y fue quien estableció la rutina de supervivencia alimentaria del grupo. No todos los atrapados son mineros precarizados, además de Urzúa, que estaba haciendo “carrera” para ascender a un mejor puesto, hay también ingenieros electromecánicos y gerentes.

“Angélica: necesito que si puedes me respondas todas estas preguntas por favor: ¿qué te han dicho de nosotros? ¿Existe alguna máquina instalada o que se está instalando para nuestro rescate? ¿Cuál es el plazo que les han dado de posible fecha de salida de nosotros? ¿Parece que serán dos meses acá adentro o no? Averigua por favor”, escribió Peña. Incluso, le advirtió a su esposa: “Lo que es urgente, con la llave que te voy a mandar abre por favor mi casillero y saca mis pertenencias (mi celular, mi billetera, mis documentos)”. También le pidió que cobre su sueldo, pague el alquiler y guarde el resto del dinero para los tiempos venideros.

Darío Segovia también está preocupado por el tiempo: le pidió a su familia que se quede en el Campamento Esperanza y haga lo imposible para acelerar el rescate. Mientras tanto, los mineros toman cuatro litros de agua por día, comen sólidos y hacen abdominales tres veces al día, para mantenerse en forma. La “guata”, como le dicen acá a la panza, no puede superar los 90 centímetros. Es la única forma de que puedan ingresar por el tubo salvador, que hoy empezará a concretarse, cuando comience a funcionar la perforadora Raise Borer Strata 950.

Desde el exterior, les pidieron que se organicen en tres grupos de trabajo para que la rutina aleje, momentáneamente, las intrigas y la tristeza. Ahora, un grupo recibe y despacha los envíos diarios en solo cinco minutos y en otros cinco cargan la sonda para mandar sus cartas, la encuesta médica y las muestras de orina, entre otras cosas. Otros se ocupan de la higiene en la galería, revisan el estado de salud de sus compañeros y lo vuelcan en un parte médico. La última cuadrilla se encarga de la seguridad: detectan desprendimientos de rocas, fortifican el túnel y deben evitar que los mineros se alejen del grupo, físicamente hablando, claro. Por dentro, la cabeza de ellos ya se parece al laberinto sin salida en el que viven.

*Periodista de Página12, Argentina, desde Copiapó

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