Televisión Educación e Imagen (final).

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

MAGIA DE LA IMAGEN
Podemos señalar además, el poder cautivador tenido desde siempre sobre el hombre por dicha imagen, la magia del adorno, de la moda, del vestido, de la decoración, por no mencionar las artes mayores, ni las grandes construcciones imaginarias. Cabe asimismo señalar que esta figura siempre ha sido más diáfana para tomar lo feo,  vil,  descarado, que lo bello y lo bueno, y esto se observa también hoy en la televisión.

Acerca de la imagen visual es preciso tener en cuenta que gracias a ella nos identificamos a nosotros mismos y a los demás. El ser humano, en suma, no conoce su figura corporal externa, es decir: la manera, como lo ven los otros, sino mirando su figura en un espejo.

Si no hubiera visto jamás su cara reflejada y se basara en la mera descripción de quienes le miran, nunca sabría cómo es su forma corpórea, su cara, su cuerpo, su presencia. Así, la persona no se identifica sino a través de su propia efigie visual tomada en un espejo donde es puro retrato, pues lógicamente en el cristal no esta la completitud real de su  vida. Dentro de sus dos dimensiones, el espejo a través de un modelo visual, le da su individualización y con ello su identidad y conciencia, además el saber cómo lo ven los otros, cuestión fundamental para darse cuenta de quien es frente a ellos en cualquier relación social.

Hasta el advenimiento del cine y de la televisión, los individuos no sabían sin embargo cuál era su manera de caminar, comer, conversar, dormir; en cambio ahora puede ser captado inadvertidamente, antes de adoptar poses artificiales deformadoras, lo que ocurriría al mirarse al espejo.

El valor de la imagen visual como parte esencial de la propia identificación es lo que le otorga su carácter de algo mágico, atractivo, necesario. Por ello, cualquier presencia de nuestra figura en una gráfica, en la pantalla y hasta en la propia sombra, nunca es algo trivial, repetido, monótono, nunca nos deja absolutamente indiferentes.

El cine –y sobre todo la televisión– han agregado aquello ausente de nuestra antigua individualización con el espejo: cual es el rostro que se tiene en el momento de la alegría, la angustia, el dolor, de cualquier persona. Incluso en la fisonomía corriente del prójimo nos permite mirar con detalle, cara a cara, cada uno de sus gestos y actitudes, y por lo tanto tener un testimonio de los modos expresivos, precisos de su cuerpo, en la vida real, donde toda mirada es fugaz o de soslayo, para no caer en la impertinencia de convertir en objeto de observación a quien se tiene por delante. Además en la vida cotidiana se introducen otros elementos emotivos, gratos o ingratos en el observador, venidos del acaecer del instante, lo cual perturba toda observación neutra.

El permitirnos saber cómo somos en nuestro aspecto y comportamiento corporal y el poder compararlo con el de otros es suficiente ya para dar un privilegio a la imagen proyectada. Fenómenos como imitación o repudio de modos de comportarse o vestirse ajenos no podrían darse si no tuviésemos una imagen visual clara de cómo nos vemos nosotros mismos en cuanto a distinción, sencillez, señorío, comparados por ejemplo esos aspectos con otras personas. Quizás sí habría envidias, resentimientos, sentimientos de inferioridad, si cada ser observase a los otros bellos o feos, graciosos o insulsos, pero sin entrar a compararse porque se diera a la inversa, el caso de carecer de un saber de cómo es la propia figura.

La nobleza y la seducción de la imagen visual derivan entonces del viejo y honorable oficio  de auto identificar a la figura personal y ubicarla –gracias a eso– en una cierta escala comparativa  frente a la de los otros; el cine y la televisión, le han entregado un goce pleno a la vista, al permitirle realizar  su mayor deseo: mirar sin inhibición el cuerpo propio y el ajeno.

Un atractivo sutil de la imagen es el de reproducirlo, de convertirlo en su doble idéntico: el hombre tiene conciencia, por vaga que sea, de su individualidad y le produciría un gran desconcierto ver a otro semejante, que piensa, mira, se mueve de igual manera que él.

La fotografía, el cine y sobre todo la televisión, demuestran su doble imaginario a través de su propia imagen reproducidas por las cámaras. El telespectador se ve allí con curiosidad y algo parecido le ocurre al observar “los dobles” de otros, incluso el poder retrotraer el espacio y el tiempo, proyectando como si sucediera en el presente.

En la vida cotidiana personas y objetos aún presentes, pueden pasar inadvertidos, como ocurre de hecho casi siempre; no obstante, al ser humano no sólo le gusta estar en el presente sino que sea notoria su existencia. Al aparecer en la pantalla se consigue eso en abundancia, su aparición se vuelve de inmediato tangible para multitudes y, como tener audiencia es lo dador de consistencia el mero hecho de ser un espectador sin presencia, la televisión colma con creces esta profunda ansia interna.

El hecho de aparecer  en pantalla  un instante, aunque sea a propósito de una encuesta, es tener la suerte de adquirir individualidad, de salvarse de la masa anónima, de ser alguien en quien tienen que fijar la atención, casi por fuerza, parientes, amigos, y el público en general. Por eso, dentro de un mundo masificado hay en muchos la vehemencia por presentarse en televisión, siendo lo importante, lo gratificador, el mero hecho de aparecer y no tanto lo que se diga, salvo si lo último realza la aparición misma.

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FUERZA DE LA IMAGEN

Marshall Mc Luhan, investigador del influjo de la imagen televisiva en relación, con la violencia, sostiene que la fuerza de los modelos televisivos sobre la conducta radica en que el telespectador la toma íntegra desde al principio al fin; en cambio las figuras del cine y la fotografía serían más débiles en su influencia  sobre la conducta, pues su constitución misma hacen que se agarren en su parte final. Sin embargo, sea cual fuere  la fuerza de la imagen televisiva, ella no es suficiente para modificar o cambiar el conocimiento real de un suceso o persona. Así, cuando se conoce a alguien y este aparece desfavorecido por la televisión se acusa a ésta y no a la persona de la mala imagen, lo mismo ocurre a la inversa.

En cuanto a informativa, la televisión no es un medio neutro descriptivo sino persuasivo, y en tal sentido depende de quien la maneje, pudiendo ser deformadora o encubridora de la realidad, sobre todo en materias que sean objetivos naturales de las ideologías o de los intereses económicos: por eso tanto la televisión estatal como comercial son manipuladoras de opiniones, ideas, deseos necesidades, sin dejar abierto el camino a la libertad de opción en base a datos objetivos exactos; de la misma manera distorsionan la radio, las revistas, los periódicos. La diferencia es que hay más medios de comunicación de este orden capaces de contrarrestarse entre sí que canales televisivos.

La televisión tiene la ventaja que llega a todas partes y sobre todo donde los diarios no se leen, y eso obliga a mucha gente a quedar entregada sin remedio a ese solo arbitrio.

Junto a las posibles deformaciones de los datos entregados por los noticiarios enervan en ellos, la extensión  de algunas informaciones, la ausencia de otras importantes, la exaltación de personajes secundarios a quienes se les pide opinión sobre una serie de materias ante las cuales revelan escasa competitividad, moviendo a equívocos y a un nivel de pensamiento de baja calidad. No se trata, por cierto, que para tales entrevistas se busque a individuos complicados, sino a gente inteligente que, en la medida en que lo sean, se expresarán siempre de un modo sencillo y transparente que incite a la reflexión.

Estimular hacia el sexo y el dinero a través de anuncios espléndidamente realizados, donde además se deja ver implícitamente que la felicidad depende de la riqueza material y la belleza y juventud del cuerpo es algo propio de la televisión actual, que de un modo u otro horada de manera imperceptible aquella ética superior que ve el bien del hombre en el amor al prójimo, en el desprendimiento de los intereses egoístas, en el salir adelante cualquiera sea la figura corporal y la edad, en  ver en el otro sexo un sujeto y no un objeto.

Se dice de la televisión que es la universidad de un pueblo. Ahora, si universidad es un camino de estudio, reflexión, sensibilización del gusto, transformación íntima hacia lo mejor, este medio no ha mostrado serlo. Por el contrario, a través de la mayoría de los programas, solo adula y refuerza aquella atmósfera de escaso vuelo en que se mueve el hombre de hoy.

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Una televisión hábilmente manejada podría facilitar la enseñanza en materias teóricas o prácticas, cuyos elementos concretos demostrativos no son accesibles, como ocurre, por ejemplo, con los fenómenos de la reproducción humana y la visión de catástrofes geológicas. Tales programas deben ser producidos, a su vez, por personas dotadas de ingenio creador, capaces de poner a la vista lo mejor, desde el folclore y los cuentos hasta las manifestaciones científicas, poéticas y filosóficas, cumpliendo con el fin de enseñar y recrear.

Omitir esto es uno de los pecados de nuestra televisión que afortunadamente en algunos espacios, ha experimentado un meritorio progreso.

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* Periodista venezolana. El artículo anterior puede leerse en Piel de Leopardo Aquí.

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