Tranvía negro: viaje al centro de la lluvia

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Edmundo Retana.*

Hace poco dimos cuenta de la presentación en San José de Costa Rica de la tercera edición del libro de Adriano Corrales Tranvía Negro; no lo hicimos por la (aparente) extrañeza de un poemario que insiste en encontrar nuevos lectores, que a su vez insisten en buscarlo. La razón fue otra: se trata de un texto que testimonia lo que la presurosa cultura oficial da por no existido: la tormenta y el urgente ímpetu americano que es la contante negada y melancólica de nuestra historia. Lo señalado por Edmundo Retana deja las cosas en claro.

Conocí a Adriano Corrales en una finca de Fraijanes, Alajuela, durante los años ochentas del siglo anterior. Estábamos en una larga reunión de varios días del Comité Central de un partido político de izquierda. Pero ninguno de los dos formaba parte de la jerarquía política de la organización. Adriano era uno de los miembros del equipo de seguridad y yo era uno de los cocineros…

Así es que cansado de ocuparme durante tanto tiempo de lo que un poco presuntuosamente llamábamos la logística me acerqué al compañero que,  arrecostado en uno de los vehículos, miraba el paisaje. No recuerdo exactamente como comenzó la conversación, pero si recuerdo que fue cada vez más claro para ambos que nuestra verdadera pasión era la literatura.

Para mi fue una especie de milagro ese encuentro. Había en ambos una nostalgia anticipada de la poesía que no escribíamos, absorbidos por la militancia. Pero nos volvimos a ver hacia al final de la misma década, cuando ya habíamos dejado atrás las maratónicas reuniones de la izquierda y buscábamos, ahora sí, afanosamente palabras e imágenes para decir aquello que, entre tanta oratoria política, nadie había logrado decir aún.

Este poemario de Adriano, cuya tercera edición se presenta ahora, es precisamente, un reflejo  de esa transición que se estaba dando en nuestras vidas y de alguna manera también en la literatura costarricense.

La Cantina, que da precisamente nombre a la primera parte del libro, es el escenario de paso de este Tranvía negro en el que veníamos apretujados los sobrevivientes de décadas de guerra y utopías alcanzadas a precio de sangre. Cantina es también el puerto de llegada en el que “todos caben…/ en el bamboleo ebrio de un recuerdo./ Es allí, entre “sombras de abrazos…/ algunas navajas/ donde se hace el recuento de lo perdido y se palpa en el aire “el perfume de lo ido”. El desencanto en las conversaciones vacía las botellas y las palabras mismas se rompen “en el cuerpo del aguardiente.”

La atmósfera enrarecida de frustración y ajuste de cuentas con el pasado reciente se advierte aún en Códices, segunda parte del poemario. La guerra ahora “es con uno mismo” pues “caíamos también por dentro” dice el militante que va dando paso al poeta. Solo quedan entonces las palabras para edificar de nuevo el mundo, aunque a veces ellas mismas estallen “como pájaros incrustados en la sangre”. Palabras que alumbran oscuramente la búsqueda en el cuerpo de una mujer, dibujada por el poeta como si fuera un reencuentro consigo mismo, como vemos en algunas  imágenes de El círculo de la noche, tercera parte del poemario: “tus pasos desnudos por la hierba…/ mi rostro abismándose en el tuyo”,  o bien: “te quiero/ Es decir/ me acumulo en tu imagen/ inútilmente.”

La última parte, El otro viaje, es un punto de llegada a la vez que homenaje al padre muerto: “Desde el centro de la lluvia/ el constructor de templos/ y verdades/ viene…/  empuñando picos, palas, manantiales/ viene/  desde el polvillo de luz que rocía las semillas…/”

Pero, El otro viaje no es un mero retorno a la orfandad primera sino más bien un reencuentro con la Tierra-madre del origen: “La tarde cae/ sobre el vientre de labranza/ el jaguar ronda las cañadas…/ Alrededor del fuego…/ Madre reparte chocolate/ despacio para burlar a los aparecidos../ cruza la noche con sus claves de sigilo/ como un venado azul ataviado por la bruma./  Si el padre restituye templos y verdades, la madre, en estas hermosas imágenes,  es un ángel tutelar que “cruza la noche” y protege de todo tipo de acechanzas.

Aunque en otros poemas de este libro, Adriano se diga repetidamente “no hay verdades”, pareciera que este “otro viaje” lo lleva a su propia verdad, a ese “encuentro de lo que estaba oculto” dentro de sí mismo, irremediablemente ligado al mundo de la infancia y la poesía. Así, tras atravesar los años de la guerra, los fogonazos de la retórica partidaria, el espejismo de victorias y derrotas, el Tranvía  Negro se enfila, para decirlo con un verso del mismo libro, “hacia el destino real de las cosas”. Esa estación donde somos lo que queremos ser y donde, a través de la escritura, como bien lo dijo Javier Payeras: “…toda realidad será siempre más rica que el mapa incomprensible de nuestra propia nostalgia”.

Decía al principio de este comentario que este libro refleja, de alguna manera, no solo una transición en la vida de Adriano, y de muchos de nosotros, sino también un cambio de vía en la ruta de la literatura costarricense. Con esa afirmación quiero decir que este poemario y su autor forman parte de un clima, una sensibilidad, una pertenencia estética que nos agrupó a finales de los ochentas/principios de los noventas del siglo anterior caracterizada no solo por el desencanto, sino  también por la alevosía como actitud poética y cierta insolencia vital al proponer una nueva lectura de nuestra realidad social y humana.

Personaje inevitable de aquel ambiente de bohemia y amistad es Jorge Arturo, nuestro hermano poeta recién fallecido, a quién Adriano acertadamente dedica este libro.  Jorge Arturo fue una especie de chamán de este grupo generacional, piedra de toque de nuestra sensibilidad, bajo cuya mirada penetrante, sometimos muchos de nuestros proyectos literarios. Sea este comentario también un pequeño homenaje a la vigencia de su obra y su persona entre nosotros.

Brindo, finalmente, porque este Tranvía Negro siga su ruta confundido con la noche y que a su paso la comarca literaria de nuestro país interrumpa su sueño y despierte así a otros sueños mayores. Van en él las revoluciones, las ausencias, los encuentros.

Van en él también nuestros sueños indomables.

*Poeta.

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