Un totalitarismo diferente, pero no menos peligroso

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

fotoEn alguna ocasión Lacan implementó la palabra-concepto “yocracia”. Podríamos decir etimológicamente que es el gobierno de sí mismo. Uno ilusorio, claro está, dado que el hombre contemporáneo no se gobierna a sí mismo –y además pierde aceleradamente la capacidad de gobernarse en sociedad–. La yocracia, pensamos nosotros, es el producto de la sociedad del bienestar.

El goce es el nuevo alimento posible y en él el hombre se solaza. El bienestar conduce al rompimiento del lazo social. Por lo demás, ese goce se homogeneiza, se hacen universales las maneras. La yocracia, paradójicamente, está inserta en una homogénea subjetividad absoluta prefabricada e impuesta. De manera que podemos traducir yocracia como “individualismo autista”.

La democracia implica el interés por lo colectivo y es, en el fondo, incompatible con el egoísmo. Si el interés colectivo, en esta forma de gobierno, está por encima del interés particular, podemos comenzar a entender porqué la democracia presenta resquebrajaduras. La “realidad real” de lo social ha sido sustituida por la “realidad fantasmagórica” de la imagen. El mundo del hombre que se satisface, el yócrata, está representado por la imagen, mientras cada vez más gruesas masas empobrecidas no tienen expresión política.

Para seguir utilizando, seguramente de manera distinta al original, palabras lacanianas, la gran masa de la población está “forcluida”.

 
El afán de bienestar

 
El hombre dominado por el afán de bienestar carece de significado. Ha ido largando el sentido de lo eterno. Se ha convertido en un “dividuo”. La cultura y el pensamiento son estorbos que impiden el acceso al bienestar. De esta manera la organización política sufre las consecuencias. Se hace indispensable la sepultura de la política. Sin política el cuerpo social no puede funcionar. Queda abierto el camino hacia la aparición de las nuevas formas de totalitarismo.

Algunos sucesos han regado el árbol peligroso del autoritarismo. El ataque contra las torres gemelas en Nueva York abrió una espiral de control interno en los Estados Unidos, que aparentemente se disfraza de paranoia. Los presos afganos en Guantánamo encarnan la violación de las normas jurídicas y el ataque a Iraq establece el uso del unilateralismo violento como la norma.

A eso hay que sumar el islamismo radical donde el suicidio terrorista convierte a miles de seres en objetivo potencial de la violencia ciega.

 
El amor del tirano

 
Quizás Nelson Mandela haya sido el último de los héroes. Pertenece a un lejano siglo XX que no reproducirá en el XXI las manifestaciones de heroísmo, sino las consecuencias totalitarias. El yócrata es el antihéroe. El político no tiene ya ninguna similitud con el héroe, es, más bien, una especie en vías de extinción.

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Surge, entonces, la antipolítica a llenar el vacío. El dedo acusador contra la degeneración de los partidos y de la democracia se alza como el nuevo héroe. Es el hombre fuerte, el aspirante a la nueva forma dictatorial del siglo XXI que ya no llena estadios con prisioneros sino que utiliza el arma fundamental del viejo sistema: el poder “massmediático”.

El eros que ha sido derrotado, abandonado y lanzado a la cesta del olvido por la yocracia es sustituido por el “amor” que el dictador emergente ofrece: amor al pueblo, amor a las pobres, amor a los desposeídos, amor a los débiles y lo que quizás sea peor, amor a la patria, pues ello implica el resurgimiento de una enfermedad del siglo XX: el nacionalismo.

 
La política desdibujada

 
 No hay duda del resquebrajamiento del lazo social impulsado por la yocracia, como no hay duda de la mediocridad de nuestro tiempo.  El mundo se ha hecho estéril y con él la forma ideal de organización política, la democracia; sólo que tal declive parece no angustiar al común, sólo a una minoría alerta. Es que en este mundo mediatizado sólo se está disponible para la trama comunicacional y la democracia ha pasado a ser parte de ella.

La cohesión viene ahora desde allí, no de las instituciones políticas que pasaron a ser enredadoras de la libre velocidad con que el mercado y la comunicación deben desarrollarse. La política está obligada a desdibujarse, no puede haber instituciones de ella derivadas que se mantengan pues automáticamente se convertirían en escollos. Esta es la era de la velocidad impuesta por lo técnico-mediático y las viejas ideas que inspiraron a la democracia no son compatibles con la velocidad.

Démonos cuenta de que estamos perdiendo la memoria. El totalitarismo de nuevo cuño lo primero que intenta es desterrarla, signándola como dañina. Sin memoria la política carece de sentido. Los políticos se han hecho la rutina, los administradores del aburrimiento, se han hecho innecesarios. Las nuevas formas de organización social no los necesitan.

 
La idea de la cyberdemocracia

 
Esta situación está clara en el declive de las instituciones tradicionales. Ha dejado de ser verdad –aunque algunos repitan la frase– aquello de que “no hay democracia sin partidos. La gente se organizará de otra manera, posiblemente atados por intereses comunes. De allí la abundancia de ONGs de las más diversa índole.

La representación, por lo demás, ha sido adulterada recurriendo a la matemática, como sucede en el caso venezolano. La política se ha “massmediatizado”. La adecuación a la lógica de los “massmedias” ha desatado una discusión que, a mi entender, es sólo académica. Comienza a hablarse de cyberdemocracia, teledemocracia o democracia electrónica.

La verdadera razón de esta búsqueda es la desaparición de la mediación política y, en consecuencia, se piensa en cómo habilitar una especie de democracia directa donde todos los graves asuntos públicos sean sometidos a todos mediante el uso de la técnica. Si los intermediarios desaparecen, como de hecho ha sucedido (léase partidos y políticos) se recurre a un medio ascético donde, desde el hogar, cada quien daría su opinión.

Si bien es cierto que, en este campo, la discusión gira entre el establecimiento de una democracia directa electrónica, por una parte, y el uso complementario de la tecnología, por el otro, los bemoles a anotar son demasiados: virus, fraude, falta de cultura, falta de acceso masivo al medio tecnológico.

 
La era del vacío

 
Lo que nos interesa resaltar sobre esta discusión –que, repito, es académica– es su origen: viene del individualismo creciente y de la crisis de los medios de expresión hasta ahora empleados. A  quienes dudan de la validez del término posmoderno, habría que señalarles este hecho como el más rotundo en cuanto al fin de la modernidad.

Lo que vemos en el mundo actual nos indica la crisis del Estado-nación, pero también el de nación.

La complejidad social (recuérdese el grado extremo de pobreza de alrededor del 80 por ciento de nuestras poblaciones) ha acabado con  el lema de identidad nacional como elemento de cohesión y pertenencia; en este sentido se pone en duda que tal complejidad pueda reducirse a una sola voluntad colectiva.

La segunda es que el viejo asunto de la mayoría decidiendo en democracia con el acatamiento de la minoría ha pasado a ser una entelequia y, en consecuencia, la idea misma de representatividad válida se diluye. En otras palabras: no hay nadie que represente lo que podríamos denominar “intereses generales”.

Eso hace saltar por los aires infinidad de conceptos sobre los cuales se ha basado la democracia. Más claro aún: se está tornando imposible definir una identidad social. Antes pertenecer a un partido, por ejemplo, nos dotaba de una identidad. Ahora no, y cada uno construye su propia yocracia. Vivimos en lo que Lipovetsky llamó “la era del vacío”.

Alain Badiou alarga la lista: el gobernante no representa la voluntad del pueblo, el voto es un simulacro, el clientelismo político es asfixiante, los intereses se han fragmentado en demasía, el desencanto es general. Pobre democracia, podríamos exclamar. Lo cierto es que podemos coincidir con él en que la individualización extrema lleva a los “dividuos a desconocerse entre sí como sujetos de derecho y a moverse como átomos deshumanizados. Es cierto, no obstante, que se están buscando nuevas formas de hacer política, fuera de los partidos y sin el Estado.

 
Una democracia contra sí misma

 
V. Marcel Gauchet señala un hecho muy interesante, y es el de la ascensión de los derechos humanos a elemento dominante, pero como uno despolitizado. La despolitización es un hecho,  mientras algunos reclamamos más política como salida. Este filósofo francés piensa que existe una situación de desequilibrio entre el elemento del derecho en relación con la política puesto que la articulación fue a parar a los massmedias.

Para Gauchet estaríamos entrando en lo colectivo sin colectivo, esto es vamos hacia una democracia contra sí misma y lo explica arguyendo que antes se conjugaban en la ciudadanía lo general y lo particular, o lo que es lo mismo: cada uno asumía el punto de vista del común desde su propio punto de vista. En lo que ahora tenemos prevalece la disyunción: cada uno hace valer su particularidad.

La despolitización se alimenta con la actitud, por parte de la sociedad, de no querer hablar de política y con lo que él llama ejercicio profesional de la política basado en la “demagogia de la diversidad”.

 
Estigmatizar el desacuerdo

 
 
Jacques Rancière se centra en la relación entre política y filosofía, una que se torna vital analizar en esta hora de rebrote totalitario. La política ha entrado en el terreno de la ausencia y Rancière nos propone rescatarla como “fenómeno pensable”, en su “operatividad como acontecimiento”. Es decir, liberarla del sentido centrado en una filosofía de la historia y de su carácter superestructural. Acontecimiento es lo que detiene la mera sucesión de los hechos y exige una interpretación, es lo que intuye el conflicto y da lugar al desacuerdo necesario; es evidente que sin desacuerdo no hay política pues integra la racionalidad misma de la interacción.

Estigmatizar al desacuerdo es el acoso que vivimos las víctimas del nuevo totalitarismo. Rancière no vacila: cuando la política desaparece viene la policía.

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* Escritor y ensayista. Co-editor del portal Ala de Cuervo.
Artículo anterior: La democracia sin ideas.

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