Ya no sé hablar

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Un día despertamos y sentimos que todos los discursos y palabras que hoy se emiten ya no tienen peso. Una náusea se apodera de nosotros: antes, los bufones nos hacían reír, pero ahora su carnaval nos indigna. Lo que pasa es que hace tiempo ya que los bufones se tomaron el poder: ellos son ahora los reyes. Ellos tienen hoy la palabra, y la han hecho rehén de su farándula.

Hay que escuchar a los que hoy callan. Los que no están en los medios, los que actúan sin discurso, los que han hecho voto de silencio. ¿Dónde están, quiénes son? Hoy, todos hablan y cacarean para pedir, para exigir, para invocar derechos. Pero nadie siente que deba sacrificar algo por alguien o por algo. Millones vagan por las calles o frente a las cámaras o en internet, gritando: «¡Yo! ¡Yo! ¡Yo soy importante! ¡Yo valgo! ¡Escúchenme, tengo algo que decir…!». Pero nadie está dispuesto a dar su vida por algo que no sean sus «demandas» o sus «pequeños negocios».

Ya no hay héroes, ya no hay gestos desinteresados, ya no hay entrega. Ya nadie cultiva el valor del silencio. En todas las esquinas, algún vociferante instala su altoparlante, para que nos veamos obligados a escuchar su voz.

¿Dónde quedó la grandeza? Ahí están los enanos, que se multiplican y clonan, en su fiesta y en su salsa, apoderándose de todos los micrófonos, copando todas las tribunas, gritando «voten por mí», «quiéranme», «miren mi última liposucción, «lean mi blog».

Ahí están los políticos, olvidándose de servir y sirviéndose de las «flatus vocis»(voces vacías) para validar sus mezquinos cálculos. Ahí están los religiosos que perdieron la fe y que convirtieron a «Dios» (quizás, la palabra más inquietante de todas) en clisé, en gárgara. O los periodistas que contaminan el mundo con sus balbuceos e imprecisiones, teloneros de la gran mentira.

La opinología y la parlanchinería terminaron por ocupar el lugar del pensamiento. Todos quieren sacar su «tajadita». Todos quieren imponer su «agenda». Ninguna agenda es inocente, ninguna declaración gratuita. Por eso, todo está hoy bajo sospecha, el príncipe ya no le cree a nadie en la corte.

«Words, words, words…».

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Todo esto pensé después de conocer a un alumno que padece sordera, un estudiante de literatura, un héroe del silencio, que ha salido adelante en la vida sin recurrir a la compasión ni a la queja, y que me ha enseñado en estos días que comunicarse no es hablar, que los que podemos hablar y escuchar nos hemos farreado el prodigioso don de la palabra, para terminar infestándolo todo de palabras vacías. Es un lujo para los estudiantes de literatura –rodeados de cháchara de altura– contar con él.

De él aprendemos que hoy es urgente hablar lo mínimo, lo esencial, lo necesario; que sólo así lograremos comunicarnos otra vez «de alma a alma», como lo soñó Rimbaud, hastiado príncipe del reino de las letras. El mismo que dijera, decepcionado de la ineficacia de su propia poesía y de la de su tiempo: «Ya no sé hablar».

«Words, words,words…».

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* Académico, profesor de Literatura. Conduce un programa cultural en la televisión chilena.
Este artículo se publicó originalmente en el diario El Mercurio de Santiago de Chile.

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