9/11: el bordado de la tela

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Ha cambiado el curso de la historia. Fue como una intuición imprevisible: estábamos observando algo grandioso, que merecía quedar inmortalizado en un libro. Pero muchos se preguntaban si hubiésemos tenido tiempo para leerlos, aquellos libros, y -aún más- para escribirlos. Porque todo nos sucedió como si hubiéramos sido lanzados a la estratósfera con una aceleración con la que no contábamos, violentísima, imprevista.

¿Imprevista? En honor a la verdad, los años que precedieron al 11/9 están llenos de signos premonitores. En este último decenio, sobretodo, mostraron un horizonte color violeta, de nubes que se acumulaban amenazantes; pero nadie quiso prestar atención. Casi nadie. Aconteció – acontece también ahora, mientras escribo estas pocas líneas- que la humanidad se comportó como el dueño de aquel perro que gemía y tiraba de la correa para avisarle de un temporal próximo a dejarse caer, y no se dio por enterado cuando sí debería haberle prestado atención.

Me viene a la memoria -mientras vuelvo a reflexionar sobre el 11/9- lo vivido por Karl Kraus. Vagaba por Viena él también gimiendo como perro inquieto. Daba conferencias frecuentadas por muchísima gente en las que «narraba» cosas terribles. Sí, las narraba como ya acontecidas cuando aun estaban por acontecer. «Ladraba» el peligro que había olfateado. Muchos lo comprendían, y por eso se juntaban para escucharlo. Grandes cantidades de gente inquieta.

Él era como una antena receptora. Recibía y transmitía siempre las señales más tormentosas que le llegaban. Contaba que la guerra era inminente, una guerra inmensa, grande como nunca la historia había registrado otra. Morirían millones de hombres, mujeres y niños. Sucederían atrocidades nunca vistas y la más escondida ferocidad de las personas se desencadenaría.

Los periodistas lo escuchaban. Quedaban impresionados ellos también por la extraordinaria lucidez, por su elocuencia fluida, pero después, al volver a la redacción, minimizaban sus «profecías». Un loco, un exaltado -pensaban-. Todo estaba tranquilo. El Emperador era un sabio. Nada podría ocurrir.

En los años que precedieron a la primera guerra mundial Karl Kraus escribió Los últimos días de la Humanidad. Se equivocó: ahora sabemos que no fueron los últimos. Mas no se equivocó en el sentido de que después todo cambió. Llegó la guerra, hubo millones de muertos, se deshicieron imperios… Todo lo que él había previsto.

Sólo que Kraus no fue un adivino y menos un profeta. Era alguien que sabía leer las señales y luego sabía juntarlas, tejerlas en un diseño. Y solo entonces, desde la tela que emergía, se podía ver el diseño terrible de lo que acechaba. Kraus tampoco fue un científico. Era un literato, un poeta. Era -si intentásemos hacer una analogía- como Pier Paolo Pasolini: intuía y anticipaba los tiempos. Y podía hacerlo porque sabía leer las señales que se le presentaban a cada día.

No queremos leer las señales. E incluso si éstas son claras para cualquiera -cuando no es necesario ser científicos, ni literatos, ni poetas para verlas-, elegimos cerrar los ojos, dar vuelta a la cabeza, mirar hacia otra parte. Porque nos da miedo preferimos no saber.

Ahora es mucho más difícil que entonces girar la cabeza y mirar pora otro lado. En estos días no existe sólo un Karl Kraus, aislado, para hacer repicar las alarmas. Digo ahora, no antes del 11/9. Subrayo ahora porque muchos piensan que la tempestad ya pasó; no quieren comprender que el 11/9 -no importa cuan grande y terrible haya sido- fue apenas un síntoma, sólo una señal más.

Ahora hay, alineados, grupos de científicos que nos entregan datos. La tela ha sido tejida y todo el diseño está a la vista: sólo hay que abrir los ojos.

Vivimos sobre un volcán a punto de estallar. Hay quien intenta decirnos que todo es fruto de la maldad de otros. Quien indica al Islam como enemigo. Pero, si conseguimos abrir los ojos, descubrimos que siempre existe una causa, hasta en la eventual maldad de los otros. Peor: descubrimos que nosotros somos los malvados, mejor dicho: los estúpidos. Porque insistimos en vivir tranquilos -como en la Viena de 1913- mientras todo a nuestro alrededor, cientos y cientos de millones de personas, viven con un dólar virtual por día. Mejor dicho, mueren.

Y además nos miran, nos observan, nos envidian, y luego nos odian. Después, si abrimos los ojos, descubrimos que estamos destruyendo la naturaleza en la que vivimos. Y esto es mucho peor que sentirnos cercados por el odio. Significa organizar -quedándonos con los ojos cerrados- nuestro suicidio colectivo. No es necesario ser profetas, ahora, para comprenderlo. Es suficiente mirar el entorno y leer en la tela que ya ha sido bordada.

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* Traducción de Luigi Lovecchio.

Artículo anterior: http://noticias.arcoiris.tv/modules.php?name=News&file=article&sid=255

1Giulietto Chiesa, periodista y escritor italiano; su ensayo La guerra infinita, el mundo después de la invasión a Afganistán, está disponible en castellano publicado por Ediciones del Leopardo (www.pieldeleopardo.com) y la revista El Periodista (www.elperiodista.cl).

La obra se puede consultar si costo alguno en: www.wordtheque.com.

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