Alienación y tortura en Chile: el debate que falta

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Mucho se ha dicho desde hace más de 30 años sobre la tortura en Chile: entonces con medias palabras, a media voz, en susurros dolidos; hoy por cadena nacional y por escrito. Se da a conocer así, ante el país, una verdad callada por decenios.

fotoNadie puede decir ahora que no supo, nadie puede decir que es falso.

Y sin embargo torturadores -reconocidos por sus víctimas- juran ante Dios y su madre que jamás torturaron a nadie… ¿Qué es lo que falta en esta denuncia, qué está pasando? ¿Qué transformó al hermano, al hijo, al padre en verdugo de su hermana, padre, hija? ¿Cómo se logra hacer que un ser humano torture a otro ser humano?

La palabra alienación deriva de «ajeno», en el sentido de «distinto», y es en esa palabreja que está la clave. La clave, por una parte, para comprender tanto porqué nos hicieron lo que nos hicieron, como por qué hicimos lo que hicimos.

Y este debate es urgente, la sola denuncia no nos basta. Porque hay un nosotros de hoy y un nosotros del futuro: esto que nos pasó, no nos puede volver a pasar.
En Chile, nunca más se puede tolerar la medieval práctica de la tortura.

Adentrémonos someramente bajo la superficie.

Desde el perfil de los torturadores podremos llegar a concluir que, en promedio y a riesgo de ser simplista, fueron en general varones, de entre 25 y 35 años, en promedio, que escogió la carrera de las armas como medio de reafirmación ante sus pares; cobarde pero ambicioso, que porta armas, humillando a prisioneros(as) indefensos, maniatados, encapuchados y aislados de sí mismo y de sus pares…, a un ajeno, a un alienado…! Anónimo, un ninguno, un don nadie.

Se torturó a un «distinto», menos humano, diferente, al que jamás se mirará a los ojos, por miedo a que sea una mirada humana la que responda. Se puede torturar, entonces, al «humanoide amordazado»: al amordazado, al que no se puede dejar hablar, porque el leguaje sí que es un rasgo objetivo de humanidad, que le impediría al torturador aplicar electricidad o submarino en las cloacas; se tortura al que está amarrado con alambres a la silla; al que grita sin ser escuchado.

Se tortura, entonces, como consecuencia de algo previo y peor: la deshumanización del enemigo. Primero se procede a su demonización: se le cataloga como diferente, se le marca como distinto, ergo inferior. Es un «perro» y como perro puede ser anónimo en la muerte o el tormento.

Es aquí, justo en este punto, en donde debemos actuar: en la reivindicación de los torturados y de las torturadas. No con un listado que los vuelva a rotular como distintos: «mira, hijo, ese que va allí sale en la lista, es un torturado». Error.

Es esa misma estigmatización la que causó el problema, y si no se la arranca de nuestra alma nacional volveremos a repetir esta tragedia, una y otra vez. Porque esta tragedia nos alcanzó a todos. Tampoco todos los torturadores durmieron en paz la noche del 10 de septiembre de 1973 y tantas otras noches: hubo centenares de jóvenes, subtenientes y soldados que rezaron para no encontrarse cara a cara con sus propios tíos, hermanos, primas, madres. Y ¿cuántos fueron los que, forzados a elegir entre sus hermanos y ellos mismos, cual oscura y horrible «decisión de Sophie», eligieron su propia supervivencia?

La mayoría, ciertamente.

fotoPorque estaban entrenados. Entrenados por una doctrina de seguridad nacional que, desde el mismo día en que entraron a las ramas de las FFAA, les repitió, una y otra vez, con insistencia psicológicamente estudiada, que solo «ellos», los de este lado, eran dignos de vivir. Los «otros», no. Y que, cuando debieron matar con sus manos a los cachorros criados por ellos mismos, durante el entrenamiento militar, estaban aprendiendo a matar su propia alma un poco antes de matar la de sus hermanos.

Y así, cada vez que un grupo de estudiantes maltrata o persigue a otro, en una escuela, sólo porque es más chico o más débil, porque es flaco, gordo, judío o musulmán, porque habla distinto, porque usa anteojos, o tiene otro color, o es de otra clase social o de otra nacionalidad, o porque su padre o madre son o piensan distinto, o etc., hecho tan frecuente en el Chilito de hoy, hay en cada uno de ellos un potencial torturado y torturador.

Porque mientras ese torturado no se incorpore, no los encare y no los denuncie indignado, y, mientras las autoridades de los colegios toleren estos casos, y no castiguen, severamente, el solo hecho de la deshumanización, esa omisión nos estará poniendo en riesgo de repetir mañana esta triste historia.

Ha llegado la hora. La hora de reconocernos en la validación de todos los chilenos y de declarar que no hay nada, repito NADA, que justifique la tortura. Nada hay que pueda hacer o pensar un ser humano, que lo despoje de su condición de persona ni justifique que se le aplique mortificación o estigmatización, que significa, precisamente, tener las marcas o estigmas.

Debemos ser prudentes: los listados de torturados repiten y reviven esta estigmatización, porque los vuelven a rotular como personas diferentes.
Y no es así, son nuestros iguales, y, ante todo, son mamíferos humanos, de sangre roja y caliente, que hablan y se ríen, que aman y se multiplican.

Esta validación y dignificación del otro, con todas sus diferencias, hoy y para siempre, nos permitirán poder decir, algún día, ante las generaciones venideras, que fuimos capaces de superar esta desgracia.

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* Médico cirujano y Administradora Cultural,

miembro del Ombudsman, Capítulo chileno.

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