Bolivia. – ENTRE LA CONSPIRACIÓN Y LA »MUÑECA» POLÍTICA

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

La «madrecita» encunclillada en un mercado callejero de La Paz se encoge de hombros. No es «fatalismo indígena»: sencillamente no le interesa lo que haga la oposición. O, si le interesa, no está dispuesta a hablar sobre ello. Adquirió carta de ciudadanía real cuando Evo Morales fue doblemente investido como gobernante: por los votos y por su voluntad y la de su gente, más allá de los votos.

Bolivia es un país que contiene varias naciones. Integradas por gentes modestas, generosas, hospitalarias. Muchos no terminan de dominar el castellano mientras van perdiendo su lengua materna y ancestral. La enorme mayoría han vivido –y sus padres y abuelos y padres de sus abuelos– aplastados por un cultura de quienes, minoritarios en número, disponen de la fuerza desde el martirio del inca.

Sólo que han sobrevivido. Callados, quietos, humildes, pobres –sobre todo pobres– resisten a su modo desde más de 500 años todos los esfuerzo por asimilarlos a la visión europeocéntrica del mundo, donde tienen asegurado un lugar invisible, resguardando en el habla cantarina su propia invisibilidad, que es supervivencia.

Lejos de pensar que los seres humanos son para enseñorearse sobre la naturaleza, piensan que somos parte del universo y que en realidad los señores están de más. No comprenden la necesidad de competir como personas del mismo modo en que a un adepto al capitalismo le es imposible concebir que las personas no puedan dejar de competir.

Equilibrio tal vez sea la palabra que mejor define su cultura. Son equilibrados en un mundo que olvidó hace mucho la misma concepción de balanza. Son capaces de no tener odio cuando toda razón debería alimentarles el odio. Conservan dulzura en un entorno que genera acidez. Pueden cantar cuando todo a su alrededor es grito.

Y Bolivia se viene convirtiendo en una incubadora de gritos. Más allá del juicio que merezca la gestión del gobierno que encabeza Evo Morales, lo cierto es que la crisis que hoy parece precipitarse parece también producto de la intención de precipitarla. Unos 40 legisladores de la oposición y cuatro gobernadores provinciales resolvieron integrarse a la huelga de hambre en protesta por la actuación de la mayoría del 51% que tiene el gobierno en la Asamblea Constituyente.

Exigen al primer mandatario que los términos de la nueva Constitución que se discute se aprueben con el voto de dos tercios de la asamblea –170 de 255 miembros–; el Ejecutivo considera que debe aplicarse el principio de la mitad mas uno en la aprobación de cada artículo. Pero en el fondo no es eso.

Es un problema de cultura políttica y de respeto al otro. Así como parte de la oposición a Chávez en Venezuela tiene razones ajenas a la política –Chavez es producto del mestizaje que es la cara de América, lo que los dueños de las porciones de América no están dispuestos a permitir–, las razones de los huelguistas bolivianos son no permitir que aquellos a los que están acostumbrados a pensar como inferiores accedan a la igualdad social.

Hay más. Morales y sus partidarios no parecen estar muy dispuestos a detener su marcha hacia la conformación de un país que asuma jurídica, moral y concretamente su pluridiversidad. «Durante estos 10 meses de gobierno he vivido de conspiración en conspiración, que viene de la derecha fascista», declaró el presidente Morales al caracterizar la situación. Conspiraciones políticas, desde luego, con un fondo egoísta azuzado por los intereses económico, es obvio.

En Bolivia el fenómeno de la integración de los distintos grupos sociales, que es propio de América Latina, sin excepción, saltó a primer plano tras el triunfo electoral de Morales. Dos culturas desde entonces están en condiciones de estrecharse las manos y trabajar unidas. Pero no.

No será la «muñeca política» del presidente la que resuelva el problema. El problema se resolverá cuando la minoría entienda que dejar de hacer y deshacer a su antojo no es una capitis diminutio, es justicia. Y entienda también que la naturaleza no es un territorio para depredarlo. Y, sobre todo, cuando entienda que la voluntad de la mayoría dijo basta a la explotación.

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