Chile, DICAP. – VOLVER A ESCUCHAR EL CANTO

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Una discoteca es a la música grabada lo que una biblioteca a la palabra impresa; un sello es la editorial que permite a las voces llegar a sus destinatarios. Comercio, sí; pero a veces algo más que comercio. La Discoteca del Cantar Popular será otra vez, anuncian, un sello discográfico que fue mucho más que una empresa. En realidad se fundó para recoger y repartir los frutos de una empresa con tanto nombres propios como actores anónimos en ella involucrados.

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Ha pasado medio siglo desde entonces, porque DICAP –mas allá de sus inevitables connotaciones políticas contingentes– es una de las cosechas de la hoy más o menos mítica década de los sesentas. Cuidado, en todo caso, al hablar de tal período.

La socioculturología en boga, en especial aquella destinada a los más jóvenes, acostumbra a identificar esos años con el desharrapado y luego vencido movimiento juvenil de los jipis, esos «niños de las flores» que provocaron el boom del consumo de marihuana y abrieron paso al LSD. La segunda línea de la descripción se refiere a la oposición a la guerra en Viet Nam. Cuando hay una tercera ésta suele mencionar a algunas «personas importantes» de fines del siglo XX que, entonces próximos a los sesenta años, de algún modo en su adolescencia buscaron manera de evadir la trituradora de carne del sistema capitalista.

Los años sesentas fueron eso, dede luego, pero fueron también otras cosas. Fue, por ejemplo, la matanza de Tlatelolco en México, la rebelión de los estudiantes franceses y su pedir lo imposible para ser realistas, la fracasada invasión a Cuba por Playa Girón, la estructuración del sandinismo y su fallida operación militar en Costa Rica –el asalto a la cárcel de Aljuela para rescatar a uno de sus líderes–.

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El renacimiento de la canción popular

Y fueron los años en que América Latina –pero más precisamente América del Sur– volvió caras a sus raíces montada en el sueño y los intentos de uno, dos, tres, Viet Nam a lo largo de Los Andes. Un volver caras que musicalmente, en rigor, nació a fines de los años cincuentas en Brasil, con el samba convertido en bossa nova y el ulterior desarollo de la MPB (música popular brasileña), que venía ganando terreno desde principios del siglo XX.

En Chile, como en otros países, el –para no pocos– descubrimiento de la música popular con raíces en el folclor se produce merced al trabajo de cantautores y grupos en las llamadas peñas folclóricas; la siembra de Violeta Parra (arriba izq.), Margot Loyola y otros investigadores del folclor y el canto refugiado lejos de las ciudades daba frutos.

A fines de la década las peñas constituían de suyo un factor importante en el desenvolvimiento cultural y social de Chile; la extenuante campaña electoral que llevaría a Salvador Allende a la Presidencia de la República, que marcaría la virtual división del país entre sectores conservadores y quienes lo apoyaron tuvo un reflejo patente en el desarrollo de la nueva canción popular, que a la temática tradicional del seudofolclor, hasta entonces dominante en este campo, sumó asuntos sociales y reivindicaciones populares.

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Nace la y muere y nace la discoteca

El Festival de la Juventud –organizado por grupos de la izquierda mundial en Finlandia en 1967– tuvo un eco importante en Chile: la publicación de un «larga duración» Por Viet Nam, del conjunto Quilapayún. El disco marca el inicio del sello DICAP, auspiciado entonces por la juventud del Partido Comunista. Pero la historia así iniciada no se puede contener en esos marcos.

DICAP tiene una existencia efímera. Luego del golpe de Estado de 1973 sus oficinas son allanadas –como de costumbre en esos días, sin la menor noción de lo que se destrozaba: carne, huesos, libros, fotografías o cintas– y la empresa muere. Había publicado más de medio centenar de discos de larga duración, organizado o prestado apoyo para la realizacion de festivales musicales y giras, por el país y el exterior, de numerosos grupos.

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Treinta y tres años después un trío integrado por un productor, Alejandro Orellana, un director ejecutivo, Pablo Tellier –el único no absolutamente dedicado a la música, es actor– y un director artístico, Giorgio Varas, resuelve ponerle el hombro para que ésta vez sí vuele la paloma que hacia 1970 diseñaron los hermanos Larrea, emparentada con la que Picasso eligió como símbolo de la paz y también con aquella que había sido bandera del Festival de Woodstock, en EEUU, en la época en que la juventud de ese país se rebeló contra la conscripción para ir a morir a Viet Nam.

El primer trabajo de esta nueva etapa de DICAP será un disco –compacto, pasó la hora de los 331/3 rpm– en homenaje a Gladys Marín. Marín fue en los años sesentas secretaria general de la juventud del PC chileno, participó en las luchas de su partido contra la dictadura y llegó a ser su dirigenta máxima; al fallecer dejó un legado de consecuencia ética –aunque, se afirma, no de astucia política– y se hizo acreedora del afecto de millones de personas que en su país no necesariamente comulgan con su ideario.

Participan con canciones, entre otros, Soledad Bravo, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y Pedro Aznar, entre autores y cantantes extranjeros, y de los chilenos se cita a Isabel Parra, Lucy Bell, Illapu, Congreso, los Inti Ilimani, Sol y Lluvia y cultores del son tropical.

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El nuevo galope

Tras el homenaje a Gladys Marín –en cierta forma además un reconocimiento a los orígenes de DICAP– los impulsores del proyecto han planificado la reedición de algunos de los mayores éxitos de la primera etapa y también difundir creaciones y trabajos nuevos. Para ello consultan tanto la contratación como la representación de grupos y solistas.

«Queremos hacer llegar los nuevos y antiguos talentos a todos, por ello hemos diseñado –dice Varas– publicaciones dignas, pero de bajo costo junto a otras que intentaran ser verdaderas ediciones coleccionables». El punto de partida se ha trazado, la meta carece de límites.

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* De la redacción de Pîel de Leopardo.

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