Colgado del cuello. – EL LEGADO DE SADAM HUSEIN

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Lo único tal vez penoso en la muerte de Sadam Husein es, precisamente, que haya muerto. Porque fue asesinado. Un suerte de lenta, arrastrada, miserable reedición de la Ley de Lynch. Una gana estúpida de impedir –con el nudo en su cuello– que se conozca la asfixia de la mitad del mundo.

El ex presidente iraquí guardaba probablemente –en el armario simbólico– más esqueletos de los que se colgaron en la parodia del proceso que lo condenó. Pero no fue un francotirador solitario por la causa del crimen. Tuvo cómplices, instigadores, protectores, amigos, aliados. Ninguno de ellos –como lo recuerda Alejandro Teitelbaum aquí compareció ante ese precario tribunal.

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El país que gobernó y en el que habría cometido los horrores por los cuales se nos quiere convencer fue colgado «por el cuello hasta morir» es hoy tierra arrasada; quienes en verdad lo condenaron han conseguido el sueño paradojal de cualquier escritor de ciencia-ficción que escribe sobre los intrilinguis de la historia: hacer volver a Iraq al tiempo en que no era Iraq, a los albores de la civilización, a la hora de la violencia y la desesperación, al principio del camino de la humanidad.

Lo terrible de la muerte de Sadam Husein es que nos enfrenta, a despecho de la unipolaridad del poder en el mundo, a la multipolaridad de las elecciones morales. No fue un gobernante más corrupto, equivocado, autoritario, investido como por alguna voluntad divina que otros que gozan en la actualidad de relativa buena salud. O que acaban de morir y fueron despedidos con toda pompa religiosa –como se ha visto en América de Sur recientemente.

Lo terrible del discreto entierro del ajusticiado es que inevitablemente la despedida comparará su función de gobierno con los propósitos de quienes lo derrocaron y su capacidad una vez reemplazado. Seamos honestos: Sadam Husein no fue un bárbaro, como lo son los invasores de Iraq. Si recordamos la larga lista de crímenes de los gobernantes europeos de los últimos 300 años, Sadam resulta un niño de pecho.

Visto ahora que su ausencia es definitiva, comparado con los últimos presidentes de EEUU –y sus asesores–, merece el asesinado iraquí la estatua reservada a los estadistas.

La escritura se originó en las tablillas cuneiformes de Mesopotamia; los ordenadores electrónicos y los procesadores de texto de los invasores –una cruzada, aunque no los alimente la odiosidad inherente a las religiones– serán basura en dos generaciones. La muerte de Sadam Husein –¿o Huseín?– nos obliga a los pueblos del mundo a recordarlo. A todos.

Nos han hecho retroceder. Los días que vengan nos dirán cuánto. Algunos de seguro recuerdan en estas horas el mandato de los ayatolás –enemigos de Sadam Husein– de hace 20 años: matarlos dónde estén, no merecen piedad. El mensaje es que no merecemos retroceder. Y ninguna tienda que vende regalitos para el tránsito a 2007 tiene pasaportes para evitarlo.

Una pregunta ni académica: ¿moriria con la tranquilidad que parecen mostrar las últimas y muy difundidas fotografías de Sadam Husein el asesino americano?

Acaso sea un asunto de fe.

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