Contribución para el hoy de México. – LOS AÑOS COLONIALES: CRIOLLOS Y MESTIZOS

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

La vida en la Colonia, decíamos, estaba dominada por la religión ya que desde el descubrimiento América fue considerada como dominio del Reino de Castilla, bastión del catolicismo en una Europa enfrentada en conflictos religiosos. Por tal en la Nueva España era menester impostergable la propagación de la fe entre los naturales, lo cual se encontró con ciertas dificultades tanto del lado indígena como del español.

Como dueños originales de esas tierras, los indígenas no podían ser considerados como invasores “infieles”, tal como se hacía con los moros. Si habían nacido libres, tampoco podían ser considerados siervos. Estaba justificado que un imperio católico acabara con los enemigos de la cristiandad y con los “herejes”, lo que –en sentido estricto– no era el caso: los mexicas no trataban de imponer su religión a los hispanos. Y aun: algunos misioneros afirmaban que si los nativos eran sujetos de recibir los sacramentos, también podrían otorgarlos (el alto clero se opuso a que los indígenas pudieran alcanzar un status que consideraban exclusivo de españoles y criollos).

Así que, desde el punto de vista ético, existía la controversia acerca de la validez de, al amparo de la fe, ejercer violencia y abusos sobre los conquistados. Y nunca se definió más que en la práctica.

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A lo largo de la Colonia el bajo clero –inicialmente los misioneros– estuvo al lado del indígena para llevar a cabo su catequización, educación y hasta protección física. Cabe señalar que éstos se dieron a la tarea de estudiar costumbres, tradiciones; interpretar códices, escribir el náhuatl y otras lenguas con caracteres alfabéticos; en fin, hacer una gran tarea que de no haber sido ellos quienes la hicieran, poco se conocería de las culturas mesoamericanas.

Pero, en última instancia, el peso material de la conquista militar y económica pudo más que la buena voluntad y la misericordia: el dominio fue ejercido mediante la fuerza y brutalidad de los encomenderos, el tributo, la paz de los sepulcros en las minas y el diezmo; en fin, la conquista espiritual –con toda su carga de pecados, culpas, sumisión al hombre blanco y barbado, y miedo al castigo divino– imbuida con sermones y pastorelas e impuesta a filo de espada y latigazos.

La idílica imagen de la unión de dos mundos –el peninsular y el indígena– que ha sido estampada en pinturas y esculturas no se acerca a la verdad ni un ápice. El mestizaje, La Raza de Bronce, no es sino una consecuencia forzada por la necesidad; se sitúa como parte de la instauración de un régimen de dominación salvaje, de clase, a la manera feudal. América representaba para España la perpetuación de formas de vida que en Europa recién empezaban a fracturarse y decaer.

Era mantener el poderío único de la Iglesia Católica, de la nobleza feudal y sus mesnadas, del vasallaje, del derecho de pernada, etc., sobre una inmensa masa de infelices castas de la que los mestizos formaban parte. Otra España que no enfrentaría los problemas que se vivían en la metrópoli. Una Nueva España que, irónicamente, pretendía ignorar los cambios que estaban sucediéndose en Europa. Una Nueva España que pretendía estacionarse eternamente en el pasado europeo. Una moderna España americana que se estancara en anacronismos que favorecieran la conservación de privilegios.

[NB: a lo largo de nuestro estudio, el lector podrá identificar que ese contrasentido se manifiesta en muchos periodos críticos de nuestra historia: pretender que montarse en lo moderno es perpetuar el estado de cosas, que no es sino la materialización de lo dicho arriba en relación al Idealismo. Es la base filosófica del conservadurismo político].

Sólo que todo régimen sociopolítico lleva en sí el germen de la causa de su destrucción. Y, en este caso, sus propios hijos; los legítimos y los bastardos: los criollos que reclaman toda la herencia y los mestizos que reclaman su parte. Pero ello es materia que trataremos más adelante. Por lo pronto, veremos quiénes son estos españoles considerados de segunda clase en la tierra que los vio nacer.

Antes de tocar el punto, debemos aclarar que el tratamiento que se le dé aquí al vocablo “criollo”, poco tiene que ver –aunque no se puede soslayar– con asuntos relacionados con características etnológicas y menos aún con raciales. Más bien lo enfoco desde su perspectiva económica y social: es la descendencia de quienes son los poseedores de la riqueza en tierras americanas en la Nueva España; de quienes heredan, a medias, la cultura –en el amplio sentido de la palabra– europea.

Y escribo “a medias” porque la metrópoli continuó arrogándose el derecho de dominio y control en todos los ámbitos del nuevo mundo colonizado. En un sentido formal, pues, criollo es el español americano, el hijo de padre y madre españoles; pero el contenido de lo criollo, del criollaje, es mucho más amplio: adviene del modo de producción dominante.

Desde esta perspectiva, tan criollo fue Martín Cortés (hijo legítimo de el conquistador Hernán Cortés y Juana Zúñiga, ambos españoles) como Don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (descendiente directo de Hernando Ixtlilxóchitl, aliado indígena de Hernán Cortés, y del rey Nezahualcóyotl, ilustre señor de Texcoco). Más aún: el otro Martín Cortés, apodado El Mestizo, no era menos criollo –en el sentido que manejamos– por ser hijo de madre indígena.

Esta situación es casi una característica sine qua non en México, donde algunos reinos indígenas enfrentados a los mexicas (mal llamados aztecas) y aliados a los españoles llevaron a cabo, con los peninsulares, la destrucción de la Gran Tenochtitlán, lo que los hizo conservar y, aun, adquirir privilegios; no sucedió de igual forma en el resto de la América indígena, puesto que en otras partes la población aborigen casi fue exterminada o sojuzgada en su conjunto.

Este breve preámbulo servirá para que, cuando nos refiramos al “criollaje” en relación a hechos del presente, el lector comprenda el sentido de tales menciones. Repetimos: el criollaje resulta del modo de producción dominante –de quienes retienen el poder político y económico– lo que se revela tanto en el pasado como en el hoy a pesar de las diversas transformaciones sociales y económicas que se han sucedido desde entonces hasta nuestros días.

El criollaje, bien visto, tiene carácter de clase. Y, para abundar en tal tesis, habría que considerar que una gran parte de los españoles que acompañaron a los capitanes conquistadores se avecindaron en América para reproducir los mismos esquemas de mísera existencia que llevaban en la península y fue lo único que legaron a su descendencia, aquí sí dicho en sentido étnico, criolla o mestiza.

Los hijos de los conquistadores, estos nuevos nobles de facto, sin blasones, sin colores de heráldica, sin casa de alcurnia, nacidos en tierras donde no existía una fe religiosa como la que ellos profesaban, pretendieron fabricárselas a cualquier precio: aún rebelándose a la Corona. El intento independentista fue abortado, como antes mencionamos.

Habría que hurgar en el terreno de lo psicológico para dibujar el sentimiento que ello dejó en el pensamiento del criollo y su repercusión en el ámbito de la conformación ideológica y, en general, cultural de la Nueva España.

El derecho a disfrutar de la herencia que el padre gachupín –la Corona– le regateaba y el ser privado de nacer en la Madre Patria deviene en la manifestación social que pudiera enmarcarse dentro del psicoanálisis (¿el llamado Complejo de Edipo magnificado?). Tal vez exageremos, pero lo cierto es que el criollo tuvo que reinventarse a sí mismo. Crear, para sí, una cultura propia como mecanismo de defensa ante el dominio de instancias de poder –allende el Océano Atlántico– renuentes a los cambios que en la propia Europa se gestaban; una patria; una historia; una identidad; una nación a la que ya por el siglo XVII comenzó a llamársele México, aunque formalmente continuara siendo la Nueva España.

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Y empezaron a apropiarse de un glorioso pasado indígena, que no les pertenecía, al cual sumaron la hidalguía de sus antepasados españoles y la cultura europea; tal hibridación tampoco les pertenecía, ya que –en todo caso– este sería patrimonio del mestizaje. Así como sucede en nuestro tiempo, se veneraba al indio histórico, pero se despreciaba al real, al de carne y hueso.

Sin embargo, gracias a esa situación, hubo un rescate de los antiguos códices y cobró auge el estudio de las culturas precolombinas. Así también el hablar náhuatl, igual que el latín, era considerado como signo de amplia cultura. Desde luego que ello estaba reservado para las elites culturales y el bajo clero.

Muy temprano se creó la Real y Pontificia Universidad de México, la primera en funciones en América (aunque segunda por la fecha de la cédula que le daba origen). Más adelante se fundó la Real Academia de las Nobles Artes de San Carlos. Ambas para dar lustre a la nueva nación y sus habitantes (desde luego, los criollos).

Pero, decíamos, la vida en la Colonia estaba dominada por la religión. Siendo así, el criollaje buscó su propia identidad religiosa tratando de canonizar a varios personajes, a lo que la Corona y Roma siempre se opusieron. En el caso del mártir Felipe de Jesús, los hispanos se dieron a la tarea de demostrar que no había nacido en México.

Durante algún tiempo, los criollos tuvieron que conformarse con adorar imágenes de la devoción hispana; hasta que surgió el culto a la Virgen de Guadalupe, no sin que la alta jerarquía católica (españoles o criollos) cuestionara inicialmente las supuestas apariciones. Sin embargo para dar lustre al criollaje y como parte de la conquista espiritual, finalmente la Iglesia validó tales apariciones no sin la incomodidad de que el milagro hubiera sido plasmado en la vestimenta de un indio.

Tal incomodidad subsistió durante siglos; tanto es así que hoy que el Vaticano ha declarado santo a Juan Diego su imagen corresponde más a caracteres raciales europeos que indígenas. Una pequeña venganza del hombre blanco que salda una deuda pendiente.

La castidad, la beatería y la misericordia cristiana fueron muy apreciadas por la sociedad criolla, aunque en ello hubo bastante mojigatería. Por aquí y allá surgían patronatos para crear instituciones de ayuda a menesterosos, para regeneración de las hijas del pecado, para enfermos, para huérfanos, etc.; limosneros proverbiales que cumplían así su deber cristiano a la vez que labraban el terreno para cuando llegara la hora de entregar cuentas al Creador (¿acaso una suerte de compra simulada de indulgencias?, al fin y al cabo acá no existía ningún Lutero que se opusiera a ellas).

Los criollos de hoy también acostumbran crear patronatos, no para salvar sus almas, sino para deducir y aun evadir impuestos.

En cuanto a la castidad, se dieron casos de santos varones que se dejaban morir antes que ser atendidos y tocados por manos femeninas, así fueran monjas. Se cuenta en crónicas de la época que un obispo tardó meses en presentarse ante un nuevo virrey tan sólo por no ver a la virreina. Sin embargo sabemos que el celibato fue instituido en Europa con el fin de evitar que las riquezas de papas y cardenales pudieran ser heredadas a sus hijos para menoscabo del patrimonio material de la Iglesia Católica (hay que recordar a los Borgia, por ejemplo); este principio se hizo extensivo a toda la clerecía y, según vemos, el trasfondo no tiene nada que ver con la santidad, sino con el interés económico.

En fin, el punto central de este capítulo es bosquejar que el criollo se enfrenta ante un problema ontológico: el ser y no ser europeo. Para él, el gachupín representa al padre pichicato, autoritario, controlador que le impide desarrollar su propia identidad; por ello, comienza a adoptar moldes, en última instancia, ajenos; tan ajenos como costumbres afrancesadas y glorias indígenas pasadas.

Para su hermanastro, el mestizo, el gachupín es el padre que no le reconoce, el que violó a su madre tierra y abusó de su madre biológica. Es el hijo abandonado, resentido. El indígena, el dueño original de la tierra, no es nadie; y sólo ocasionalmente, merced a ese falso afán misericordioso tan en boga al que hemos aludido, el gachupín –y luego el criollo– resulta ser algo así como un padrino tan sólo para aliviar su conciencia y sentirse cerca de la mano de Dios.

Pero estos dos casos, los dejaremos para el próximo capítulo.

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* Escritor, periodista, cantautor, músico y creador de iconos a partir de la fotografía.

En rigor este es el capítulo IV de su Contribución para el estudio del hoy en la historia de México, los tres anteriores pueden leerse en Cartas a Piel de Leopardo:

– Capítulo I aquí;

– Capítulo II aquí;

– Capítulo III aquí.

Addenda

Gabriel Castillo-Herrera nació en México, D. F. en 1948. Fue hijo de la clase media, emigrada de las provincias del país, que llegó proletarizada a la Ciudad de México a principios del siglo pasado, cuando México, país predominantemente agrario, se transformaba en urbano.

Estudió en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Autónoma de México. Simpatiza con el Partido de la Revolución Democrática y milita en la Convención Nacional Democrática de la que es líder Andrés Manuel López Obrador, a quien se llama “Presidente legítimo” de la República Mexicana.

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