Costa Rica, los años de formación nacional / Por el río Sarapiquí hacia la memoria

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Luko Hilje Q.*

Fueron varias las veces que llegué a aquel rústico muelle. Eran los años en que, a falta de un puente hacia ese sector, era obligatorio tomar la lancha de motor cerca de la plaza de Puerto Viejo, para llegar contracorriente por el río Sarapiquí hasta la confluencia del más bien estrecho río Puerto Viejo y aproximarse a la Estación Biológica La Selva, donde nos esperaban intensas jornadas de campo, al principio como estudiante y ya después como profesor. 

 

¡Cuánto aprendimos de ecología tropical, extenuados y sudorosos entre aquel verdor y exuberancia, en esos vastos predios de la Organización de Estudios Tropicales, otrora propiedad del sabio ecólogo Leslie Holdridge!

Pero esta vez —apenas ayer— llegué ahí mismo, ahora para enrumbarme río abajo por una ruta fluvial que ansiaba conocer. Sí, pues las aguas me llevarían, por esa anchurosa cuenca del Sarapiquí, hasta el pequeño caserío de La Trinidad, a la vera del majestuoso río San Juan.

¡Qué espectáculo tan soberbio! No imaginaba este río Sarapiquí así de amplio, con unos 50 metros en los puntos más angostos y unos 100 metros en los más anchos, ni tampoco sus aguas poderosas pero serenas, sobre las que a veces se recuestan las ramas de frondosos árboles, como para integrarse aún más a este mágico entorno. Desde la alta copa de alguno de ellos, una manada de monos congos no pasan inadvertidos con sus roncos y resonantes aullidos, mientras que sobre los arenales dormitan por separado dos inmensos lagartos. A su vez, estáticas o raudas, varias especies de garzas, martines pescadores o sargentos de intenso rojinegro engalanan el paisaje ribereño.

Todo eso registraban mis oídos y ojos. Pero, en realidad, mi mente estaba en otras cosas, pues rememoraba tantas cosas leídas sobre acontecimientos ocurridos en esos parajes.

Evocaba, ¡cómo no!, a Joaquín Mora Fernández, comerciante, exportador de zarzaparrilla y hermano de nuestro primer Jefe de Estado, quien con 35 años de edad se adentró con seis hombres en las llanuras del norte, buscando el río San Juan. Eran parajes de tupidos bosques, incesantes lluvias e innumerables peligros, que encararon hasta llegar a la vera de un río, donde construyeron un bote que los trasladó aguas abajo, hasta que la adversidad los forzó a estacionarse en un playón.

Algunos ya habían desertado, pero el valiente Joaquín no se amilanó y más bien se dedicó a pescar y a cazar saínos, al punto de que bautizó el sitio como Playa del Gusto, de lo bien que la pasaron.

Pronto, las circunstancias fueron tan propicias, que se percataron de que el río en que navegaban era el Sarapiquí y que ya estaban muy cerca del San Juan. Al arribar a su confluencia —que mucho después se denominaría La Trinidad—, esperó que algún bote proveniente de San Juan del Norte lo llevara aguas arriba; así recaló en Granada, en la ribera del lago de Nicaragua, adonde llegó el 20 de agosto de 1821, tres semanas antes de que se anunciara nuestra independencia. Ese día, frente a las apacibles aguas del lago, su corazón saltó de júbilo al constatar que había descubierto la ruta hacia el río San Juan, tan importante para el futuro de Costa Rica.

Pero rememoraba yo también otros acontecimientos. Por ejemplo, aquel extinto muelle, al cual llegaban, a veces después de una y hasta dos semanas de dificultosa navegación, los pequeños botes con pasajeros que, provenientes de Europa, habían arribado a San Juan del Norte, tras remontar el San Juan y el propio Sarapiquí. Recordaba que en diciembre de 1853 llegaron hasta ahí los médicos y naturalistas Karl Hoffmann y Alexander von Frantzius, con casi un centenar de paisanos ansiosos de reconstruir sus vidas en un nuevo país, sin las grandes convulsiones políticas, sociales y económicas que recién habían sufrido en su natal Alemania.

Y me fue inevitable recordar lo que fue nuestra mayor tragedia: la agresión filibustera comandada por William Walker a partir de 1856, de la que el Sarapiquí atestiguó heroicos hechos.

No acontecieron éstos en esa anchurosa y espléndida unión donde el río Sucio vierte sus abundantes aguas en las del Sarapiquí, ni tampoco en la más norteña e importante desembocadura del Toro Amarillo. No. Fue en un discreto recodo del río, en el que de manera tímida el río Sardinal acrecienta levemente el caudal del Sarapiquí.

En efecto, el 10 de abril de 1856, víspera de la memorable batalla de Rivas, tras un corto pero fiero combate, cien alajuelenses al mando del general Florentino Alfaro expulsaron de nuestro territorio al filibustero invasor; seriamente herido Alfaro, desde Alajuela llegaría von Frantzius hasta La Virgen, para salvarle su brazo derecho.

Pero también, ocho meses después, ocurrió la determinante batalla de La Trinidad, estratégica para poder tomar la vía del Tránsito, es decir, la crucial ruta acuática que se extendía desde San Juan del Norte hasta el lago de Nicaragua, por entonces bajo el absoluto dominio filibustero.

Sin barcos a su disposición, nuestros combatientes habían subido en balsas desde Muelle de San Carlos, buscando el San Juan. Enfrentaron penosas hambres, lluvias incesantes, entumecimiento, zancudos insidiosos y el hacinamiento en los botes hechizos, pero pudieron más el fervor patrio, la gallardía y el ingenio. Su objetivo era atacar la guarnición filibustera en La Trinidad y tomar tan neurálgico punto. Bajo la conducción del sagaz Máximo Blanco, aunque los fusiles y municiones estaban empapadas, por lo que apenas cinco fusiles funcionarían, el día 22 de diciembre masacraban a más de 60 filibusteros, destacando en la batalla el intrépido barveño Nicolás Aguilar Murillo.

Sin tiempo que perder, al atardecer una tropa navegó hasta San Juan del Norte, donde al amanecer y con astucia fueron incautados los vapores enemigos Wheeler, Morgan, Bulwer y Machuca. A bordo de éstos, con una caja de sardinas y una botella de coñac pudieron celebrar la Nochebuena, evocando a sus afligidas familias, pero esperanzados de que los días de Walker estaban contados. No fue tan fácil, pues aunque con gran ingenio pronto tomaron el Castillo Viejo y el fuerte de San Carlos, las fuerzas filibusteras reaccionarían con gran poder de fuego.

No cabe duda de la importancia de todas las batallas de la Campaña Nacional, pero unas fueron más determinantes que otras. Sin duda, la de La Trinidad marcó con huella firme e irreversible el final de Walker, cuya capitulación ocurriría cuatro meses después, el 1º de mayo de 1857, en Rivas. Y eso fue lo que ayer, por una encomiable iniciativa de la Municipalidad de Sarapiquí, fuimos invitados a conmemorar allá: el éxito de nuestras tropas y la heroicidad de quienes cayeron en combate, sabiendo que morían por la libertad de Costa Rica y de Centro-América.

Truculentos, los actuales gobernantes nicaragüenses falsifican la historia para propalar la idea de que era la intención del presidente don Juanito Mora despojarlos del río San Juan, ocultando así su incapacidad para enfrentar a Walker en esa crítica ruta fluvial. No reconocen que fue gracias a nuestros valerosos compatriotas que ellos mismos lograron recuperar la libertad que habían perdido, tras haber pactado con Walker y permitido que tomara el poder en Nicaragua, amenazando gravemente al resto de Centro-América.

Mezquinos como son, no entienden de generosidad y grandeza, simplemente.

* Biólogo.

En http://www.elpais.cr

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