Crónicas del Sur: Los fantasmas callejeros

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Jesica Salvatierra, APM
 
No tienen un techo, viven y habitan en las calles. Cada día sobreviven en la ciudad: su hogar. Historias de los que aprendieron a soñar viendo a las estrellas.  

Duermen sobre las veredas, al costado de la vía, debajo de un puente, en casas abandonadas, en las plazas, en cualquier recoveco. Llevan una vestimenta vieja, gastada, rota que inclusive la usan en verano y en invierno. Muchos de ellos apenas tienen el recuerdo de una familia, de lo que alguna ves fueron, de una vida que parece pasada.

También se encuentran familias enteras que quedaron varadas al costado del sistema, pero debajo de un puente que los acorrala entre el frió cemento y el suelo. Adornaron el lugar con colchones rotos, pequeños calentadores a leña, utensilios gastados y rústicos refugios. Arman con cartones, carteles, maderas, chapas y todo lo que pueden encontrar, un lugar donde refugiarse del intenso frió, de las inclemencias del clima o de las mismas personas.

Otros son hombres y mujeres que “perdieron todo” y que se encuentran en situación de calle por distintos motivos. Todos ellos comparten una lucha por sobrevivir, sin el amparo de una casa y de un trabajo digno. Son parte de los que viven en la calle y de la calle, son los denominados “Sin Techo”.

El último relevamiento del gobierno de la ciudad de Buenos Aires -realizado en el 2007- dio a conocer que un 30 por ciento más de personas viven en la calle, en comparación con el año anterior. Son en total 1.029 personas que pertenecen en su mayoría a hombres de 31 a 55 años.

Además, se pudo precisar que el Centro porteño es donde más se concentran los “sin techo”: Avenidas 9 de Julio, Corrientes, Callao, Santa Fe (todas ellas arterias principales de la ciudad), los parques y plazas, los barrios de Once, Congreso y los distritos de mayor poder adquisitivo, como Belgrano y Recoleta.

La mayoría de las personas que viven en la calle se concentran en el centro de la ciudad, por que allí se registra una intensa actividad comercial, donde la posibilidad de encontrar recursos para la subsistencia es mucho mayor. Los “indigentes” pueden realizar “changas” (trabajos temporarios) o bien encuentran otra forma de ganarse la vida que puede ser: pidiendo limosna, juntando cartón o cuidando coches.

Las fantasmas de la calle duermen durante toda la mañana, parecen cansados y nada los despierta, se ocultan en el profundo sueño a pesar de que el sonido de un tren pueda atravesar los tímpanos para quien no está acostumbrado a dormir a la vera de las vías. Se han convertido en ocultos fantasmas, que están y circulan por la ciudad, pero que nadie quiere ver.

Personas que corren la vista a otro lado, porque le da pena sentirse mal por esa gente y no quieren amargarse. Algunos, los miran con la más absoluta indiferencia y otros con esa pena egoísta que no hace nada por nadie.

La simpleza los caracteriza: sus pelos largos, duros, despeinados. Sus rostros cubiertos de tierra y grasos, sus manos y sus uñas sucias. Su cuerpo entero no pudo disfrutar nunca más de un baño caliente, de la suavidad de un jabón o de la sutileza de un peine. Viven solos o acompañados, muchos de ellos antes fueron alguien “respetable”, con trabajo, con familia. Hace mucho tiempo, ellos eran los que pasaban por el costado sin mirar a los ocultos fantasmas.

Son la consecuencia de un sistema que los abandonó en una estación espectral, donde no hay más amparo que el firmamento. Los datos no sorprenden: el 80 por ciento de la gente que vive en calles y plazas son hombres de mediana edad. En su mayoría, las sucesivas crisis económicas les hicieron perder trabajo y familia y, casi de un día para otro, se encontraron a la intemperie. Incluso, desde hace un tiempo se han sumado a esta situación familias enteras que son desalojadas de sus casas, con el padre o la madre desocupados y que terminan viviendo en la calle.

  Poca gente se les acerca por que huelen mal (una combinación de olores entre la suciedad y la orina) consecuencia de la dura y cruel realidad por la que transitan y, además, son “poco estéticos” al panorama de la ciudad. No reciben ni siquiera un saludo cordial, nadie es lo suficientemente valiente como para darles la mano, algo tan simple como cualquier cortesía.

Cuando los callejeros reciben una atención semejante se sorprenden y hasta miran con desconcierto. Juan Carlos Roldan de 60 años, quedó estupefacto ante el pequeño gesto.

Es uno entre miles de personas sin techo que se encuentran en la ciudad y sabe que cada noche su cama será el cemento bajo las estrellas. Hace tres años que vive en la calle y más su habitad se ubica en la Plaza Misserere, en el barrio porteño de Once.

Juan Carlos es maestro panadero y trabajó 20 años de su vida en panaderías, ahora el irónico destino lo lleva a pelear por el pan de cada día, pero esta vez el escenario es la calle misma. Su oficio de toda la vida no le permite ser una fuente de trabajo porque como él reconoce: “A mi ya no me toman por la edad que tengo”.

Amargamente recordó: “Yo estoy en la calle por que no consigo trabajo y por que mi familia no me comprende, mi mamá y mis hermanos, nadie me ayuda”. Se quedó sin familia y, con una hija y una mujer que lo acompañaron un tiempo en la calle, sin un hogar, sufriendo las inclemencias de la vida.

Juan Carlos se encontraba viviendo con su mujer e hija en la estación de tren de Haedo (a unos pocos kilómetros de Once) en uno de los vagones de trenes abandonados. Hasta que retiraron los vagones y desalojaron a toda la gente que vivía allí, inclusive a él y a su familia que se encontraban hace dos años y medio en ese lugar.

Se tuvo que “mudar” a la estación Once, pero recuerda la penosa situación por la que tuvieron que pasar: “Dormíamos en la estación con mi mujer y mi hija de meses, pero a la mañana nos teníamos que levantar de ahí e ir debajo de un puente a otro lado”.

Su voz comienza a quebrarse y entre palabras que no terminan de salir relata un difícil recuerdo: “Yo mandé a mi mujer y a mi hija a que fueran a vivir con mi suegra. Por que no podía ser que mi hija estuviera sufriendo frío. Mi nena ahora va a cumplir cuatro años”. La tristeza inconsolable termina en lágrimas que se derraman de a poco y que culminan en su más profundo anhelo: “Yo quiero estar con ellas”.

Su actual trabajo es juntar cartón y el dinero que gana tiene un fin preciado: “se lo mando a mi hija para que tenga para la leche”. Su mayor sueño es “poder tener conmigo a mi hija y a mi mujer, poder tener un hogar para ellas. Yo quiero trabajar”.

Pero la vida en la calle no es fácil: “tenes que pelear para poder vivir. Una de las cosas con las que lidiamos es con los ladrones que nos arrebatan lo poco que tenemos y otra con los policías que nos echan cuando estamos durmiendo en los bancos. Y cuando hace frió se la pasa muy mal” admitió Juan Carlos que prefirió lucharla solo, sin su familia, para que no sufrieran lo que él en este momento.

Él es uno más de todos los fantasmas que rondan en la ciudad deambulando en busca de algún lugar donde vivir. Pero las historias de este tipo se repiten en cada persona que no tiene un hogar. Por lo general, son hombres, las mujeres se permiten menos llegar a esta situación o encuentran más resguardo.

Al observar el Centro Porteño, se ve a un viejo que vive en la calle y que camina despacio sin apuros, el movimiento de la ciudad no apresura su paso lento y meditado, tranquilo y pausado. Sus ropas harapientas cubren todo su cuerpo con retazos. Un saco grande que no llega acomodarse en el escuálido cuerpo, el pantalón andrajoso y sus zapatos rotos conforman su vestimenta más rudimentaria. En invierno o verano por alguna razón transita las calles con el mismo atuendo, haga frió o calor, no se saca ninguna de sus prendas, él es su propio ropero, al que las polillas no tienen más nada que comer.

En Argentina o los que viven en las calles se los llama “linyera”. Precisamente, la historia de la palabra linyera proviene del término italiano lingeria (lencería o ropa interior) de donde se desprende lingera: bártulo o rollo o atado que constituye el equipaje de los obreros pobres, quizás de los peones o de trabajadores desocupados de donde desciende el linyera actual.

Si bien, este término denomina al que se lo conoce como el clásico vago, transeúnte o vagabundo (en lunfardo aquel que “no quiere trabajar”), que vive a la vera de las ferrovias y carreteras, siendo su único bien material o su único capital lo que lleva puesto encima o en un precario bolso.

Hay que destacar que muchos de los “sin techo” tienen un bien preciado por que adoptan a los perros callejeros como parte de su familia. No es raro ver que una persona que se encuentra en situación de calle se halle rodeada de estos animales. Este es uno de los inconvenientes que tienen que sortear los hogares transitorios para personas en situación de calle.

“Hay quienes prefieren seguir en la calle por distintas razones. Por ejemplo, cuando se enteran de que no pueden alojarse en los hogares con su perro. A veces es el único afecto que tienen y es comprensible que no lo quieran dejar”, declaró Cecilia Peticelli directora del Programa Sin Techo.

Muchas historias se repiten por que todas ellas comparten denominadores comunes, relatos que se encuentran esparcidos por toda la ciudad y vivencias que se entrecruzan en las distintas situaciones que tienen que sortear viviendo en la calle.

Encontrar que usan los guantes rotos en las puntas, parece de película pero todo aquello que arroja la ciudad es levantado por los ocultos fantasmas que ni siquiera viven en los suburbios sino que, la calle, la intemperie, la ciudad entera es su hogar.

A veces tienen una inocente fantasía, algunos se acogen en las puertas de una iglesia piden limosna, la gente pasa, entra en la casa de Dios pero no todos se compadecen de sus hermanos desgraciados. No todos, aun pudiendo, arrojan unas monedas en las manos sucias y gastadas.

Durante la noche todo el firmamento les pertenece, la luna y las estrellas. De día la ciudad los sorprende con su dinámico movimiento, su locura matutina por aquellos que salen a su trabajo. La noche es más calma y más cruel. El invierno hace sentir la piel que se desgarra o se desquebraja por el intenso frió.

No son ni siquiera excluidos, no existen, no están ni en la miseria de una villa con casas rudimentarias, por que no tienen casa, su hogar se desvaneció en la intemperie. Ya no buscan trabajo, no son parte activa de la población que los acorrala. Ya no tienen voz, no protestan, no reclaman nada, ni a la sociedad ni a los gobiernos.

No son parte de la historia, nadie recordará en su frágil memoria una protesta organizadas de vagabundos luchando por que se les reconozcan sus derechos. Aunque, la palabra vagabundo suena despectivo con un significado legitimador. Quien vive en la calle, que es por definición un errante, alguien que no quiere trabajar, un vago (en términos lunfardo).

Sus historias se remontan a mucho mas que ser un simple vago que huye del trabajo, que prefiere vivir debajo de un puente o al costado de una vía, comer cuando se puede; de las sobras o de la caridad ajena. Les han quitado la fuente de sustento, las sucesivas crisis le cerraron las puertas de un hogar y no han encontraron en la familia un círculo que los contenga.

Muchos son los factores que intervinieron para que estas personas terminaran con un techo tan natural como el sol, la luna y las estrellas. Aunque ellos todavía siguen soñando bajo el manto de un cielo que cada vez se les presenta más gris.

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