Educación, lecciones / De letras subestimadas, lógicas despreciadas y escenarios diferentes…

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Ana María Elia.*

Febrero provocó el reencuentro. La separación no había durado tanto, apenas lo que tarda en pasar el verano, parafraseando a Sabina. De cualquier manera, ahí estábamos, estrenando 1997 y proyectando un nuevo ciclo lectivo, en una escuela todavía silenciosa, aplastada por el sol de un verano que no daba tregua y que nos empujaba hacia las aulas que daban al sur en busca de algún ramalazo de frescura.
Un ventilador de techo hacía lo que podía.

 

En mi carácter de directora (debo arrastrar este giro por el ejercicio cotidiano de empezar de esta manera tantas notas, elevadas a tanta gente, en tanto años), desde ese lugar, entonces, había dejado en diciembre del año anterior un desafío pendiente, después de promover algunos talleres y de insistir en lecturas varias, ese año deberíamos abordar la enseñanza de la lengua desde otro enfoque, desde la construcción de los procesos de la lecto escritura de manera que éstos resultaran significativos.

Habíamos leído a Emilia Ferreiro, a Cassany, quiénes por otra parte también me habían acompañado en las clases del instituto de formación docente, en el que tenía a mi cargo la Didáctica de la Lengua, en la convicción de que así deberían enseñar las maestras que egresaban.

A nadie le es extraño lo difícil que resulta promover cambios al interior de las personas, lo que es bastante comprensible, no es cómodo romper con un equilibrio que cuesta tanto conseguir (casi como los laureles); en eso estaba yo, aunque suene pretencioso. Sentía un profundo respeto por el equipo de maestras de primer grado, conformado por una con mucha antigüedad y dos más “nuevitas”, que combinaban la experiencia y los aportes frescos. Pero ese reconocimiento no impedía que fuera volteando la resistencia que aparecía y que estaba segura, obedecía a la incertidumbre y al temor de que “llegara junio y los chicos no leyeran”.

Los argumentos iban y venían. Piensen, cuán distinto es aprender a leer y escribir desde la necesidad, con propósitos determinados, haciendo intentos, así se fueron apropiando del lenguaje. Hasta recuerdo un menos paciente:”Bueno, si quieren seguir siendo conductistas quiero una detallada fundamentación teórica y una justificación personal de tal determinación”, por supuesto agregué que yo respetaría, entonces, la decisión.

Creo que en un principio, eso fue lo que hizo que se dispusieran a intentar nuevas estrategias de enseñanza, eso, y para que no quede tan mal parada mi imagen, mi promesa de constante acompañamiento en la puesta en marcha de la experiencia.

Nos preparábanmos, por supuesto.

Tal como ocurría en cada marzo en el turno de la tarde, el primer día de clases la presencia de muchos padres abarrotaba la escuela. El calor resistía, porfiado, y los nenes de primero, impecables y rosados a fuerza de sol, después de la recepción, fueron acomodados en las galerías. A medida que los nombrábamos eran recibidos por cada una de sus maestras, y todavía tímidos y algo asustados iban conformando largas hileras, de no menos de treinta en cada una.

Entrar a las aulas suponía el ingreso a un espacio desconocido por ellos y los papás noveles –los que ya habían pasado por la experiencia con otros hijos, mostraban la reedición de la alegría y la ansiedad–. Ninguno los dejaba tan fácilmente, hablaban con las maestras, sacaban fotos, ensayaban despedidas, los miraban desde las puertas y, finalmente, dejaron la escuela llevando una carta que les habíamos entregado para que ellos se la leyeran a los chicos cuando llegaran a sus casas y las contestaran dejando oír las voces de ambos.

Una vez solas con los niños y niñas, les entregamos un cartelito con su nombre que prendimos en los guardapolvos, y, con los de primero “A”, nos dispusimos a llevar adelante la primera propuesta, intentar que escribieran.

Al frente, la maestra, alta, corpulenta, de anteojos, con una presencia que se podría pensar intimidatoria, pero de una sensibilidad y un carisma tan especial que no sabíamos en qué momento estaba acomodada a la estatura de los chicos. Atrás, la vice directora del turno y yo.

Todavía puedo evocar con claridad lo que pensaba, que, creo, es lo que también inquietaba a las demás: la población de nuestra escuela ,provenía, en su mayoría, de hogares en los que la lectura y la escritura no eran actividades frecuentes, sabíamos, en consecuencia, que el contacto con la cultura letrada era escaso, por otra parte eran, para decirlo con las palabras de los especialistas, hablantes competentes , así que… Recuerdo que la voz de la docente, a cuya presentación apenas había atendido, interrumpió mis disquisiciones y la escuché :

–¿Qué les parece si escribimos algo, para estrenar el pizarrón? –Decía esto mientras ofrecía tizas de colores, supongo que en el afán de hacer más atractiva la invitación.

Silencio. Las caritas parecían decir lo que ellos no se animaban: ¿escribir? No sabemos.

–Vamos, yo los puedo ayudar. A ver ¿Quién se anima? ¿Qué les gustaría escribir? ¿A quién?

–¿Y si escriben con qué les gustaría jugar ahora?

No fue fácil, algún gesto de coraje incipiente era, enseguida, abandonado, algunos habían decidido explorar sus cartucheras a la espera de algo más fácil, hasta que uno se levantó, no dijo demasiado, mejor dicho, nada. Avanzó resuelto y con la decisión de quien sabe lo que va a hace, dibujó, en dos o tres trazos lo que dijo que era un katana, y también calladamente, después de pasarse la mano por la cara gordita en la que quedó la huella verde de la tiza que había elegido, volvió a su lugar.

A partir de eso, el conflicto. ¿Había escrito el compañerito? No. Era un dibujo. Y eso que había dibujado ¿tendría un nombre que podría ser escrito? Las voces comenzaron a oírse. Sí, pero no se escribir. Yo tampoco.

Estaban en esa discusión cuando un varón, otra vez, se acercó a Marta, la maestra, y le pidió una tiza. Todos hicimos silencio, intercambiamos miradas y esperamos, impacientemente, íbamos adivinando los trazos con una carga de ansiedad que contrastaba con la tranquilidad del que escribía tapando con su cuerpo la producción. Cuando terminó, se sacudió las manos y dejó al descubierto KAA, y se le agrandaron los ojos negros cuando afirmó "ahí dice Katana".

Después del alivio –al nuestro me refiero– y los festejos del caso, surgió la pregunta: ¿cómo pudiste escribirlo? Nos miró, miró el cartelito que tenía prendido en la solapa del delantal en el que se leía su nombre y señalando su apellido, dijo "Y… aquí dice Kissner entonces Katana empieza igual, y después le puse las otras letras". Bendita, maravillosa, previsible y tantas veces desestimada lógica infantil.

Cuando me retiraba del salón, me alcanzó la voz de “la señorita”:

–¡Es como en los libros!

¿Ver para creer? ¿O crear las condiciones para ver aquello en lo que creemos? Discutiríamos sobre eso me dije, y crucé el patio atravesado de sol.
 

* Docente.
Ex directora de la Escuela Presidente Roque Sáenz Peña, Laboulaye, Córdoba, Argentina.
Publicado originalmente en
Los buenos vecinos.

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