El día que Alfonsín contó…

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Martín Granovsky *

La mesa del Boeing 707 era todo el lujo disponible en el avión presidencial, un tubo fino y alargado con una modesta clase ejecutiva para ministros y secretarios y unas ochenta plazas para fotógrafos, comisarios de a bordo, periodistas, funcionarios de rango menor y comitiva de apoyo, todos mezclados en una ensalada que muchas veces, por los vuelos largos, terminaba en una estudiantina. Algunas noches de truco, canto y chistes el avión parecía un micro. Solo le faltaban el color naranja y la palabra “Escolares”.
 
Los pasajeros estaban–estábamos– no muy lejos de la escuela secundaria. ¿Veintipico de promedio? En todo caso el señor mayor del avión, quien esa mañana de 1985 había convocado en torno de su mesa a un cuarteto de periodistas, tenía entonces solo 57.
 
Se llamaba Raúl Alfonsín, llevaba poco más de un año como Presidente de la Nación y ese día estaba dispuesto a contar información interesante a cambio de que ninguno de los presentes lo mencionáramos. No recuerdo si dijo sus dos palabras típicas, “estoy persuadido”, pero en cambio recuerdo los temas y sus argumentos.

Primero habló de Chile. Dijo que lo preocupaban las acciones guerrilleras del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. “Si la violencia aumenta, la dictadura de Augusto Pinochet se afirmará, lo cual será malo para los amigos chilenos y también malo para nosotros”, dijo.

 
“En la Argentina lo que menos necesitamos es darles excusas a las Fuerzas Armadas para reclamar más armamento y mantener vigentes unas hipótesis de conflicto que, en realidad, solo sirven para subrayar una militarización que no queremos”, explicó. Y contó que estaba hablando con los cubanos para pedirles que fuesen ellos quienes intercedieran ante el Frente Manuel Rodríguez y los calmaran.

El de Chile y Cuba ya era un gran tema para hablar en persona con un presidente. Pero Alfonsín levantó la apuesta. Contó que, luego de más de un año de espera tras el decreto que, en 1983, ordenó el juzgamiento de los comandantes de la dictadura, estaba claro que las Fuerzas Armadas no se iban a juzgar a sí mismas. Dijo Alfonsín que ante esa realidad había resuelto impulsar la segunda etapa del juzgamiento: empezaría el proceso civil contra las juntas.

Ambas cosas se cumplieron. La negociación con Cuba sobre la guerrilla chilena avanzó. En cuanto a a segunda confidencia, el 22 de abril de 1985 se realizó la primera audiencia pública de la Cámara Federal porteña. El juicio terminaría el 9 de diciembre de ese año con la condena de Jorge Videla, Emilio Massera, Orlando Agosti, Roberto Viola y Armando Lambruschini. A Videla y Massera les correspondió pena perpetua.

 
Por primera vez en condiciones de transición democrática –y no de ruptura o revolución– un régimen democrático juzgaba y condenaba a una parte de las cúpulas que habían planificado un programa sistemático de asesinato, secuestro, tortura, ocultamiento de pruebas y robo de bebés a sus padres en cautiverio.

El acercamiento fue el valioso envión para una política que Fernando Henrique Cardoso y Carlos Menem abandonaron y retomarían después, en la etapa del posneoliberalismo, Luiz Inacio Lula da Silva junto con Néstor Kirchner desde el 2003 y con Cristina Kirchner desde el 2007.

El cuarto registro es la Ley de Divorcio, iniciada por estrategia política del propio Alfonsín en el Congreso y promulgada en 1987 por el Ejecutivo. Fue el aporte a un sinceramiento moderno y laico que, por desdicha, no se repitió en el Congreso Pedagógico por el fracaso de los sectores seculares de la sociedad.

El juicio a las juntas, el acuerdo con Brasil, la paz con Chile y el divorcio marcan una forma de hacer política: la que se basa en el voto popular como fundamento de las transformaciones. No es casual que las tres primeras iniciativas fueran impulsadas abiertamente por el Poder Ejecutivo y la cuarta fuese un proyecto del Ejecutivo que solo por motivos tácticos comenzó en el Congreso.

En los millones de Alfonsines de estos días y en los miles que vendrán hay y habrá infinitos registros, miradas y recortes. Ya está apareciendo la imagen de un Alfonsín estático, pegado a un supuesto consenso. Supuesto, y no verdadero, porque la idea de consenso, cuando aparece en combinación con la inmovilidad, es el concepto que los conservadores argentinos utilizan para enseñarles a los presidentes elegidos por el pueblo que su función –ya que lamentablemente ganaron– es resignarse y pagar el costo que sobreviene cuando un gobernante quita a los esperanzados toda forma de confianza en sus propias fuerzas.

 
En ese vocabulario conservador, “república” no es la división de poderes que marca la Constitución sino la ausencia de respeto al voto popular.

Una muerte puede despertar conjeturas. Al menos en la Argentina, un país que debe superar la desigualdad extrema, una conjetura es que solo parece haber una república posible: la que descansa sobre la democracia profunda y la voluntad de cambio.

El mismo Alfonsín pareció pensarlo de este modo cuando en el 2003 la Argentina comenzó a discutir la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, que en política habían sido el punto más doloroso de su mandato.

“Hay ahora un presidente nuevo, que transmite su convicción sobre la consolidación del sistema democrático”, aseguró Alfonsín hablando de Kirchner.

 
“Según ha dicho, estas leyes no deberían existir, y entonces tal vez impulse la declaración de nulidad de las mismas para borrar los efectos derivados de dichas leyes. Si el Presidente tiene voluntad y decisión, y está convencido de que las leyes son nulas, debería actuar de acuerdo con sus convicciones. Hoy es su responsabilidad y lo respaldaré si hace una cosa u otra. La democracia argentina está consolidada”, dijo al anunciar que no se sentiría agraviado.
 
Y terminó así su declaración de principios sobre el valor de la decisión presidencial como clave de la vida republicana: “Quizá sea el último anclaje con un pasado que debemos romper”.

* Periodista, presidente de la agencia oficial argentina de noticias Télam.

 

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