El llanto de una madre

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Es la mañana de un día cualquiera de la semana, sentado a la mesa termino de desayunar. En ese instante escucho unos tímidos golpes en la puerta de la casa. Al acercarme para abrir escucho sollozar a una mujer. Es un llanto desesperado, la mujer traga aire con dificultad y vuelve a llorar, se queja amargamente y exclama de manera entrecortada. ¡Ay Dios mío! ¿Qué voy a hacer sin mi niño?
Abro la puerta. Apoyada en una columna que se encuentra a la entrada de la casa veo a una mujer morena, un tanto obesa, ya entrada en años. Cubre su cabeza con un reboso indígena, pero su vestimenta es propia de las campesinas de esta región de México. Solloza casi a gritos, su cara está bañada en lágrimas que corren por sus mejillas como una cascada interminable. Casi no puede hablar, la cabeza caída sobre el pecho, se sujeta de la columna como para no caer al suelo. Todo su cuerpo se sacude, tiembla, y expresa un profundo dolor. Con dificultad, de manera entrecortada y con voz apagada por los sollozos entiendo que me pide dinero, una ayuda para ir a Tamazula, un pueblo cercano a Culiacán, para enterrar a su hijo.
¡Lo mataron señor! ¡Asesinaron a mi pobre hijo… y no tengo dinero para ir a Tamazula a enterrarlo! ¡Ay Dios mío… qué injusticia tan grande!
La contemplé con tristeza, saqué unas monedas de mi bolsillo y se las entregué. Queriendo desentenderme del dolor de la madre traté de pensar que, simplemente, era otra mujer que vivía de la caridad pública. Pero en mi pecho sentí que el dolor de esa madre era auténtico. Nadie puede fingir un dolor tan terrible como el que ella expresaba con su cuerpo contraído, sus sollozos, sus palabras entrecortadas, sus quejido y la cara bañada en lágrimas. Me aparté de la puerta para regresar a la cocina. Sin embargo no me pude sustraer a los llantos de la mujer que, a la distancia, lloraba de dolor por la muerte de su hijo. Abrí nuevamente la puerta, salí a la calle y pude mirar a la mujer que apoyada en la muralla de una casa que se utiliza como cuartel de policía lloraba a gritos. La escena me conmovió profundamente. Sentí que me estaba comportando como un idiota sin sentimientos. Entré rápidamente a mi casa, tomé todo el dinero que guardaba en mi billetera y me dirigí a la mujer. Me acerqué a ella, en ese momento su dolor se metió de tal manera en mi pecho que no pude evitar que mi cara se llenara de lágrimas. Quise abrazarla como una manera de consuelo, pero la costumbre me impidió hacerlo. Le hablé volteando la cara como para que ella no se diera cuenta que yo estaba sumido en el llanto. Su dolor se hizo mi dolor. Sus lágrimas se mezclaron en el aire con mis propias lágrimas. Creí ver al muchacho, hijo de la mujer, con el cuerpo ensangrentado y a la madre abrazándolo desconsolada. Tome señora. Le dije. ¿Le alcanzará con este dinero para que pueda ir con su hijo? Miró incrédula los billetes que le ofrecía con mi mano temblorosa. ¡Ay Dios mío! ¡Cómo te agradezco lo que haces por mí! Gracias señor…. Gracias. Dios se lo ha de pagar. Dijo sin dejar de llorar. Con este dinero podré llegar para enterrar a mi hijo. Gracias. Apuró el paso y se fue un poco más calmada.
Les aseguro que el dolor de esa madre no lo podré olvidar jamás. Es la imagen absoluta de las madres dolientes por las muertes de sus hijos. Ví la imagen de mi madre cuando tuvimos que salir al exilio desde Chile, mi hermano y yo. La imagen de mi madre cuando mi hermano murió en Bélgica. Y también puedo ver las imágenes de todas aquellas miles y miles de madres que están llorando a sus hijos en esta sanguinaria barbarie que ha cubierto de sangre el territorio mexicano.
Lo peor de todo, hoy en día, es ver a las madres de esos cuarenta y tres muchachos estudiantes normalistas del estado de Guerrero, México, asesinados entre el contubernio de las bandas criminales y los políticos mexicanos.
El otro día no podía dar crédito a mis ojos cuando observé como los políticos mexicanos de todos los partidos políticos se disputaban entre ellos en la sala de sesiones del Congreso de la Nación cuál era el partido político más o menos corrupto del país. Como telón de fondo las imágenes de los jóvenes secuestrados por los criminales acusaban la desvergüenza de los diputados incapaces de compartir el dolor que todo México y el mundo están sufriendo en estos precisos instantes.
El dolor de esas madres y esos padres es el dolor de todos nosotros bajo la incapacidad del Gobierno mexicano de poner fin al baño de sangre que sufre nuestro país.
Ahora, por lo pronto, no nos que da más que llorar y compartir nuestro llanto, que estas lágrimas ojalá sirvan para que los políticos mexicanos se humanicen y dejen de pensar sólo en el baile del dinero y en el tanto tienes, tanto vales.

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