El padre Hurtado y lo que debe saber sobre Roma

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

En Roma no hay caso de poder pasar inadvertido, mucho menos cuando se anda cerca del Vaticano. Es casi peor que atravesar la Plaza de la Constitución un martes en la mañana. Uno se encuentra con cualquier cantidad de gente conocida, a veces hasta más de una vez al día, porque sin ánimo de faltarles el respeto a los economistas que dicen que los chilenos no están viajando, porque de un día para otro se pusieron previsores y mejor guardar la platita para los períodos de vacas más flacas, de todas maneras viajan. Hay hartos que vienen a Roma …y seguirán viniendo.

En sus aproximadamente 2.700 años de historia, según una fecha convencional determinada por el escritor latino Marco Terencio Varrón, Roma ha sufrido numerosas invasiones. Galos, cartagineses, longobardos, francos, aragoneses, hasta las modernas hordas japonesas. Todos han llegado con diferentes intenciones: desde la agresión sin más adjetivos hasta el afán de respirar un poco de cultura en el país cuyo territorio posee dos tercios del patrimonio mundial de monumentos, arquitectura y obras de arte.

Esto se refleja en el carácter de sus habitantes que han desarrollado una milenaria sabiduría, que a veces choca con las concepciones contemporáneas, quizás más racionales, pero de todas maneras impregnadas de una rigidez que está a años luz de la vocación por la mediación. Porque la mediación es una de las características fundamentales de este pueblo: todo tiene arreglo, busquemos la parte positiva, en definitiva hay que saber “arreglárselas” para poder sobrevivir lo mejor posible, más allá de quién sea el invasor o el gobernante de turno.

El romano ha estado siempre convencido –y todavía lo está– que su ciudad “es” el punto de confluencia universal al que llega de todo, es decir personas, riquezas, mercaderías, etc., pero desde donde también parte todo lo que cambiaría el mundo: desde las leyes, hasta las costumbres.

Desde los tiempos más remotos el romano tiene la convicción de que los destinos de la urbe se confundían con los del orbe, por lo tanto Roma era “La Ciudad”, por excelencia. Y no una ciudad cualquiera, sino una ciudad inmortal, ya que la opinión de que Roma no podía desaparecer era –y es– una convicción profundamente radicada en el pueblo romano, por lo tanto la majestuosidad y la grandeza de la urbe es una cuestión que a sus habitantes no se les ocurriría jamás poner en tela de juicio. Roma sigue siendo como era hace siglos “Roma Caput Mundi, regit orbis frena rotundi” (“Roma, jefe del mundo que sostiene las riendas del orbe), tal como se leía en la corona de piedras preciosas del emperador Diocleciano, que gobernó entre los años 284 y 305 D.C.

Hoy Roma es la capital de una de las siete potencias más desarrolladas del mundo. Posee grandes recursos de fantasía e individualismo –nuevamente el eterno arte de “arreglárselas”– que si bien en muchas ocasiones es una virtud, a la larga se convierte en un freno para un desarrollo compatible con los desafíos de la época. Es asimismo la ciudad donde está la sede de un poder religioso universal como es la Iglesia Católica, y ya solamente estas dos razones bastarían para entender las contradicciones entre quiénes la adoran por motivos de fe, de cultura o de simple romanticismo y quienes la aborrecen justamente por las mismas razones.

Es quizás por esta razón que ninguna otra ciudad, por sugestiva, bella y admirada, suscita tanta admiración. Caminando por sus calles, incluso las más alejadas del centro histórico, se respira el aire de una ciudad donde el poder ha conocido sus expresiones más importantes y perecederas, como el Foro Romano: en Roma es posible admirar manifestaciones artísticas que abarcan más de dos mil años, desde los etruscos a la transvanguardia: Una ciudad donde la fe religiosa se ha transformado en martirio, como en las catacumbas.

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Pablo Neruda solía decir que Roma es una ciudad donde no hay que esforzarse por encontrar la belleza, ya que ella misma se te ofrece “descaradamente”. El vate tenía razón. Roma es eso y mucho más, por tanto lo mejor es tratar de apreciarla por lo que es, sin pedir más de lo que sus habitantes son capaces de entregar, que no es poco. Los romanos son en general personas amables, siempre dispuestas a ayudar, a dar informaciones. Cuando se pregunta una dirección, incluso hay veces que se ponen a discutir entre ellos mismos; cuando los puntos de vista difieren sobre el camino que hay que tomar hay que hacerse el leso y tratar de desaparecer lo más rápidamente posible.

Sin embargo, pueden convertirse en insoportables cuando se las dan de sabelotodo. Porque una característica es también esa: opinar sobre lo humano y lo divino con la misma certeza. Por eso se dice que los italianos son un pueblo de “abogados y médicos”, ya que no se quedan atrás para pontificar sobre temas legales y sanitarios, aunque no tengan la menor idea del asunto que se está discutiendo, más allá de lo que han logrado aferrar de algún telediario. Siempre las respuestas serán tajantes y sobre todo jamás serán dadas a media voz, todo lo contrario, ya que mientras más público hay, mucho mejor.

Por ejemplo, Adriano Panatta, el ganador de la Copa Davis –justamente en Chile contra Jaime Fillol en 1976– cuenta que incluso en el sagrado templo del tenis que es el romano Foro Itálico, de repente mientras estaba jugando escuchaba que le decían “Adriá… atento, cuida tu izquierda, que este es zurdo”. Y lo más gracioso es que el jugador, como buen romano, le contestaba. Una situación ya bastante surreal en este deporte y que jamás tendría como protagonista al Chino Ríos, por ejemplo, ya que es impensable que el ex top ten hubiera podido contestar con gracia y sin insultos la talla de un hincha.

A la mayoría de los romanos les encanta hablar con los turistas, porque, aunque su viaje más lejano haya sido desde el barrio al Vaticano, igual se las dan que saben idiomas, sobre todo el castellano. El romano es hiper crítico y escéptico en relación con su ciudad: encuentra que no es todo lo aséptica como debería, que el tráfico es un caos y que así no se puede seguir. Desgraciadamente esto es verdad, ya que las calles romanas no son un ejemplo de limpieza y no se entiende por qué los habitantes de esta ciudad que se ocupan tanto de que sus casas reluzcan no le pongan el mismo empeño a los bienes públicos.

Despotrican porque el tránsito es caótico, lo que también es verdad, aunque la responsabilidad mayor es justamente de los que se lamentan por este problema: el peor castigo que se le puede inferir a un romano es impedirle usar el auto, que vence de lejos el primer puesto en la clasificación de sus “amores”. El instructor de una escuela de conducir solía repetirle a sus alumnos que los romanos preferían que sus esposas y no sus autos les fuesen infieles. Cuestión de puntos de vista.

Por eso, al normal caos del tráfico romano se agrega la indisciplina total de sus habitantes en lo que concierne a estacionamiento y a manejo, quizás aventajados solamente por los napolitanos para quiénes los signos convencionales del tránsito son meros adornos a los que no hay prestarles la más mínima atención.

Y no se crea que este problema tiene que ver con clases sociales, o sectores económicos o culturales. En este sentido son profundamente democráticos ya que una gran mayoría estaciona en segunda -a veces hasta en tercera- fila; casi todos se convierten en energúmenos cavernícolas cuando manejan y personas absolutamente respetuosas de las reglas del buen vivir y que se cortarían las venas antes de admitir que han transgredido una ley, no tienen empacho en manejar por la pista de emergencia en las autopistas de tráfico veloz que circundan la ciudad.

El escepticismo de los romanos, que ya se consideran de vuelta de todo, alcanza uno de sus puntos álgidos cuando se refieren al Poder en general. Para todo lo que sea Poder, hay frases hechas a la medida. Quienes gobiernan “son todos unos ladrones que quieren solo aprovecharse del cargo”, mientras las leyes se han hecho para eludirlas. “Fatta la legge, trovato l’inganno”, es una de sus frases favoritas que quiere decir más o menos: “Después que se ha hecho una ley se encuentra de inmediato el modo para evadirla”. Por eso no es extraño que un taxista en medio a una de esas colas interminables, al ver a un representante de la policía municipal encargada de dirigir el tránsito, se de vuelta y comente filosóficamente: “¿Ve, esa es la razón por la que hay taco?”

Pero todas esas críticas pueden hacerlas solamente ellos. Uno, extranjero, jamás. Porque si tiene la mala idea de empezar a exteriorizar incluso hasta leves alcances sobre cosas que a su juicio no funcionan, hasta ahí nomás llega la amistad. Las mismas personas que hasta hace dos minutos lanzaban violentos vituperios contra esta ciudad y sus gobernantes, se transforman en sus más acérrimos defensores.

Y si de repente consideran que usted peca de arrogancia, mejor que vuelva en otro momento. Porque los romanos, que son bastante arrogantes, aunque aparentemente no lo sean, no soportan esa característica en los extranjeros. Y no solamente en quiénes nacieron más allá de las fronteras del país, sino también en quiénes viven un poco más al norte o más al sur. Por ejemplo en los años de la “dolce vita”, cuando la vía Veneto era el lugar preferido de las estrellas, Frank Sinatra pasó dos o tres veces frente al quiosco de diarios, sin detenerse a discurrir con el dueño, que bastante molesto porque ninguna vez se había parado a hablar con él, le dice a un amigo: ¿Quién se creerá que es ese?

Los romanos no se consideran inferiores a nadie, y esto se traduce en el tuteo. En general el pueblo romano tutea a todo el mundo, excepto cuando quieren hacer negocios. Ahí la música cambia. Si usted entra en una tienda, ya desde el principio lo tratarán de “Doctor”, aunque jamás haya pasado ni siquiera por la vereda del frente de la escuela de medicina. “El título de doctor no se le niega a nadie”, es un dicho romano. Pero las mujeres son llamadas siempre “señora” o “señorita”, por esas sutiles y arcaicas leyes jamás escritas que no han sido derogadas ni siquiera ahora que empezamos el tercer milenio y según las cuáles es el hombre el que tiene derecho al título, mientras para la mujer basta y sobra con ser considerada señora.

Entre las características más evidentes de los habitantes de esta ciudad está, como ya se señalaba, el hablar en voz alta y en tono, por decir lo menos, muy concitado. Para que se vaya ambientando vale la pena entrar en un bar un día lunes en la mañana, cuando se discuten los partidos del día anterior. Junto al tono de voz, las manos se mueven en forma rítmica y cuando parece que uno le va a dar un puñete al otro, todo termina con una frase del tipo …”porque en ese momento yo en vez de ….” y otra larga disquisición sobre lo que hubiese sido capaz de hacer si hubiese tenido en ese momento la pelota.

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Si no le ha dado un ataque al corazón después de haber asistido a una discusión de este calibre, y tampoco se ha puesto a pelear porque no le servían la bebida o el trago inmediatamente, entonces estamos listos para recorrer la Ciudad Eterna sin mayores sobresaltos: lo invitaremos a echar una mirada no solamente a las cosas obvias, que nadie puede dejar de visitar, cuando viaja a Roma, sino también a las menos evidentes. Esas que en general al turista se le pasan por alto y que la mayoría de las veces no aparecen siquiera en las guías, como por ejemplo algunas curiosas leyendas en torno a determinadas calles, monumentos o edificios; consejos para evitar –en lo posible– sufrir robos y numerosas ‘picadas’ donde comprar, comer bien y barato, peinarse los domingos, cosa bastante menos fácil de lo que se cree en Roma.

En resumen, una ayuda para que su viaje a esta hermosa ciudad se convierta verdaderamente en un deleite y no en una pesadilla.

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