Gabriel Castillo-Herrera / Mis herejías rockeras

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Prolegómenos.
No, yo no tuve un papi que me trajera pilas de discos al regreso de sus viajes por el extranjero; él nunca puso pie sobre suelo allende las fronteras mexicanas. De tal suerte que para conocer a los grupos rocanroleros los años de mi juventud —los 60 y 70— y sus avanzados repertorios, los chavos del rumbo teníamos que recurrir a elaboradas técnicas de persuasión —que fuimos depurando en la praxis revolucionaria del “verbo” y en la dialéctica materialista del “cuatismo”— ante los empleados de los expendios de discos mejor surtidos que guardaban el material que nos quitaba el sueño.

¡Señores y señoras!, ¡pibes y minas!;¡chavos y morritas!, ¡valedores y jainitas!, con ustedes: ¡Le rocanrlé! ¡Enchanté, monsieur broderito!

Tal que, aprovechando que nuestros nuevos amigos de las tiendas generalmente eran eruditos en la materia, sólo bastaba darles un poco de cuerda (como a los cochecillos de mi infancia) para que soltaran toda su sapiencia y la compartieran con nosotros a la vez que podíamos escuchar varios acetatos “de gorra”(gratis) con la compra de sólo uno.

Ese “uno” daba vuelta por todo el vecindario. Nos reuníamos en las casas de los pocos y afortunados poseedores de una consola estéreo para pasarnos horas y horas como embrujados. Así, de la licenciatura en melomanía, pasábamos a doctorarnos en crítica musical; sobre todo quienes poseíamos algún conocimiento esa materia o tocábamos algún instrumento, ya que esa condición nos brindaba la oportunidad de engrosar nuestro particular repertorio, el que adquiríamos —baquetas, guitarra o bajo en mano— repitiendo mil veces el paso de la aguja sobre los surcos del fonograma, y los dedos sobre el diapasón, hasta copiar en nuestra memoria los detalles de cada rola.

Así adquirimos nuestros parámetros estéticos y los de grado de dificultad técnica en la ejecución de cada instrumento.

Supongo que la mejor ganancia por escuchar críticamente tanta música en esos años —y que confirmé mucho tiempo después, al introducirme en el estudio somero de la terapia Gestalt— fue descubrir el proceso del “darse cuenta”: encontré que para llevar a cabo cualquier tarea de corte artístico (sobre todo en la composición) poco vale la intuición —la inspiración— o la habilidad técnica; hay que tener una visión general del mundo y de las cosas que lo conforman. Hay que tener algo qué decir —en la letra de la canción— y que expresar en lo musical.

No bastaba entonces ser buen cantante ni buen músico —como es el paradigma en la actualidad— para ser de los mejores. Había que tener —como hay que tener hoy— la cabeza llena de reflejos del exterior, elaborarlos desde diferentes perspectivas, nutrirlo con diversas disciplinas y mandarlo nuevamente al mundo de la materialidad en forma de canciones y música.

Tal que la época misma generó los elementos cognitivos y estéticos para poder llegar a convertirse en un perverso apóstata a riesgo de ser lapidado por la gerontocracia papal de rocanroleros que hoy no distingue entre lo bueno y lo malo, entre la calidad y la cantidad, entre trascendente e intrascendente. El rock de los sesentas se ha convertido en un hito; pero habría que hacer distinciones: no todo lo producido entonces se correspondía con la coyuntura social, política, artística y filosófica de esos años.

El mundo de post guerra se convulsionaba en busca de lo nuevo en todos los órdenes mientras que las instancias conservadoras hacían lo imposible por detener el paso del tiempo. Así que ése fue el caldo de cultivo de la nueva música. Hubo una explosión de talentos porque la época estuvo plagada de explosiones en todos sentidos. Se crearon, también, iconos al fragor de las batallas que, así como brillaban, se apagaban. Fuegos fatuos.

Primera herejía
Desde el escenario anterior, Elvis Presley será considerado por millones muy “Rey del Rock’n’roll” pero jamás estará a la altura de los genios de Liverpool, por decir lo menos. Sólo tuvo la fortuna de contar con una buena voz, ser medio “rostro”, mover las caderas y pasar por ahí, a la hora y el lugar donde se estaba inventando la nueva música que sería un canto a la inconformidad, la rebeldía, ante un mundo pazguato —por un lado— que no ofrecía a los jóvenes nada más que convertirse en carne de cañón, para las guerras que implementaban sus padres contra todos los que fueran diferentes a ellos, y convertirlos en vendedores y consumidores de todo lo que se les ocurriera, a cambio de una vejez prematura: con tostadores de pan, con refrigeradores, con aire acondicionado, sentaditos en cómodos sillones idiotizándose frente a la tele, rodeados de su bonita familia y —God bless you all— con caca en la cabeza. ¡Mira qué bonito! ¡Elvis se fue a hacer su servicio militar como good boy!

Ese era un rock muy american dream. Que aún así haya espantado al buen burgués con conciencia de predicador es otra cosa: mojigatería. In God we trust, but time is money. So what?

El rock tuvo que irse de paseo al otro lado del mundo, a Europa; precisamente a Inglaterra, para culturizarse; para dejar de ser inocua diversión, romanticismo ramplón y respetuosísima mentada de madre a sus mayores; tuvo que largarse a un sitio donde la juventud vivía en la desesperanza y las calles albergaban la devastación de post guerra. Tuvo que ir allá y alimentarse de nihilismo para alcanzar la categoría de arte y resurgir como canto contestatario.

En los Estados Unidos sobrevivía un tipo de rock marginal y casi proscrito que se componía y tocaba sólo en ghettos y universidades; por negros que no eran partícipes del american güey of laif y por güeritos con acceso al conocimiento humanista y artístico; por Chuckes Berrys y Bobes Dylans.

Inglaterra se contagió de ese rock inicial que sonaba duro pero que cantaba intrascendencias: Zapatitos de ante azul, rocks carcelarios y perros rastreadores que eran asimilados por Cliff Richards y los Shadows. Sin embargo, pronto se contagió con el virus de blues proveniente, también, de la Gringoamérica. Entonces se convirtió en contestatario por dos vertientes y joven como característica esencial. Y, a fin de cuentas, revolucionario.

Así que en ese lugar en el que aún eran descubiertas bombas alemanas sin estallar surgieron sus majestades: The Beatles. Pero sus majestades habían crecido bajo la influencia musical del mismo rock gringués. Eran inocuos. Así tuvieron que cultivarse artísticamente por dos vías: la externa (la influencia y enseñanzas de George Martin) y la interna (la voracidad intelectual y humanista de John Lennon). Y así fue como aprendieron a estar en el mundo nuevo, de cambios, y reflejarlo en su música.

El rock’n’roll se convirtió en Rock, a secas, y devino en arte a partir de “Rubber Soul” y se consolidó con “Revolver”.

Y así regresó a los EEUU, donde los gringuitos tuvieron que hacer lo necesario para que su roquito se volteara de cabeza. Tuvieron que darse cuenta de que tenían que transformarlo en manifestación cultural, artística, y despojarlo de su cariz insulso. Los europeos tenían historia; pero los hotdogeaters no. Ellos tuvieron que desprenderse del cow boy que llevaban muy adentro; del macartismo aprendido en casita con sus papis; y ellas de la Doris Day que albergaba su corazón.

Grace Slick tomó su flautita transversa, y su voz de ángel de los infiernos, y se marchó a formar parte del Jefferson Airplane de Jorma Kaukonen.

Jim (quién sabe por qué hoy se nombra “Gene”) Mc Guinn se compró una Rickenbaker de 12 cuerdas, recopiló varias rolas de Dylan y se largó a buscar a David Crosby para formar a The Byrds.

Joachim Krauledat, alias John Kay, junto con Gabriel Mekler, diseña al Lobo Estepario: Steppenwolf. Y el rock se mete en política antigringa.

John Cipolina forma Quicksilver Messenger Service.

Lou Reed y John Cale, Velvet Underground. Profecía de lo punketo.

Y, Cuando la música termina la luz se apaga: The Doors.

El rock se torna en plataforma pacifista, intelectual y snob mientras que surgen los ángeles caídos en la música de ambos lados del Atlántico.

Es una etapa tan pletórica de manifestaciones que lo burdo se mezcla y confunde con lo elaborado; lo simplón, con el arte; lo espectacular, con lo efectivo.

En Inglaterra pasan por las filas de un solo grupo, The Yardbirds, los tres mejores guitarristas de rock: Eric Clapton, Jeff Beck y Jimmy Page.

Segunda herejía
Steppenwolf se mete duro contra Nixon; en contraparte, un guitarrista apolítico, Jimmy Hendrix, toca inspirado el himno de los Estados Unidos, país que envía a sus jóvenes a ser desmembrados en Viet Nam. Es reverenciado mientras destroza su instrumento, el que posteriormente incendia. ¿A quién, en su sano juicio, se le ocurriría incendiar una Stratocaster? Y aun podría ser una Guya Tone, la marca no importa; lo abyecto es la inmolación de lo que le hace expresarse —supuestamente— artísticamente. (“No estamos tocando, estamos haciendo el amor”, dijo alguien de Jefferson Airplane). ¿Quemar algo con lo que se hace el amor?

Clapton —modesto— alguna vez afirmó que El Guitarrista era Hendrix, no él. Sin embargo, hay una gran distancia entre ambos: Eric es un artista; Jimmy, quien abusaba de los efectos, un malabarista que comparado —tarea temporal y espacialmente imposible pero ilustrativa— con los guitarristas de la Escuela de California (Joe Satriani y Steve Vai) parecería tullido. A mi modo de ver, la aportación mayor de Hendrix fue la Wah-wha. Pero George Harrison introdujo el Phaser y su estatura no deriva de ello.

Tercera herejía
De ordinario, se habla de “los genios de Liverpool” refiriéndose, en esencia, a John y Paul. George Harrison hizo posible que los Beatles se separaran del resto de los grupos al introducir en su música, aparte de la cítara, escalas musicales cuyo origen pertenece a la música oriental, impensables para una música nacida en occidente.

Se puede no comulgar con el pensamiento hindú, pero lo cierto es que proporcionó al grupo una forma intelectual que revolucionó las formas de expresión artística (ya hemos dicho la diferencia entre el rock anterior y el posterior: aquél fue elaborado sin un trasfondo intelectual, reflejaba sólo vivencias rutinarias). Transformó el rock. De tal forma que los revolucionarios del grupo fueron el avagardista John y George. Mc Cartney es un excelente músico y compositor; pero no quien haría una revolución como fue la beatleana.

Cuarta herejía
Beatles o Rolling Stones. “Los rolling eran los ‘macizos’; los Bitles, fresas”. Concederemos, qué más da; pero quienes hicieron la revolución musical, porque tenían con qué hacerla (preparación musical, ideas y una visión general del mundo) fueron los de Liverpool. Desafortunadamente, la buena música se hace a partir del dominio o asimilación de una concepción estética, no desde lo “macizo”.

Hoy, el “macizo” Mick Jagger hace su vida en el jet set (¡santísima macicés, Batman!) y su satánica y farmacéutica compañía, Keith Richards, continúa tocando tal y como lo hacía hace más de cuarenta años. Lo que fue manifestación contestataria, si permanece en esa categoría, se convierte en reaccionario. Lo que vale, entonces como hoy y siempre, es transformar lo contestatario en revolucionario.

Y continúan las sardónicas herejías

Hay una tendencia manifestada por la real añoranza del rock que aún hoy cree que entre más destrampado, mejor músico se podría ser. ¿Keith Moon mejor que Ginger “Pataloca” Baker?, ¿mejor que el Bonzo? ¡Pamba loca! Una cosa es que a alguien pueda gustarle más aquél, y en gustos todo se vale. Y, de risa loca: “Led Zeppelín es el pionero del heavy metal”. ¡Ja ja! Sí, tanto como Jefferson Airplane del “pasito duranguense”.

Bueno, ya me estoy poniendo demasiado irreverente; así que mejor me despido con la última herejía (que ya toca los tempranos 70): ¿Qué es “El lado Oscuro de la Luna” comparado con “Close to the Edge”? Muy poco, realmente muy poco.

Se reciben jitomatazos en el correo electrónico del autor (arbolperenne@yahoo.com.mx).

Gabriel Castillo-Herera es artista visual, músico y escritor (ver: aquí).

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