GABRIELA MISTRAL MURIÓ EN PAÍS SIN NOMBRE

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Sus despojos recibieron sepultura definitiva en Monte Grande, Valle de Elqui. Su tumba fue elegida por Pablo Neruda y el traslado definitivo de sus restos a ese lugar contó con la acción de la Sociedad de Escritores de Chile (SECh), que le puso la lápida, como consta en el Archivo de Margarita Aguirre, secretaria del poeta, quien cita a Neruda:

“[…] hace algunos días pasé por el sitio donde reposan los restos de la poetisa. Todo es asombroso en aquella tumba. Yo mismo obtuve el terreno para que ella descansara allí, en Monte Grande, en la aldea en que nació. Yo mismo escogí aquel sitio en una colina.

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«Gabriela Mistral vivió en todas partes, en Italia, en Brasil, en España, en los Estados Unidos. Y dentro de Chile en el norte del desierto de Atacama y en las soledades de la Patagonia. Pero dejó escrito en su testamento que la enterraran en su aldea, en Monte Grande. Yo cumplí con sus deseos. Busqué un rincón de tierra y los escritores entregamos ese sitio al gobierno. Los escritores pusimos una gran lápida de piedra y el Estado trasladó allí la sepultura de ella. Y allí la dejó abandonada”.

«En la lápida fueron grabadas las dos siguientes oraciones que supieron respetar Pablo Neruda y los escritores de Chile:

«Es mi voluntad que mi cuerpo sea enterrado en mi amado pueblo de Monte Grande del Valle de Elqui».

«Lo que el alma hace por su cuerpo, es lo que el artista hace por su pueblo».

Ahora último, sin consultar a la SECh ni a nadie, se ha instalado tras la lápida una cruz de palo sujeta con alambres que destruye toda la elevación y sobriedad, acorde con el espíritu de Gabriela, que los escritores imprimimos a su sepultura.

Entrevisté al poeta Humberto Díaz-Casanueva pocas semanas antes de su muerte, entonces él me habló de esos días tristes, previos al fin de la admirada maestra, ofreciéndonos un dramático cuadro de la lucha de los poetas contra los rituales y mercadeos de la muerte:

«Yo estaba como delegado en una asamblea de las Naciones Unidas cuando Gabriela, cónsul en Nueva York, enfermó de cáncer al páncreas. En ese tiempo, también se encontraba allá mi gran amigo, el poeta Rosamel del Valle. Juntos, la íbamos a ver. Pero estaba en el hospital de Hempstead para morirse y no recuperó el conocimiento.

«Ella se hallaba en un tercer piso. Una mujer quería filmar sus últimos momentos y ello me causó una indignación tremenda. Cerré la puerta y prohibí toda intromisión. Murió y ya pasó a los elementos oficiales y los poetas, Rosamel del Valle y yo, nos hicimos a un lado, nada podíamos hacer.

«La sometieron al proceso de llevarla a una funeraria enorme donde hallamos los cadáveres en las posiciones más estrafalarias, por ejemplo, una viejecita sentada, con los ojos abiertos. Con Rosamel, no flores le llevamos sino espigas de trigo. Me causó una impresión tremenda ver a Gabriela muerta y maquillada, ella que nunca se maquilló en su vida, ahora con rouge en los labios. No me importó que me retaran: tomé mi pañuelo, le saqué el rouge de su boca fría y le puse las espigas…»

Gabriela Mistral cantó a la muerte con la irreverencia propia de un pueblo que llama a la muerte la «Pelada» y al ataúd, el «piyama de palo».

Ella presintió muchas formas de muerte aun la Muerte del mar (Lagar), como consta en el misterioso poema que comienza:
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Se murió el mar una noche,
de una orilla a la otra orilla;
se arrugó, se recogió,
como manto que retiran.

Y se imaginó «La muerte-niña» (Tala) en edades diversas hasta la edad adulta cuando «ya nunca más se moriría», porque la loca que narra la historia puede decir:

—Yo soy de aquellas que bailaban
cuando la Muerte no nacía…

Su familiaridad llegó al extremo de dedicarle la ronda Canción de la muerte (Ternura), donde la llama:

La vieja Empadronadora
la mañosa Muerte

……………..

La Contra-Madre del Mundo
la Convida-gentes…

Esta irreverencia corresponde a un sentido profundo de comprensión de que la muerte da paso a otras formas de vida; de lo efímero de la existencia, de entender a cabalidad que todo se transforma, todo pasa, todo perece: también se muere el mar.

En 1954, Gabriela Mistral visita a Chile y recibe el más increíble homenaje, cuando es el mar el que le “pardea de uniformes”: la flota chilena sale a encontrar el barco donde ella viaja. Tendrá como escolta a la fuerza aérea y al ejército. La recibirán las escuelas con todos sus niños en la calle en Arica, Valparaíso y Santiago; tras ellos, la población entera. Puede regresar a los Estados Unidos con el corazón henchido del amor de su pueblo.

El 8 de abril de 1956, a Gabriela le diagnosticaron arterioesclerosis. Desde el pueblo de Roslyn, Arbor, NY, le escribió a Palma Guillén:

“Deseo salir hacia el clima de las mujeres locas que son felices con su clima: veremos si me dejan llegar al sol […] Pretendo dejar la cama y echarme al sol, que es mi marido…”
(12.11.1956).

Dos días después se le revienta una vena del estómago y se le produce una hemorragia por la boca; entonces se le revela un cáncer al páncreas. La llevan al Hempstead Hospital. El 3 de enero, cae en coma cuando está oyendo música hebrea.

El jueves 10 de enero de 1957, «en país sin nombre», Gabriela Mistral, pide que le lean los salmos de David y en ese instante, muere.

Murió como lo vaticinó en el extraño poema País de la ausencia. Esto cobra mayor sentido cuando se piensa que sólo dos en el mundo han sido considerados como países sin nombre: los Estados Unidos de Norteamérica y lo que hasta hace poco se llamó Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas:

País de la ausencia,
extraño país,

………………….

y en país sin nombre

me voy a morir.
………………….

Me nació de cosas
que no son país;
de patrias y patrias
que tuve y perdí;
de las criaturas
que yo vi morir;
de lo que era mío
y se fue de mí.

Perdí cordilleras
en donde dormí;
perdí huertos de oro
dulces de vivir;
perdí yo las islas
de caña y añil,
y las sombras de ellos
me las vi ceñir
y juntas y amantes
hacerse país.

Guedejas de nieblas
sin dorso y cerviz,
alientos dormidos
me los vi seguir,
y en años errantes
volverse país,
y en país sin nombre
me voy a morir.

Vate es sinónimo de poeta y significa ser poseedor del don de vaticinar, antever o anticipar los fenómenos. En Piedra negra una sobre piedra blanca (Poemas humanos) el poeta peruano César Vallejo también vaticinó el lugar de su muerte:

Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París —y no me corro—
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

A este fenómeno se refirió el poeta nicaragüense Pablo Antonio Cuadra cuando dijo:

«Se trata de verdaderas profecías o previsiones que comprueban la condición «vática» de esta misteriosa corriente que posee el poeta y que vulgarmente se llama «inspiración». Gabriela Mistral añade un testimonio más: Hace no menos de treinta años la gran poetisa chilena escribió un poema de visión futura titulado La extranjera. Quizás sólo ella sabía de quién hablaba en el pronóstico cumplido en esa madrugada del diez de enero:

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Vivirá entre nosotros ochenta años
pero siempre será como si llega,
hablando lengua que jadea y gime
y la entienden sólo bestezuelas.

Y va a morirse en medio de nosotros,
en una noche en la que más padezca,
con sólo su destino por almohada
de una muerte callada y extranjera.

La palabra extranjera la subrayó ella. Y más parece un comentario, no a su agonía y muerte, sino a su profecía-poema, la pregunta que le hizo a Humberto Díaz-Casanueva la enfermera del Hempstead Hospital:

—¿Es tan famosa esa señora? ¡Cómo sufre… es tan buena!…

Y así murió Gabriela: hablando con dejos de sus mares bárbaros, al terminar «una noche en la que más padezca» y… en Nueva York, “de una muerte callada y… extranjera».

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Periodista y escritora. Dirige Anaquel Austral, revista cultural digital: www.virginia-vidal.com.

Texto basado en capítulo del libro de su autoría Agua Viva. Gabriela Mistral y la juventud. Editorial Texidó, Santiago, 1994.

Addenda
UNA LARGA ESPERA

Es mucho lo que su país debe a la Mistral. Desde luego el haber intentado romper el mito de un «Chile blanco» en contraposición a la «indianidad» del resto de América. O haber puesto a la Humanidad –en especial a la humanidad pobre representada por los niños– en el primer plano de la cultura. Y también haber rescatado la primera las raíces del concepto amor –amor a la humanidad, amor al prójimo, amor candente que se expresa sobre todo en justicia social–.

Hace 35 años el Estado de Chile, representado por el gobierno presidido por Salvador Allende, le rindió un homenaje: haber puesto su nombre en el edificio destinado a la cultura del pueblo, mole de cemento y acero y cobre levantado a toda prisa y con toda diligencia por sus arquitectos y constructores, que vieron reflejado en su trabajo el destino que querían para la sociedad.

La «cultura» militar-cívica impuesta del modo que ya todos saben a partir de setiembre de 1973 estimó que el nombre de una poeta, de una mujer, no era digno del lugar. Así que cerró «el edificio de la Unctad» para reabrirlo como sede de las tareas «legislativas» y otras de la dictadura. Lo rebautizó Edificio Diego Portales.

En 17 años el miedo a «no hacer las cosas bien» –o a no cumplir el pacto de la curiosa «transición»– parece seguir mojando pantalones y faldas concertacionistas. El edificio no ha vuelto a cumplir el propósito original, su comedor popular fue desmantelado, no se ven trabajos para recuperar los daños del incendio –ni se sabe que se investiguen sus causas y efectos–.

Gabriela Mistral espera. El pueblo espera. La cultura espera.
Y ésta es vergüenza del país ante su pasadao tanto como frente a lo que vendrá.

(L.N.)

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