Halloween: el miedo, el aprendizaje. – NOCTURNA ESCUELA DE PIRAÑAS

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

foto Orígenes.No hay párrafo en el libro de la historia de nuestra especie que no contenga un espectro, un duende, un hada u otro elemental de la naturaleza, dioses varios, héroes y titanes, derrotas de la muerte y derrotas de la vida, monstruos, seres de otros mundos, demonios… Todos tienen roles importantes en una u otra etapa del desenvolvimiento social.

Los trolls, en Suecia –y en general en la península escandinava–, pueden ser peligrosos, en especial los altos que viven en las montañas y rondan los túmulos de viejas tumbas de guerreros olvidados; los koboldos alemanes son de tipo doméstico: aman el buen fuego de la chimenea y bajo ciertas condiciones cumplen algunos servicios en la casa.

La quimera es muy peligrosa y la salamandra permanece oculta; a veces se la entrevé en las llamas, incluso en la mínima de un fósforo. Las haditas del jardín son caprichosas, las ondinas de ríos y fuentes tímidas y sabias, silenciosas las hamadriadas y con los elfos es posible mantener algún tipo de relaciones. Apuntó Von Hohenhoim en el siglo XVI: si se cree en un dios creador de las cosas, ¿por qué no creer que haya también creado ovejitas que pastan en campos de fuego?

Día de muertos.La gente celta, que habitó entre Francia, Galicia y parte de las islas británicas, dejó un recuento de seres maravillosos –o monstruosos– que en nada envidian a las leyendas griegas, escandinavas, eslavas o germanas. Cuentos y consejas que de algún modo perviven hasta nuestros días (como pervive y renace en nuestros días la vieja sabiduría y relaciones –mítica u real– de las naciones originarias de América, con sus poblaciones de espíritus, duendes, dioses y fuerzas del Cielo, la Mar y la Tierra).

Todos los seres que poblarían el planeta en dimensiones paralelas a la nuestra –y que a veces abren puertas de comunicación entre ambas– se vinculan con la manifestaciones vitales y aspiraciones a medio esfumar: vencer el silencio de la muerte, viajar por el tiempo, gobernar las pasiones… La mayor parte en concreto tienen que ver con el paso de las estaciones medidas por los solsticios, que representan el sueño y despertar de la fertilidad en plantas y animales. foto

Tan así, que no han faltado quienes aseguran muy en serio que los cuentos de hadas no se se refieren a relatos sobre estos elementales, sino a relatos que ellos contaron a los humanos, y que no terminamos de entender porque los hemos parcialmente olvidado.

El primero de noviembre cristiano –día de recordar y tributar a muertos familiares y santos –intermediarios– comunes entre el ser humano y dios se monta sobre creencias, ceremoniales y costumbres mucho más antiguos. En el hemisferio Norte los celtas –pero no sólo ellos– consideran el final de octubre el comienzo de la oscuridad, el anuncio de la lluvia, la nieve, el frío y el reposo. Han sido recogidas las cosechas de otoño y la Pachamama del norte dormirá para despertar lentamente la próxima primavera.

Y en una noche precisa de esos días los muertos que no quieren permanecer distantes harán un esfuerzo por regresar. Las aldeas entonces montan una astuta defensa: los niños, que son lo más vulnerable y lo que más se debe proteger, pero también los adultos se cubren con pieles de animales, con ramas, se esconden en el granero; los colores más usados esa noche alucinante serán el negro –la invisibilidad– y el naranja –la luz–. Las casas se ensuciarán con lodo y no se recogerá el estiércol en gallineros y establos. Así los muertos, derrotados por la mugre y el desorden, pasarán de largo y con el asomar de la madrugada volverán a su territorio innombrable.

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Con el tiempo el temor se fue aplacando y los niños salieron a tocar la casa del vecino como recordatorio de la batalla que nunca terminará. El vecino les daba golosinas: galletas, leche y pan dulce que se les preparaba durante la tarde. Como jamás un temor es vencido por completo, prudentemente los niños salían disfrazada su condición con ropajes que permitieran confundirlos con duendes, seres a los que los muertos dejaban en paz. Uno nunca sabe.

Comprar mejor que hacer. Trasplantada la conmemoración del primero de noviembre a América por los inmigrantes irlandeses que huyen de la hambruna –la peste de la papa, en 1845– y se refugian en EEUU a mediados del siglo XIX, la fecha pronto se extendió a otros sectores, cambió de significado, sentido y rol social para convertirse en una fiesta. El cine y luego la televisión luego «aculturaron» primero a las capas más informadas de otras sociedades y después, en general, a población, que vio en el jalouín motivo de festejo y similitud con los patrones «superiores» de la cultura estadounidense.

Las iglesias cristianas pierden la batalla contra lo que habían imitado y absorbido; las creencias antiguas renacen desprovistas de sustancia, se transforman en caricatura. Gana el comercio –que estimula la fiesta para vender máscaras, túnicas, zapallos –zapallo, no calabaza, papa, no patata–, pinturas fosforescentes, disfraces completos, y porque se trata de un ritual en cuya base late el miedo asoman Drácula, el hombre-lobo, algunos trolls, marcianos malvados…

Ya nade hace galletitas, pan dulce ni chocolate caliente para los niños. Todo se compra. Los espectros de antaño mutan a mercancía, como los humanos de hogaño.

La lección. Visto así –como es en realidad el jalouín en América Latina– no puede sino inspirar tristeza. La misma que destilan las navidades, bodas, bautizos, fiestas de quince años, jubilaciones, graduaciones… No son ni fiestas y conmemoraciones ni rituales que agrupen a las personas por un pasado compartido o un futuro que construir en común, son fechas para peregrinar hasta el altar contemporaneo por excelencia: la caja registradora del comercio más próximo –o más prestigioso–.

En el modo antiguo de pensar cada acción se cumple porque tiene una razón importante y deja una enseñanza que perdura. Nadie podría decir lo mismo en la actualidad. Pero hay más.

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Cuando las familias dejan de «hacer» algo para esos niños que tocarán a la puerta luego de que caiga el sol –o dejan de hacerlo para cualquier cosa– y acuden a la tienda a comprarlo, la magia se rompe y el tributo se convierte en un acto de consumo. El consumo, se nos dice, lejos de ser obligado es voluntario; antes se luchaba por ser ciudadano o ciudadana, hoy se trata de ser un buen consumidor. Lo que está en el fondo de Halloween –el tributo a la muerte para seguir con vida, el pago al invierno para que regrese la primavera– se convierte en exacción gratuita.

La inocencia de la niñez al servicio de la ganancia corporativa aun antes de que el niño logre el status de real consumidor. Como esos sacerdotes, maestros o guardadores de niñas y niños que los desnudan con su deseo sin nobleza aún antes de terminar de mirarlos, como en el caso de la paidofilia, el sistema pervierte desde el comienzo de la vida social.

En América Latina, al menos, sucede que los niños de las clases donde ser acomodado es casi una virtud natural salen en la noche del 31 de octubre a buscar algo que sienten tienen derecho a recibir; en las barriadas más pobres donde esta imbecilidad jalouinesca también terminó por penetrar, el niño aprende que pedir una limosna es una manera de conformarse con algo de entre lo que quisiera. Unos tienen derechos para tomar, los otros tienen la obligación de pedir.

Y unos y otros tomarán y recibirán silenciosa y solitariamente. Llegarán a sus casas con el puño apretando tres dulces o con cuatro galletitas como tintineando en la bolsa ad hoz comprada para el efecto.

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Los que dieron la golosina no habrán sentido nada, no se sintieron más cerca de sus vecinos, los minutos del «truco o trato» conformaron otro paso, menor, en el tránsito de la trivialidad que nos prepara para mayores egoísmos y consumos. Al día siguiente algunos integrantes de la familia irán al cementerio de la localidad, dejarán un par de flores, dirán una oración. Tendrán penas, buscarán consuelo en su magra fe, se les humedecerán los ojos a muchos… Pero esos muertos ya no significan nada para la comunidad a la que pertenecieron. Se los comió el consumo.

Así nos va.

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