¿Historia o leyenda? – MENGELE: LA PISTA PARAGUAYA

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

A comienzos de 1994 Asunción del Paraguay mostraba al visitante una fauna urbana bien definida formada por sectas evangelistas norteamericanas, menonitas de ascendencia alemana y mendigos profesionales compartiendo acera con niños abandonados y limpiabotas.
Deambulando por el mismo espacio, junto a todos ellos, pero a años luz de su condición social, un grupo de hombres ya maduros, de aspecto europeo, se movían, preferentemente en taxi, entre sus negocios y diversos locales de alterne y restaurantes.

Seguros de sí mismos, generosos en sus propinas, familiares con los camareros que les atendían con prolijidad, formaban una casta aparte.

Mi áspero acento peninsular, en contraste con la musicalidad del español paraguayo, y la condición de hombre blanco desplazándose sin ocupación aparente por el país despertaron, en un primer momento la curiosidad y poco después la camaradería, expresada en una sucesión de botellones de cerveza servidos en cubiteras rebosantes de hielo a fin de combatir la canícula que se alargaba hasta bien entrada la noche en las terrazas del centro.

Aquellas noches plácidas y conversadoras transcurrieron con los únicos sobresaltos a los que predispone la excesiva libación en locales como la señorial cervecería Austria, el restaurante El Capricho o el asador Noches del Paraguay.

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Refugiados nazis

Mis contertulios eran gente inspirada y ocurrente a los que gustaba hacer gala de cosmopolitismo y erudición. El origen del ajedrez, tal obra de Borges o la localización de un determinado monumento romano o de un hotel en la capital de Italia no eran temas ajenos a nuestra conversación, en la que, por lo demás, mi participación se reducía a poco más que una atenta escucha.

Por la ascendencia que ejercía sobre los demás, Manuel Morales, un malagueño de temperamento mercurial, podía ser considerado como un referente obligado. Antisemita sin matices hablaba con sorna de su exilio en Paraguay desde el simbólico noviembre de 1975, mes del fallecimiento de Franco. En sus intervenciones no se le interrumpía y era entonces cuando sentaba cátedra sobre el contrabando a gran escala que desarrollaba, en compañía de otros socios, alguno de los cuales estaba allí mismo sentado, entre São Paulo y Asunción.

Una de aquellas madrugadas, en el bar de Casa Viola, se habló de refugiados nazis y ese resultó ser un tema que algunos de los presentes dominaban a la perfección.

–Habrás oído hablar de la red Odessa –comentó Morales, y antes de esperar mi respuesta, prosiguió –Todo una patraña. Los alemanes que llegaron aquí después de la Guerra Mundial lo hicieron con una mano delante y la otra atrás. Sin excepción. Se integraron en las colonias alemanas ya existentes y trabajaron duro.

El grupo, del que formaba parte Fredo, un alemán de distinguida apariencia, que fumaba en pipa y del que se decía que dominaba el latín y el griego clásicos, confirmó estos argumentos con vehemencia. Se puso el ejemplo del teniente coronel de las SS Adolf Eichmann, secuestrado por el Mossad israelí en Buenos Aires y sentenciado a muerte meses más tarde en Jerusalén, acusado de haber diseñado la logística que hizo posible la masiva deportación de judíos a Auschwitz.

Se habló, de la detención en Bolivia de Klaus Barbie, del oportunismo y, a su juicio, de la mala fe del caza nazis Simon Wiessenthal “empeñado en perseguir hombres que después de haber perdido una guerra trabajan honradamente labrándose un futuro”.

La sorpresa de conocer sin tapujos las opiniones acerca del Holocausto de mis compañeros de mesa fue prontamente superada por otra afirmación de Morales.

–Después de la detención de Eichmann sólo pudieron cazar a los que no tomaron las debidas precauciones. Con el “viejo” (Mengele) no pudieron.

–Se publicó que había muerto ahogado en Brasil –aduje.

–Patrañas. Eso es lo que él y los suyos quisieron que creyera el mundo. Después de la captura de Eichmann, Mengele se había vuelto una obsesión para los israelíes. Hubo que inventar algo para desviar la atención y se hizo bien. La prensa se hizo eco de que había muerto ahogado en Brasil y de la posterior certificación de su identidad gracias a empastes, paletas dentales separadas y pruebas genéticas.

«Todo fue un engaño. Mengele murió de viejo hace poco y muy cerca de aquí, en San Bernardino. Alguno de nosotros tuvimos trato con él y, a día de hoy, seguimos teniendo contacto con sus amigos y familia, los Naumann –añadió.

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El resto de contertulios asintió con naturalidad ante las palabras de Morales, sin esbozar una sonrisa, sin un gesto de incredulidad o de sorpresa ante lo que, a todas luces, sólo era una revelación para mí.

Josef Mengele

Cuando el 25 de enero de 1945 las tropas soviéticas alcanzaron, en su ofensiva hacia Berlín, las primeras alambradas que delimitaban el inmenso campo de exterminio de Auschwitz Birkenau, apenas quedaban dentro prisioneros con vida. El campo se levantó en una zona despoblada, en el sur de Polonia, una inmensa llanura salpicada por bosques de abedules y ciénagas. La inmensa factoría del terror que funcionó como un perfecto mecano en el que, incluso, hubo un departamento médico cuya función no consistía en sanar a los enfermos sino en facilitar con técnicas científicas el exterminio de los deportados. Josef Mengele fue capitán médico en Auschwitz.

Nacido en 1911 en el seno de una acaudalada familia bávara, Josef Mengele adhirió desde su primera juventud al pujante movimiento nazi en la Alemania de entreguerras. Las agrupaciones paramilitares “Casco de Acero” y los grupos de asalto SA le tuvieron entre sus filas a edad temprana.

En 1935 se doctoró en antropología en la Universidad de Munich defendiendo una tesis que sostenía las diferencias raciales en la estructura de la mandíbula humana. Tres años más tarde se doctoraría en medicina con una tesis titulada Estudios de la fisura labial-mandibular palatina en ciertas tribus. No deja de ser revelador que, cuando muchos años más tarde, en 1979, se encontrara, el que dijeron que era su cadáver, ahogado en una playa brasileña, el reconocimiento científico del cuerpo se basara en pruebas extraídas de su mandíbula y dientes.

En 1942, en el frente ruso, cerca de Rostov, fue herido de gravedad en una pierna y declarado no apto para el combate. Condecorado y con una aureola de héroe se incorporó, en calidad de médico, al campo gitano de Auschwitz. A Mengele, médico genetista imbuido por las teorías raciales que en aquella época estaban en boga en buena parte de Europa, las posibilidades de experimentación que se le abrían debieron parecerle infinitas y el campo de exterminio un paraíso.

El ser humano se degradó en Auschwitz hasta convertirse en cobaya y Mengele se aupó a la categoría de dios. Puesto en pie sobre la rampa a la que llegaban los atestados trenes, el “Angel de la muerte” decidía con una indicación de su fusta sobre la vida y la muerte. A la derecha, en lo que en la práctica se convirtió en una antesala de la cámara de gas, mandaba formar a los viejos, buena parte de las mujeres, los niños y los enfermos. A la izquierda las mujeres jóvenes y los hombres más sanos que todavía podían ser esclavizados en el campo.

Los supervivientes le recuerdan como un uniformado apuesto y elegante, perfumado, que no dudaba en disparar personalmente contra algún deportado que no observara las draconianas reglas del campo. Sin embargo, el principal interés de Mengele en asistir a la llegada de los trenes cargados de hombres y mujeres deportados desde todos los puntos de Europa, era localizar a sus cobayas, entre los que tenían preferencia los recién nacidos, algunos tullidos, los enanos y deformes y, por encima de todos ellos, su obsesión: los gemelos.

Los investigadores del genocidio hablan de su pretensión de crear mediante cirugía hermanos siameses, intentos de cambiar el color de los ojos, inmersiones en agua helada a fin de documentar los efectos de la hipotermia, operaciones en la médula espinal y aberraciones afines.

Mengele no obró por su cuenta. Los experimentos fueron financiados por el régimen nazi. El capitán médico de Auschwitz fue deudor intelectual de las teorías eugenésicas defendidas, entre otros, por Otmar von Verschuer y por Ferdinand Sauerbruch del instituto berlinés de genética Káiser Wilhem.

La huida

Mengele no fue un loco autista inmerso en sus experimentos. Desde mediados de 1944 comprendió que la suerte de la Alemania nazi estaba echada. El 17 de enero de 1945, diez días antes de que el campo fuera liberado por el Ejército Rojo, Mengele lo abandonó de forma encubierta. Semanas antes algunos trabajadores-esclavos del campo cargaron, bajo sus indicaciones, en un vagón de tren, cajas llenas de lingotes de oro procedentes de las extracciones dentales de los exterminados con destino a la ciudad alemana de Günzburg. Mengele preparaba su huida consciente de que en el nuevo orden salido de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial no habría cabida para él y los suyos.

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Desde este momento las fuentes que arrojan luz sobre la nueva trayectoria del científico genocida entran en penumbra y, en ocasiones, se contradicen. En abril de 1945, camuflado como miembro de la infantería regular alemana Mengele huyó, siempre hacia el oeste, del avance soviético. Capturado como prisionero de guerra cerca de Nuremberg, fue liberado, a las pocas semanas, por los aliados que desconocían su identidad. A pesar de ser un miembro cualificado de las SS, Mengele no se tatuó su grupo sanguíneo en el brazo como era ritual entre sus colegas, lo que le ayudó a pasar inadvertido en un primer momento.

Después de ocultarse durante un tiempo en Baviera consiguió embarcarse, con pasaporte falso –expedido por la Cruz Roja a nombre de Helmut Gregor– con destino Buenos Aires.

A partir de su llegada a América del Sur se suceden los alias y las localizaciones diferentes. Fritz Ulman, Fritz Hollmann, Pedro Gerhard o Wolfgang Gerdhard fueron alguno de los nombres escogidos para alumbrar alguna de sus nuevas personalidades. Se aseguró que tanto el dictador paraguayo Stroessner, como el caudillo argentino Perón le habían tratado personalmente y que contribuyeron a que su retiro anónimo fuese seguro.

En la década de los cincuentas el caza nazis Simón Wiessenthal encontró el acta de divorcio de su primera mujer, Irene, y se han documentado viajes suyos a Suiza, para visitar a su hijo Rolf o su paso por el aeropuerto internacional de Miami con destino Paraguay.

Es innegable que después del secuestro de Eichmann en Buenos Aires por parte de los servicios secretos israelíes, Mengele supo que estaba en el punto de mira del Mossad. Su vida apartada y con identidad ficticia se hizo aún más hermética y anónima. Sin embargo parece evidente que tanto su huida como su vida en la clandestinidad sólo fue posible porque los servicios secretos occidentales decidieron hacer la vista gorda.

Anticomunismo salvador

Destruida la tiranía nazi el comunismo se convirtió en el nuevo enemigo a batir. En los últimos meses de la guerra, bautizados con los nombres de V-1 y V-2, los primeros misiles habían alcanzado Londres desde Alemania. El desarrollo de esta tecnología y todo lo relacionado con la aeronáutica y la energía atómica fueron las nuevas obsesiones para los ganadores de la contienda mundial. Los científicos que pusieron su saber al servicio de la Alemania nazi debían ser a su vez captados por Washington o Londres.

Se diseñaron planes, como la operación Paperclip, para evacuar hacia Estados Unidos a la mayor parte de la comunidad científica alemana antes de que ésta cayera en manos de los soviéticos, igualmente interesados en patrimonializar estas nacientes tecnologías de aplicación militar. Con la Iglesia bautizando a la amenaza comunista como “demonio rojo” y con las antiguas colonias europeas embarcadas en sus luchas de liberación nacional, la Europa que trataba de alzarse de las ruinas dio por cerrado uno de los capítulos más negros de su historia con los juicios de Nuremberg.

El deseo y las ventajas de olvidar para occidente fueron el coladero aprovechado por Mengele y los de su ralea para iniciar una nueva vida en América del Sur. El hecho de que en algunos países como Paraguay existiera una nutrida colonia teutónica de origen religioso, los menonitas, les ayudó a pasar desapercibidos, mientras que su anticomunismo militante les granjeó la tolerancia y las simpatías de los dictadores sudamericanos.

La vuelta

El colmado El Capricho, de ambiente andaluz y ubicado en una céntrica calle de Asunción del Paraguay, sigue decorado, al igual que en mi primera visita, hace ya trece años, de forma rústica, con sartenes, trébedes y azulejos colgados de sus muros. En uno de ellos y al lado de un cráneo humano simulado que ironiza sobre la mandíbula que supuestamente identificó a Mengele, un refrán escrito sobre un plato esmaltado reza “Es bueno tener amigos hasta en el infierno”.

En un día de finales de noviembre de 2007, con una canícula extrema que hacía subir el termómetro por encima de los 42º, volví a traspasar el umbral de este restaurante que fuera propiedad de Manuel Morales. Para mi sorpresa allí estaba, inconfundible, el personaje que me hablara, hace una década larga, de su relación con Mengele.

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A pesar de lo temprano de la hora el Chivas con cola parecía una prolongación de su mano. Ya no era el propietario del restaurante, pero aún así los camareros corrían solícitos a la menor de sus indicaciones.

Cuando le refresqué la memoria me miró con curiosidad, sin suspicacia. Volvimos a hablar de “el viejo”, del montaje de su muerte oficial, de la familia Naumann, del retiro de Mengele en San Bernardino y de la viuda “metida ahora en líos financieros por tratar de evadir millones de dólares”. Sin embargo, su pasada arrogancia sin fisuras, aunque todavía presente, se teñía ahora de algo parecido a la nostalgia. Muerto y enterrado el genocida nazi me pareció evidente también que el pasado era la forma verbal preferida por mi peculiar confidente.

Mengele murió para el mundo en 1979 ahogado en la playa brasileña de Bertioga y fue sepultado con el nombre de Wolfang Gerdhard. Al entierro sólo asistió su hijo Rolf y, desde el principio, esta publicitada versión de su muerte despertó profundas suspicacias.

Ante la presión mediática e israelí, seis años más tarde, en 1985, el cadáver fue exhumado. La investigación de los restos no fue cien por cien concluyente aunque se consideró que pertenecían a Mengele. La prueba decisiva fue un defecto dental que el médico de Auschwitz tenía en los dientes superiores frontales. En 1992, ante las dudas crecientes, los restos fueron de nuevo levantados y sometidos a la prueba de ADN que certificó que pertenecían a Josef Mengele. El caso se dio por cerrado.

La prensa internacional especuló con que los restos enterrados en el 79 no eran los mismos que fueron sometidos a las pruebas de ADN catorce años más tarde. Esta tesis avalaría los datos que me fueron expuestos por aquel variopinto grupo de hombres en las madrugadas asunceñas.

Sea como fuere la única verdad incuestionable es que Mengele vivió y murió en la impunidad. Su nombre, al igual que los grandes malvados que ha creado el subconsciente colectivo como Drácula o Frankenstein, ha quedado asociado a lo más monstruoso que ha parido el ser humano.

Ira Levin, el autor de best sellers, recientemente fallecido fue el inspirador de la película Los niños del Brasil basada en la vida del médico de Auschwitz, al igual que el largometraje Marathon man. Es incuestionable que la maldad forma parte del ser humano, es morbosa y que Mengele representó una forma especialmente repugnante de maldad.

El Paraguay de 2007 aún me reservaba otro guiño inquietante relacionado, siquiera indirectamente, con Mengele. Huyendo del espantoso calor acompañado de calima, que se había asentado en su capital y que había convertido el ambiente en una sustancia espesa y asfixiante que recordaba a la orina de un burro enfermo, cogí un autobús que me trasladó hasta las alturas de San Bernardino en la ribera del lago Ypacaraí.

Uno siempre vuelve a los lugares en que fue feliz y por eso recorrí de nuevo las anchas avenidas flanqueadas por casonas señoriales cerradas a cal y canto, los jardines semiabandonados que semejan selvas domesticadas y las aceras reventadas por la pujanza de las raíces de los árboles sudamericanos.

Buscaba la vieja casona en la que me alojara en mi primera visita, idealizada en mi recuerdo, con su ancha terraza sombreada, sus vistas al lago, sus techos altos, su limpieza y la reservada amabilidad de la pareja de ancianos de habla alemana que me habían tomado los datos en la recepción. fotoEn su lugar apareció una vieja mansión destartalada regentada esta vez por un hombre de mediana edad, descalzo y ataviado con bermudas. Resultó ser un bonaerense parlanchín que hablaba a gritos con su mujer y que estaba deseando desahogarse con el primero que llegara.

Le dije que me había alojado allí mismo hacía más de una década y que me habían atendido una pareja de ancianos europeos.

–Sí –me contestó–. ¿Los conoció usted? Los Naumann, una pareja encantadora.

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* Periodista y viajero.
sol2001@euskalnet.net.

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