José Donoso. – EL COMBATE CONTRA EL FANTASMA DEL FRACASO

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Leer esos papeles privados ha sido, además, como viajar al centro de las contradicciones del autor de El lugar sin límites. En la página 20 Pilar se asombra, en la 32 lo odia, en la 63 se reconcilia, en la 70 aflora el rencor, en la 105 vuelve a admirarlo.

En eso estaba Pilar, «tendida como en el diván del psicoanalista», cuando se topó con una novela de la que su padre nunca le había hablado: La cola de la lagartija. El libro narra la desesperación de un pintor que, después de un éxito fugaz, se recluye en un pueblo medieval. «En fin –reflexiona el narrador–, si existía la plaza en que habíamos tomado nuestros carajillos la noche anterior, si existía el puente de piedra, la colina y el río que la defendía, uno podía estar contento: tres cuartas partes del paisaje estaba y permanecía puro».

El conflicto entre tradición y modernidad, así como la angustia del artista no reconocido, planean por esta novela que hasta hace pocos meses se encontraba archivada en la Universidad de Princeton, donde se conserva la mayor parte de los documentos del escritor. fotoLa primera parte llegó a manos de su hija en marzo y la segunda, hace poco más de tres meses. Ahora el crítico peruano Julio Ortega se encuentra en plena edición del libro, cuya salida se espera para abril de este año.

Antes de leer La cola…, Pilar sabía que su padre había dejado cuentos, pero nunca se imaginó una novela inédita. La sorpresa, con cierto aire de inseguridad, todavía se adivina en su rostro. «Estaba desconcertada -confiesa-, con mucho miedo, porque una novela inédita despierta suspicacias. Como no está pulida del todo, pues hay tachones, dudé mucho. Temía que fuera una edición para eruditos, con anotaciones al margen y todo eso, que le restara dinamismo a la novela. Se trata de una historia muy actual, escrita en 1973, pero de una temática muy vigente.»

–¿Cómo diste con el manuscrito?

–Yo estaba revisando sus diarios por el proyecto de una biografía que pienso publicar, cuando de repente leo que hace mención a La cola de la lagartija . Era algo muy al pasar, en el primer diario de la época de Calaceite, en 1973. Como no me sonaba la historia, busqué en el catálogo de Princeton, donde finalmente apareció el libro. Pero de pronto me di cuenta de que estaba inconclusa y dije qué pena, qué decepcionante, porque era una novela preciosa que se quedaba a la mitad.

–¿Y te olvidaste del tema?

–Sí. A propósito de los diez años de su muerte, la editorial me propuso hacer algo y pensé en recopilar cuentos, incluso algunos que no están acabados, de su época de estudiante, donde pone anotaciones del tipo: «Este me lo hicieron polvo en tal clase, no vale nada». Revisando ese material me encuentro con otra cosa que no me sonaba y que se llamaba «Papanicolau». En Princeton lo habían clasificado como cuarta novelita burguesa, pero cuando la leo, veo que era la continuación de La cola de la lagartija, con otro nombre, pero la misma trama y los mismos personajes.

«Investigando luego en los diarios, confirmé que se trataba de lo mismo. Lo que sucedió es que una parte del libro estaba catalogado como short story y otra como la novela propiamente dicha. Creo que la confusión puede deberse a que él mandó un aparte con posterioridad, con otra fecha».

–¿Qué fue lo que más te llamó la atención de esta historia?

–La lucha entre la modernidad y la preservación de un pueblo, llamado Dors, que por sus ansias de modernidad se «pervierte». El escenario que describe es como Calaceite, donde vivíamos en esa época, un pueblo de España como congelado en el siglo XVII. Dors tiene una iglesia gótica increíble, un castillo y, claro, en la zona donde está la carretera hay unos restaurantes y uno o dos edificios de tres pisos. El protagonista es un pintor frustrado que, como renunciando a la vida, se va a vivir allá y se pregunta cuándo uno se siente realizado o no, qué hacer en los tiempos de seca, cómo enfrentar el fantasma del fracaso. Es muy parecida a El jardín de al lado, que es de 1981.

–¿Por qué no la publicó?

–En abril o mayo de 1973 él tuvo que ir a dictar un curso a Estados Unidos y dejó esta novela inconclusa. Cuando volvió, le salió un viaje a Polonia, a dar alguna conferencia, y en Polonia se enteró del golpe de Estado, que cambió todo. Entonces se puso a escribir Casa de campo, y La cola quedó absolutamente olvidada. Como que Casa de campo se la tragó.

–¿No será que El jardín de al lado es la metamorfosis de La cola ?

–Creo que sí, pero también creo en el olvido. En realidad, en ese momento éramos pobres y mi papá, en cuanto terminaba algo, lo mandaba a Princeton para que le enviaran unos dólares. Entonces, también hay algo que se borró, por que El Mocho, por ejemplo, fue algo que escribió años antes, pero después apareció.

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–¿Qué ha significado para ti ser la responsable de la obra de tu padre?

–Es algo bastante odioso y cada día estoy tratando de desengancharme más. El proyecto de la biografía que estoy preparando lo veo así. Escribo, entrego, se publica y nadie me pregunta nada más. Ahí está mi visión, mi historia, mi versión. Y punto. Porque es una carga ser «la hija de».

–¿Cuánto ha cambiado la imagen que tenías de él revisando sus diarios?

–Mucho. En un momento hay un amor increíble, luego cierto grado de resentimiento por no haber conocido toda la verdad, después también hay admiración y respeto. O sea, he podido desmitificarlo, porque durante muchos años mi papá era una especie de dios, algo bien poco sano, pero la verdad es que él me hizo creer que era inmortal, perfecto, y resulta que no era así. Ha sido un proceso liberador y también me ha permitido reconciliarme.

–¿Ha sido duro bucear en ese material tan íntimo?

-Es muy difícil poder conocer todos los pensamientos de un padre y sus diarios son absolutamente «pensamiento hablado». Hay que estar muy alerta para perfilar a este personaje tal cual era, con miles de aristas distintas, con un grado de locura bastante grande, un delirio que algunos llaman creativo. Creo, por lo demás, que hay bastante manipulación en sus diarios, de cómo quería pasar a la posteridad, porque él también perfiló a un personaje. Eso de que le gustaba verse viejo de muy joven, la cosa de asumir la vejez y el deterioro, tiene que ver con el personaje que se había creado.

–¿Y tú te viste como personaje donosiano?

–Sí él también inventó cómo debía seguir mi vida. Pero para eso es mejor leer la biografía.

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* En el diario El Mercurio de Santiago de Chile.

Extracto de la novela perdida

Cuando se cumplen diez años de la muerte del autor de El obsceno pájaro de la noche, acaba de encontrarse una narración suya que estaba archivada en la Universidad de Princeton.

Éste es el extracto publicado en el periódico

LA COLA DE LA LAGARTIJA

Esta mañana llamó Luisa diciendo que esta tarde al venir a visitarme, me traería buenas noticias. ¿Pero qué pueden ser, ahora, para mí, buenas noticias? ¿Que ha resucitado Bartolo, que nada de lo de Dors sucedió? ¿Que Lidia no está convertida en un harapo, a los 19 años, perdida en algún sitio de la megalópolis de Los Ángeles de California? ¿Que la crítica, por fin, y los marchantes despachan a Cuixart y Tapies y Saura y Millar como impostores de la pintura, como imitadores, y que entre todos era yo, en el fondo, el único que valía? ¿Que de alguna inconcebible manera voy a tener mucho dinero muchísimo? No, que se desengañe la pobre Luisa, incurablemente optimista: para mí ya no hay noticias buenas ni alegría posible. Luisa me dice, y mi hijo también, que salga alguna vez del piso, que cuando haga sol, en la mañana, salga a dar una vuelta, que entre a una librería, a un supermercado a comprar algo que me apetezca y después a estirar las piernas un poco, afirmado en mi bastón. Pero claro, no, es imposible. Quebrar el ciclo necesario que va, desde la mañana y la conciencia de haber despertado en el infierno de este piso que tal como yo quiero está aislado de todo y donde no puede suceder nada, hasta caer al transcurrir el día y aproximarse la oscuridad, en el sobresalto, el miedo, el terror; luchar, al fin de la luz, cuerpo a cuerpo contra el atardecer para que así nada suceda, para impedir que sobrevenga la tiniebla, esa tiniebla de que ellos hablaban allá como la iniciadora de la vida verdadera, ese atardecer que era el pórtico de la muerte, la hora de los sacrificios y la sangre con que celebraban la muerte del día y el advenimiento de la noche porque lo que sucede en la noche después de la muerte del día es lo que sucede en la otra vida, la verdadera vida, la vida que no sucede aquí, en esta calle, entre estos coches, entre estas señoras que han dado a luz y creen que por eso ya no pueden conocer la tiniebla que lo hace todo posible y atreverse a entrar a ella por el pórtico del atardecer Bruno, el «italiano», sentado a la mesa de su café en la plaza de Dors frente a la iglesia de San Hilario con su campanario de bíforas románicas que se elevaban más y más alto, me lo explicaba todo, y entonces yo sólo sonreía diciéndome que éste era un carota que se quería aprovechar de la situación y la ingenuidad para dominar a todos los jóvenes y llegar a ser, como sucedió, en dos años, el centro, la figura dominante y más poderosa de Dors. Yo, claro, jamás tuve ese miedo y amor casi religioso al atardecer que los jóvenes de Dors tenían. Pero aquí me ha sucedido este extraño fenómeno -en Barcelona, a dos cuadras de Vía Augusta, a una cuadra de Muntaner, no muy lejos de donde nací y de donde fui al colegio y de donde tenía mi estudio de pintor cuando todos estábamos descubriendo el informalismo como religión, como pasión, aquí, sí, aquí comprendo lo que el «griego» decía y mi lucha diaria es por no pasar por el umbral del atardecer, por no entrar en el mundo de la noche y del sueño que, ellos decían, era y es la verdadera vida, la prolongación perpetua de la muerte.

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