LA IGLESIA DEL DÍA DESPUÉS

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Cada cierto tiempo Chile sorprende al mundo con medidas que se publicitan en los medios informativos internacionales y que demuestran que los «jaguares» de América Latina –animal que no existe en el país– nadan todavía en dos aguas muy contrapuestas. Por un lado las aguas de un crecimiento macroeconómico espectacular y por otro las de un inaceptable anacronismo que no se encuentra ni siquiera en las más atrasada de las republicas del mundo.

Al margen del triste record de desigualdad social que sustentamos, y que es harina de otro gran costal, maravillamos también al mundo con nuevas perlas que muestran el alto grado de ingerencia que mantienen los sectores más oscurantistas en el seno de la sociedad chilena.

fotoSin ir más lejos, hace menos de un año pasamos por el papelón obligado de ser ante el mundo uno de los últimos países en aprobar una ley de divorcio, medida inherente a los albores del modernismo de la democracia, tan elemental como cualquiera de los derechos que rigen el libre albedrío de los seres humanos en la Tierra.

El lunes recién pasado la Corte Suprema –aquella a la que recurren todavía los cavernarios añorantes de los bellos días del pinochetismo, cuando esa misma Corte fuera una correa de trasmisión de la dictadura– rechazó categóricamente el último intento del oscurantismo por impedir el uso normal e imprescindible de la llamada “píldora del día después”.

La lista es larga: censura cinematográfica y televisiva que todavía se ejerce en gran parte de los medios audiovisuales, enseñanza escolar que elude toda referencia a temas relativos a la sexualidad moderna, condena cerrada a cualesquiera técnicas anticonceptivas, inclusive el uso del preservativo aunque ello comprometa la vida de las personas, restricción del derecho de optar por una pareja del mismo sexo, sólo por nombrar algunas.

Es una maraña tenebrosa, concatenada y el blanco al que disparan estos cruzados del Tercer Milenio es siempre, en último término, el sexo: un elemento para ellos repudiable y sicalíptico. En medio de esta trama, a veces solapada, otras a cara descubierta, hay un motor impulsor que sostiene a los grupos inquisitorios del santo oficio moderno: ese factor común son los sectores más reaccionarios de la Iglesia, los nostálgicos de la tea y la pira, los que jamás han querido renunciar a la ingerencia totalitaria del clero en el Estado.

fotoPero ¿de dónde nace este repudio visceral de la Iglesia hacia el sexo, al punto de convertir su condena en el leit-motiv de su existencia, confinando a un distante segundo plano la esencia del legado de Jesús, que fue oponerse de manera activa a la opresión de la riqueza sobre el desvalido? ¿O es que el divorcio que pone fin a una relación torturante en la que la mujer es casi siempre la víctima, o cualquier técnica de anticoncepción que evite un embarazo no deseado, o la cópula apasionada de un par de amantes son en verdad los auténticos causantes del hambre, de las guerras imperialistas por el dominio económico, de la concentración monstruosa de la riqueza en unas pocas manos, incluida las de la Iglesia, de, en fin, las enormes injusticias sociales que atribulan a la gran mayoría de la humanidad?

Al despojarse tempranamente del compromiso por los humildes cuando en el Concilio de Nicea Constantino I, el Pontifex maximus, incorporó al cristianismo como parte del imperio romano, la Iglesia sutilmente comenzó una búsqueda de banderas capaces de reafirmar su existencia en la Tierra distrayendo la atención de su vergonzoso paso al campo de los mercaderes agiotistas que el Nazareno expulsara a latigazos del templo de su religión, reemplazados ahora por la aristocracia gobernante en Roma. Una de estas banderas fue la condena a la función sexual del ser humano.

Sin tener asidero alguno en las raíces del cristianismo, se declaró al sexo un pecado per sé, conscupiscentia carnis que tanto martirizara a San Agustín, instalando el impulso sexual fuera de la ley de Dios como un pecado de los llamados “originales”, de esos que no se salvan ni los recién nacidos que no conocen del sexo más que en su fugaz paso por una vagina para ver la luz del mundo.

fotoEl sólo hecho de nacer de un acto tan deleznable como el acto sexual marca al ser humano, según la Iglesia, con un punto en contra ante los ojos de una deidad que jamás, salvo en las tergiversaciones que se le hacen a los escritos bíblicos, se refirió al deseo sexual y a su materialización como un baldón del alma humana.

Esta voltereta impúdica de los teólogos de entonces tiene hitos bien marcados en los primeros siglos luego de la muerte de Jesús ultimado por los mismos que, poco más de 200 años después, serían los nuevos socios de la Iglesia.

Coincidentemente con el abandono de los principios de Cristo, comienza a estructurarse lo que sería la justificación teológica para la cruzada contra el sexo: la creación de un nuevo ícono que, bien adobado, se prestaba de manera ideal para cohonestar semejante voltereta; tal fue la irrupción de María, la madre de Jesús, como un cuarto poder divino con iguales dotes que la santísima trinidad consagrada oficialmente por Teodosio el Grande, en el 382, poco después de la muerte de Constantino.

De María en el Nuevo Testamento, donde los cronistas de entonces relatan la vida de Cristo, casi no se habla. Es sólo la madre del Nazareno, un personaje más que aparece como figura coreográfica en unos pocos episodios importantes de los 33 años que duró la vida del Redentor: a saber, en el relato de las vicisitudes de su nacimiento, luego cuando ella descubre a un Jesús todavía niño discutiendo con los eruditos del Templo, posteriormente en las bodas de Caná y finalmente a los pies de la cruz donde yace su hijo asesinado, con mano romana, por sus enemigos de la aristocracia judía. Nada más.

Ninguno de los evangelistas, en ninguna parte de sus escritos, alude a ella como un ente divino capaz de encabezar ejércitos, guiar huestes a la victoria y competir de igual a igual en la primera división de los hacedores de milagros. Ni siquiera Jesús, que clarificó muy bien los deberes de sus seguidores, se refirió jamás ni en estos ni otros términos a su madre biológica.

fotoEn cambio, unos siglos después, sorprendentemente reaparece elevada a la categoría de ícono poderoso, venerada incluso más que Cristo, ya no como la “madre de Jesús” sino como Theotokos, la “madre de Dios” en griego, una sutileza semántica que grafica, sin embargo, la honda diferencia de la categoría simple dada por los Evangelios y esta nueva otorgada por una Iglesia, que hacía tiempo, gobernaba con mano de hierro ya entrada la Edad Media.

La irrupción de María como divinidad idolatrada a grado sumo tenía, sin embargo, una motivación muy diferente que la de ensalzar a la parentela terrena de Jesús como un homenaje más al hijo de Dios. Ella estaba destinada a ser el eficaz aval de la bandera antisexo que enarbolaba una Iglesia que no podía combatir la potestad de la riqueza ni la tentación del poder político, estigmatizados por Cristo, pues de ellos usufructuaba ya a manos llenas. A María se le vistió entonces con el traje a la medida de la “pureza original”, sin el execrable estigma del sexo, virgen antes, durante y sobre todo después del parto con el cual parió a Jesús.

Es significativo el enorme despliegue de recursos y esfuerzos de la Iglesia hasta nuestros días por convencer al mundo, ya sea con amenazas del Averno o por represión física brutal como ocurriera durante la inquisición, de la validez del dogma de la inmaculada concepción, que no es aceptada por las otras iglesias cristianas y ni siquiera por muchos connotados católicos antiguos, que vieron en esta disgregación de la fe un menoscabo al papel jugado por Cristo en la redención del hombre.

fotoEl espectro del “márketing” por posicionar a la madre de Jesús como una imagen primordial de la religión y ejemplo de la abstinencia ante el pecado del sexo, abarca múltiples facetas plagada de una iconografía y una liturgia cuyo fin último es reafirmar el carácter de deidad libre del “pecado de la carne” que tendría María y, por extensión, una poderosa hacedora de milagros.

En este amplio despliegue promocional mariano resalta como un hecho curioso, por decir lo menos, que en la larga casuística de las apariciones divinas no se consigne ninguna de Jesucristo, no obstante los dos mil años transcurridos desde su ascenso al cielo. En cambio, las apariciones de la Virgen no sólo se reportan por decenas, sino que algunas, como Fátima, Lourdes, Knock, Guadalupe, se han elevado a la categoría de eventos sensacionales, sucesos tan asombrosos que hacen palidecer los laboriosos años del paso de Jesucristo por esta tierra a la que hasta ahora no ha regresado, al menos físicamente como lo hace su madre.

Entre el largo rosario de equívocos que tiene la historia de la Iglesia católica, por los cuales pedir perdón cuando el mal ya está hecho se ha convertido en una letanía que hace sospechosa su sinceridad; su repudio a todo lo que hieda a sexo aparece como una de las grandes falsedades a la que se le quiere enchapar con el barniz de la condena divina. Es más, la obcecación en un tema que, al margen de las creencias religiosas, va contra Natura, lo ha convertido en un peligroso búmerang que fomenta prácticas al interior del clero que ni siquiera pertenecen a la expresión natural del sexo, sino al ámbito netamente delictual que, ahora sí, deben ser condenado por la justicia terrenal.

La obligada desviación aberrante que la Iglesia impone a sus acólitos en el plano sexual, ha poblado a la membresía de frailes masturbatorios, pedófilos y depravados, que abarcan desde el Alto Clero protegido desde Roma, a los curas asesores de modestos hogares de niños y ancianos dejados de la mano de aquel Dios al que veneran estos hipócritas inquisidores.

fotoAfortunadamente la Iglesia no es únicamente esto. En ella han coexistido y coexisten grandes figuras de incuestionable valor en los que no es casual su vinculación a la lucha por la justicia social y su lejanía de aquellos distractivos que apartan al cristianismo de sus reales objetivos.

Sólo por nombrar algunos de los hombres más notables de los tiempos actuales que formaron parte de la congregación cristiana, debemos recordar a Gustavo Gutiérrez, Leonardo Boff o Helder Cámara, que impulsaron uno de los intentos más serios por devolver a la Iglesia su verdadera misión legada por Jesucristo: la Teología de la Liberación, condenada al silencio y aplastada desde Roma por Juan Pablo II y el que era su brazo inquisidor, el entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe Joseph Ratzinger, ahora flamante papa con el nombre de Benedicto XVI.

En Chile, aunque de manera trabajosa y lenta, hemos ido desbrozando el sendero de fiducianos, opusdei y otros cavernarios censuradores que campearon también en este terreno a la sombra de la dictadura.

Se han ganado objetivos como la tardía ley de divorcio y esta reciente libre disposición de la “píldora del día después” aunque queda mucho por recorrer. A la hora del balance provisorio, muchos hombres de fe, como Alberto Hurtado, André Jarlan, Pierre Dubois, entre otros, y sobre todo, el cardenal Raúl Silva Henríquez, han pasado a formar parte de la memoria agradecida de un pueblo que rescata en ellos el verdadero legado de Cristo que hace siglos se perdiera entre la opulencia y la sombras engañosas que proyectan las vetustas capillas del Vaticano.

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* Científico y escritor.

El cuadro en la apertura es el Cristo de Dalí. La fotografía del beso entre un sacerdote y una monja corresponde a un viejo anuncio publicitario italiano. La última imagen se tomó del portal Redvoluciones (www.redvoluciones.org).

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