LEGADO DEL CHE: UN NIETO ANARQUISTA

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Estimado Homero Campa:

Por supuesto, recuerdo los tiempos en que eras corresponsal en La Habana y visitabas nuestra casa. Recuerdo, siendo yo un jovencito impertinente –y lo impertinente no se me quita, he de admitirlo– haber asistido a algunas conversaciones entre tú y mi madre y, creo recordar también, que la última vez que nos vimos fue precisamente en el funeral de Hilda.

Quizá me equivoque en esto último, me ha ocurrido otras veces aunque a la inversa: personas que ahí estuvieron, con las que al parecer conversé y a quienes no logro recordar… Cosa de las circunstancias, supongo.

En la breve carta que me enviaste solicitando una entrevista, dices comprender las razones por las cuales me niego a concederlas. No estoy seguro de ello, así que intentaré una ligera explicación:

En la prensa occidental, tan escasamente libre en realidad (tan llena de sobrentendidos que nadie entiende, y críticas más que superficiales y sosas), es común que los cuestionamientos al régimen cubano comiencen por denostar la insistencia de éste en prácticas caducas e ineficaces, tiránicas y victimistas, heroicas y pobres.

A ese sistema se le llama con harta ignorancia, mucha desinformación y peor mala leche, comunismo. Mi postura, empero, es otra; incluso contraria, si se quiere. Todas mis críticas a Fidel Castro y epígonos parten de su alejamiento de los ideales libertarios, de la traición cometida en contra del pueblo de Cuba y de la espantosa vigilancia establecida para preservar al Estado por encima de sus «gentes».

Por una de esas jugarretas de la memoria me asalta ahora el recuerdo de la primera paradoja que conscientemente expresé en el orden de lo político. Ocurrió, como tantas cosas importantes en La Habana, durante una ardiente noche de verano cubierta de ron y tabaco.

Tendría yo unos dieciséis años y vagaba por el barrio con amigos recién estrenados, botella en mano, cigarro en labios, parloteando sin pena ni gloria cuando Joel, pleno de reservas habida cuenta mi apellido, me preguntó si era yo comunista –recordarás, estimado Homero, que en Cuba ser comunista significa avalar al régimen, estar a favor de la dictadura, y no otra cosa–, a lo que respondí, con toda la risueña seriedad que la ocasión ameritaba: «Sí, lo soy».

Entonces –preguntó mi amigo–, ¿tú estás con el gobierno? «No», fue mi respuesta inmediata; «precisamente porque soy comunista estoy en contra de esta farsa…»

La verdad es que un año antes, tras la «invitación» a ingresar en la escuela militar Camilo Cienfuegos, y ante mi rotunda negativa y sarcasmos escupidos, recibí uno de esos sabios consejos maternos que acompañan a uno de por vida: «Si vas a criticar a la revolución –me dijo Hilda, con su sempiterno cigarro entre los dedos–, primero debes comprender de dónde proviene, cuáles son sus principios y cuáles sus fines…» (Y ahí mismo, sin mayores contemplaciones, me mandó a leer a Marx…).

La inmovilidad en que cayó la obra revolucionaria tiene su origen en el concepto que de sí misma erigió: el de permanencia. La revolución –apenas pasada la década netamente revolucionaria– para ser «permanente» debió permanecer inmóvil pues de lo contrario liberaría a las fuerzas libertarias implícitas en ella. Lo que permanece entonces, no es el accionar revolucionario sino la clase social que detenta el control de la institución «revolucionaria».

La revolución (el movimiento que ésta fue) hace años falleció en Cuba –de muerte natural, por cierto: hubo de ser asesinada por quienes la invocaron para evitar que se volviera contra ellos. Tuvo que ser institucionalizada y asfixiada por su propia burocracia (ya el Che nos había prevenido de esto), por la corrupción (robolución, se le llamó), por el nepotismo (sociolismo) y por la verticalidad de la tan mentada organización: el Estado «revolucionario» cubano–.

Así, al concepto de «dictadura del proletariado» la sabiduría popular pronto le abolió el adjetivo: sólo quedó un sustantivo, absoluto y prohibido.

La nueva burguesía socialista no tardó en hacer suyos los más abyectos discursos y métodos de la recién destronada derecha en todo lo relativo a la vida privada y aún superando a ésta en lo concerniente a la asociación política –seamos honestos, un joven rebelde como fue Fidel Castro, en la Cuba de hoy, sería inmediatamente fusilado, no condenado al exilio–; todo esto con la agravante de que se trataba de un gobierno de «izquierda» proveniente de un movimiento cívico-militar de lo más heterogéneo y heterodoxo.

La persecución de homosexuales, hippies, librepensadores, sindicalistas, poetas (disidentes de cualquier signo o condición) se parece en demasía a lo que se estaba combatiendo. La criminalización de la diferencia nada tiene que ver con la libertad. La concentración del poder en unas pocas manos tampoco se cuenta entre los ideales libertarios, muchísimo menos la vigilancia perpetua sobre los individuos o la prohibición de las asociaciones que al margen del Estado éstos puedan hacer.

Claro que el poder es del pueblo pero sólo el simbólico; el real, empero –la toma de decisiones– no: ese pertenece al Estado y el Estado es Fidel. (Se me ocurre ahora que la desconfianza que el gobierno siente con respecto a su pueblo proviene sólo de su alejamiento de éste último, de su enajenación en un abstracto mundo de cifras y de la reducción que de la revolución hizo. De otra forma, cómo comprender que un gobierno revolucionario que emana del pueblo y que lo representa fielmente pueda sentir temor alguno por ese mismo pueblo).

La insistencia por parte de adalides y denostadores del régimen en el sentido de que éste es marxista, rebasa todo sinsentido, pues marxismo, en Cuba, es sólo una asignatura escolar, una consigna del Partido y demás «organizaciones de masas» y, en el mejor de los casos, un sueño trunco.

Para Marx (para cualquier libertario, en realidad) libertad y dictadura conforman un antagonismo indisoluble. Cierto que caminan juntos –como todo binomio de opuestos–, mas no por la misma ruta y de hacerlo (de pretenderlo, quiero decir), jamás llegarían al mismo sitio: si el fin justifica los medios, son los medios los que prefiguran el fin… En otras palabras, no se alcanza la libertad por la vía de la imposición. Nunca…

Una suerte de aristocracia fingidamente proletaria se fue gestando en el seno del gobierno «popular» oponiéndose con todas sus fuerzas a la democratización del proyecto revolucionario: la revolución cubana no fue democrática porque engendró en sí a las clases sociales destinadas a impedirlo: la revolución parió una burguesía, aparatos represivos dispuestos a defenderla del pueblo y una burocracia que la alejaba de éste. Pero sobre todo fue antidemocrática por el mesianismo religioso de su líder.

Erigirse salvador de la Patria es una cosa; serlo por siempre, otra. En efecto, Fidel –con sus tropas y una buena parte de la sociedad civil– liberó a Cuba de la gangsteril dictadura batistiana pero con su obstinada permanencia sólo logró volverse, él mismo, dictador. Del joven revolucionario al viejo tirano hay un abismo insalvable; el mismo que hay entre el disentir de aquel rebelde y el ordenar de este ser enloquecido por el poder y la gloria.

En algún momento del camino Fidel Castro comenzó a creer en sí mismo; no contento con ello, nos obligó a todos a creer en él. En lugar de pugnar por una sociedad escéptica, librepensante y crítica, aplaudió la credulidad, la sumisión y la obediencia absoluta de su pueblo. Todo lo que cuestionó del viejo régimen lo reprodujo por triplicado en el «nuevo».

Todo cuanto atacó de joven, lo avaló de viejo. Todo lo que no debió ser el gobierno cubano, hizo que lo fuera. Acabó amando todo lo que hay de odioso en la política real…

La historia de la humanidad ha sido forjada (también) a golpe de guerras y revoluciones; la cubana fue una más. La historia de los hombres se narra como una perpetua lucha contra sus opresores; Fidel luchó como hombre libre y hoy niega la libertad de los hombres: se volvió uno de aquellos, despótico, cínico y prepotente hasta el paroxismo; ni mejor ni peor que un Fox, un Bush, un Berlusconi o un Putin cualquiera; Castro es uno de ellos: tan igual como diferente –la misma cosa, la misma basura, en otro contenedor… guardadas las distancias, claro o, mejor aún, salvadas las diferencias–.

La lucha por la libertad no sólo no ha concluido en Cuba; tampoco en México ni en Vietnam; ni en los Estados Unidos ni en Chile; ni en Angola ni en Rusia; ni en China ni en Nicaragua… No ha terminado porque aún somos esclavos de las condiciones que nos son impuestas: todo lo que somos proviene de lo que se nos permite ser. Y eso, amigo mío, no es libertad.

Puestos los antecedentes claros, querido Campa, sólo me queda responder a tu solicitud. Disculpa que lo haga con la siguiente…


AUTOENTREVISTA QUE SE NIEGA A SÍ MISMA

de Canek Sánchez Guevara para Homero Campa Butrón

Entonces, ¿consideras que el «reino de la libertad» del que tanto escribiera Marx no ha acontecido en Cuba?

Ni en Cuba ni en ninguna otra nación, que yo sepa… Claro que los gobiernos reivindican la libertad como algo propio, no hay presidente o tirano que no reclame como derecho exclusivo el reino de la libertad; pero esas son patrañas, tú bien lo sabes: pura verborrea política, promesas y poco más. La libertad es, sólo si el individuo ha logrado emanciparse del trabajo asalariado… si su libertad es la condición de la libertad de todos, y viceversa.

Algo difícil de expresar en Cuba…

Difícil de encontrar en cualquier parte del planeta, diría yo. En este mundo, seamos honestos, el dictum laboral sigue siendo Pobreza obliga. Son pocos aquellos que trabajan en lo que más les place, el resto debe conformarse con cualquier cosa a cambio de una paga que puede ser mísera o no, pero indefectiblemente hará miserable al trabajador: el trabajo no ennoblece al hombre porque su quehacer no le pertenece, le es arrebatado en cuanto lo concluye (y aún antes, en ocasiones)…
La abolición del trabajo es el fin del socialismo, y Marx habla muy claramente del comunismo vulgar, ese que «aparece en una doble forma; el dominio de la propiedad material es tan grande que tiende a destruir todo lo que no es susceptible de ser poseído por todos como propiedad privada. Quiere eliminar el talento por la fuerza. La posesión física inmediata le parece la única meta de la vida y la existencia.
El papel del trabajador no es abolido, sino que se extiende a todos los hombres (el subrayado es mío). La relación de la propiedad privada sigue siendo la relación de la comunidad con el mundo de las cosas…
«Este comunismo, que niega la personalidad del hombre en todas las esferas, es simplemente la expresión lógica de la propiedad privada.»
Todo esto ocurre en Cuba, donde no rige el socialismo ni el comunismo, sino un vulgar capitalismo de Estado llamado también fidelismo. Como ya dije en la introducción, mi crítica al régimen de La Habana no estriba en que éste sea comunista, sino en que no lo es…

¿A qué te refieres exactamente con eso de «abolición del trabajo»?

Quino puso en boca de su personaje Miguelito (admito que de niño ese chico era mi héroe, muy por encima de la pesada de Mafalda) la siguiente pregunta: ¿Por qué el hombre para ser hombre debe ser plomero, ingeniero o astronauta y el gato para ser gato tan sólo debe beber leche, maullar y dormir?
Veamos: es mediante el trabajo que el hombre se relaciona con la naturaleza y la transforma. Así se transforma también el hombre. Así se hace a sí mismo… Ahora, para Marx el trabajo debe ser una actividad y no una mercancía, por ello establece la diferencia entre trabajo libre y trabajo enajenado –hueco de sentido, vacío en sus entrañas–, que transforma al hombre en un «monstruo tullido»:
«En la sociedad comunista –asegura Marx–, donde cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le parezca, la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos».
Si esto tiene relación alguna con el sistema cubano, es algo que yo no he notado. No he tropezado con tal libertad ni en Cuba ni en ningún otro Estado («comunista» o no). Esencialmente, las críticas que descargo contra el gobierno cubano son plenamente transferibles a cualquier otro porque en esencia, el estado de las cosas y los individuos permanece inamovible en todo el orbe.

Sí, pero un obrero sueco gana más (vive mejor) que uno cubano…

Dejaré nuevamente responder a Marx: «Un aumento de salarios obligado no sería más que una mejor remuneración de los esclavos y no devolvería, ni al trabajador ni a su trabajo, su significado y su valor humanos».
Entendámonos, las condiciones laborales podrán ser menos peores (de hecho lo son) pero eso no anula la condición de esclavitud laboral en que vive el hombre. El hombre habita un mundo que en realidad no le pertenece: ni la Tierra ni el fruto de ésta; ni la fábrica ni las mercancías ahí producidas son, en verdad suyas. El hombre debe venderse para comprar; el hombre se pervierte en mercancía para adquirir las mercancías necesarias para su subsistencia, aquí y en Cuba…
Más fácil: no somos libres porque no somos dueños plenos de nuestra fuerza laboral, de las herramientas con las que producimos ni del producto resultante.

¿Por qué insistes en esta retórica marxiana?

Digamos que si habláramos de arte sacaría mi sombrero dadaísta y poetizaría con recortes de periódico, pero hablamos de política, de ideología, de Cuba. Por lo demás, si sueño demasiado ortodoxo es sólo para utilizar un recurso que allá es cotidiano: citar a Marx para justificar los discursos propios.
Mi dogmatismo, sin embargo, raya en lo cismático: carezco de libros sacros, pues… Pero si ha de elaborarse una crítica ideológica de la revolución cubana, ésta sólo debe hacerse desde el territorio del marxismo, ahí de donde –se supone– proviene su ideología (y aclaro que aquí no elaboro una crítica a fondo, y que no soy yo un teórico marxista, como sin duda ya habrás notado). Sólo desde las ideas de Marx, pienso, puede verse en su conjunto el estrepitoso fracaso de un ideal falsificado.
Así, cuando el Comandante muera, el fidelismo morirá con él (para bien o para mal, quién puede saberlo). El sistema que creó se esfumará con sus restos pues fue hecho a su medida –a su imagen y semejanza– y no para ser compartido, nunca para que lo dirija otro… Me resulta imposible no evocar la visión de aquel rebelde mirando hacia el futuro y compararla con la patética sombra de este hombre que insiste en arrastrar al futuro en su caída.
La verdad es que el marxismo ha sido esgrimido como justificación teórica por una oligarquía política que, de entrada, niega el carácter multi-ideológico de su sociedad: que esta actitud forme parte del razonamiento dialéctico es algo que, en verdad, escapa a mi comprensión…
Por último, si insisto tanto en el tema es porque a pesar de los años, aún sigo los consejos de mi madre… Unos pocos de ellos, al menos.

¿No temes a las represalias?

Por supuesto, me parece de lo más natural que yo (cualquier individuo, da igual) sienta temor ante la naturaleza represiva del Estado. Lo que me parece antinatural es que sea la izquierda la que convoque, dirija o aplauda las represalias en contra de los librepensadores. Porque yo no soy más que eso. No soy un político, sino un «hombre político» a secas. Que al gobierno le molesten mis palabras es normal, no estoy cantándole alabanzas; que individuos en Cuba y fuera de la isla hagan el trabajo del Estado y se dediquen a censurar las expresiones libertarias, me parece francamente lamentable…

¿Te consideras de izquierda?

Sí; si ser «de izquierda» implica ante todo cuestionar con fiereza las incoherencias y dislates de la izquierda misma… Y sus excesos, claro. Desafortunadamente, no parece ser un ejercicio grato a las izquierdas…
Que la derecha se comporte como derecha es lo normal bajo el sol; que la izquierda adopte, consciente o inconscientemente métodos derechistas, representa un autoatentado que bajo ningún concepto debe permitirse, por la sencilla razón de que nos daña a todos: a la izquierda misma, en primer lugar.

Canek, una última pregunta: ¿me concederías una entrevista?

No, Homero, lo lamento; no me agradan las entrevistas, bien lo sabes. La verdad es que nunca sé qué responder, acabo enredándolo todo y diciendo aquello que se supone, no debería decir. En otras palabras, siempre me meto en problemas… Por otra parte, siéntete libre de publicar estas líneas si así lo juzgas conveniente (íntegras, por favor: una coma fuera de lugar da lugar a mil malentendidos) y recibe un sincero y afectuoso saludo de tu amigo.

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El artículo trasncrito fue publicado en la revista Proceso de México el 17 de Octubre de 2004.
No todo merece convertirse en lo inútil de una «página de ayer».

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* Hijo de Hilda Guevara Gadea y Alberto Sánchez Hernández, ambos mexicanos.
«Nací – escribió en el portorriqueño El Veraz–en La Habana en 1974, en una casona en Miramar».

«En 1996 salí de Cuba, un año después de la muerte de mi madre y a diez de mi llegada a La Habana —mi hermano salió de Cuba justo después de la muerte de Hilda—. Salí con el corazón hecho mierda y las ideas más revueltas que cuando llegué: había vivido desde los doce hasta los veintidós años ahí. Me hice en Cuba: la amé y la odié como sólo se puede amar y odiar algo valioso, algo que es parte fundamental de uno…»

«Soy diseñador, editor, a veces promotor cultural o crítico de la cultura, según el caso. Colaboro con algunas publicaciones culturales o políticas; sigo componiendo música y me involucro en discusiones artísticas».
(www.elveraz.com/articulo246.htm).

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