Luis Herrera Campins – LA MUERTE DE UN PRESIDENTE

3.022

Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Lo conocí cuando yo tenía 13 años y él 20 más, de manera que nos unió una amistad de casi 50 años. Era un joven flaco de gruesos bigotes negros que aspiraba a una diputación por el estado Lara, porque si bien nació en Portuguesa toda su carrera política la hizo en mi estado natal.

Quizás en ello deba encontrarse la explicación de mi retardo en escribir sobre la muerte de Luis Herrara Campins. Es más, confieso que ya había escrito un texto que deseché: contaba un sin fin de anécdotas personales producto de nuestra larga relación que nada tenían que ver con partido o militancia, sólo con amistad. Luis guardó siempre un respeto absoluto por mis posiciones políticas. Tuve el acierto de consultar ese texto –lo que nunca hago– y la persona consultada me dijo: “Ese es tu dolor legítimo, pero debes guardarlo en privado”. Así lo hice y no me arrepiento.

A los lectores no les hubiera interesado tantas cosas personales que vivimos. Sobre su bonhomía, sobre su sentido de la amistad, sobre su condición económica, sobre su intachable conducta se han escrito innumerables artículos. Juan Páez Ávila, con quien asistí al entierro, lo refleja y hay un texto de Simón Boccanegra excelente, pues viene de un oponente de clase; Eduardo Casanova escribió también de manera admirable. Luis Enrique Alcalá saca a relucir cifras interesantes sobre la reducción de la deuda externa. Y muchos otros.

Una vez aceptada la realidad quizás logre colocar algunos comentarios desprovistos del impacto afectivo. Se me ocurre en este primer comentario decir que sobre Luis pesó siempre un equívoco. Se le ha censurado lo del “viernes negro” sin que medie una investigación seria sobre ese día en que se produjo una huída masiva de capitales de América Latina. Tengo versiones directas sobre las gestiones que se hicieron cuando ese impacto se produjo, las presiones para una devaluación lineal, la oposición de Luis a tal medida, la adopción del camino del cambio dual. Hace falta un estudio serio sobre las condiciones de ese día, sobre todas sus aristas, pero Luis se limitaba a no defenderse.

En una ocasión lo increpé: “¿Me quieres explicar por qué no sales a defender tu gobierno?” Me miró con fijeza y me respondió vagamente. Algo así como que él era ahora un “jarrón chino” y que la historia se encargaría. Qué los equívocos persiguen a Luis está demostrado cuando, a su muerte, algunos citan la frase con que cerró su último discurso ante el Congreso atribuyéndosela a Borges. No, “qué Dios me libre de ser lo que ya he sido” es del poeta griego Nikos Kazantzakis y así lo refirió Luis en el mensaje que cito.

¿Equívocos alrededor de este hombre? Pues sí, era conocido como el “presidente toronto” y era alérgico al chocolate. Una vez, mientras conversábamos en La Herrereña llegó una postrera caja del producto y Luis estalló: “Tú sabes perfectamente que yo soy alérgico al chocolate. Cuando era presidente llegaba por kilos, hasta de las embajadas extranjeras. Todo el que quería `jalarme´ me enviaba una caja”. Nos reímos bastante y cuando le pregunté qué hacía con tanto chocolate me dijo: “Se lo regalaba a las secretarias. Las pobres terminaron mi gobierno muy gordas”. Jamás hizo en público el comentario sobre su alergia al chocolate.

Su visión política queda reflejada en esta anécdota. Me llegó, no sé como, una invitación para asistir a Miraflores a la toma de posesión de Ramón Velásquez. Llamé a Luis y le pregunté si iba y me daba la cola. “Sí –respondió- te busco en tu casa”. Cuando entramos a palacio, se volteó y me dijo: “Miremos bien, porque creo que esta es la última vez en mucho tiempo que entramos a Miraflores”.

Luis no fue para mí otra cosa que un amigo circunstancialmente en el ejercicio de la Jefatura del Estado. Cuando terminó su mandato podía verlo más a menudo. Una vez inventamos en casa lo que denominamos “la cena de los Luises”. Los invitados eran Luis Oropeza Vásquez, Luis Beltrán Guerrero y Luis Herrera Campins. A las siete en punto llegaron los tres y Guerrero, el sabio Guerrero, comenzó a hablar. A las diez de la noche no había terminado aún. Nos tomamos unos tragos y comimos en silencio. Sobre las once Luis Beltrán terminó al fin. Nos había dictado una conferencia magistral, había pasado su sapiencia por la literatura universal, por las crisis políticas del momento y había hecho un análisis detallado de la condición del hombre.

Así es la amistad, compartir, respetarse, ser del otro. Tal vez amistad viene del latín amicus, aunque tal vez del griego en una bella palabra que significa “perder el yo”, “olvidar el ego”. Descansa en paz, querido Luis Antonio, tú que supiste de la amistad en todos los sentidos de su origen y de la práctica diaria.

Ninguno de los tres “Luises” de nuestra cena vive ya. Cenen juntos, recordándome.

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foto

* Escritor.<*i>

tlopezmelendez@cantv.com.

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