Malcom Lowry: – UNA VIDA ENTRE COMILLAS

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

La búsqueda se vuelve más confusa todavía por la intervención de otras, que van en dirección opuesta y ofrecen consejos contradictorios sobre el camino que debe tomarse. Danza alegre, a veces agotadora, pero siempre estimulante. No es de extrañar que uno de sus primeros críticos predijera que Lowry sería la desesperación de su biógrafo.

Lowry fue, sin duda, el inventor de la ficción más compleja y terminante de la época moderna, y su vida, en ocasiones, parece el invento ficticio más complejo y terminante de todos. Es muy probable que esto se pueda atribuir a su idea juvenil de que él de algún modo era diferente de sus contemporáneos, un hombre con un llamado, aparte de los demás, y predestinado al sufrimiento por virtud de sus extraordinarios dones de creador, con tal de producir gran literatura.

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Con miras a esta meta centró todo su esfuerzo imaginativo alrededor de sí mismo y se expuso a los peligros más extremos, tanto físicos como psicológicos, para poder decir algo original sobre la condición humana. Por tanto, los personajes principales de sus novelas y sus cuentos proceden siempre del propio Malcolm Lowry, disfrazado de una manera o de otra.
Así, no nos sorprende que la ficción tendiera a apoderarse del ser humano y a transformarlo en un mito.

Suele ser difícil separar al Lowry real del Lowry mítico, ya que él mismo se esmeró en borrar la diferencia. Se creó un pasado romántico y, como el Viejo Marino, pareció tener la capacidad de convencer a todos sobre los que fijaba sus brillantes ojos azules de que las leyendas que tejía alrededor de sus experiencias eran verdaderas. De hecho, hay una nota de autoconvicción incluso en sus declaraciones más exageradas. Por ejemplo, cuando se refiere en Ultramarina a su héroe autobiográfico, Dana Hilliot, como a «un niño pequeño perseguido por las Furias», se puede reconocer su sensación de haber sido elegido por dioses de su propia invención para recibir castigos crueles, tema recurrente en toda su poesía y en su ficción y que se confirmó por muchas experiencias dolorosas.

Tal vez nunca creció, y lo notable es que el pequeño, perseguido sin tregua por agentes del destino vengativo, sobreviviera hasta llegar cerca de los 48 años. En realidad, huyó de sus primeros años, tratando de refugiarse de sus terrores personales en el mundo imaginativo de la literatura romántica y en la condición irreal del olvido a través del alcohol.

Empezó a beber a los 15 años, y a los 17 se escapó al mar, pero le fue imposible liberarse de lo que llamó la tiranía del yo. A los 24 se marchó al exilio, comenzando así un viaje que lo condujo a innumerables bares de mala muerte, a dos matrimonios inestables y a entrar y salir de cárceles e instituciones para enfermos mentales en tres continentes. Todo lo consignó. La huida incesante significó también un interminable camino de dolor y de placer donde las imágenes y las palabras sirvieron para transformar todo en arte por medio del lenguaje.

El dolor y el terror abarcaron muchos miedos dominantes: el miedo a las mujeres y a que lo rechazaran, al sexo y al peligro de contraer sífilis, el miedo a la autoridad y sobre todo a la policía, y a que lo espiaran, y el miedo a ser denunciado como plagiario. Algunas de sus imágenes más elocuentes para expresar estos dolorosos miedos surgen de otras obsesiones más intelectuales. Le obsesionaban la leyenda de Fausto, el cine expresionista alemán, los espejos y la magia, las ideas metafísicas sobre el tiempo y la naturaleza inventiva de la vida humana.

Pero quizá su obsesión más dominante tomó la forma de una crisis de identidad de tales proporciones que, según Conrad Aiken, su mentor, su única manera de sentir que existía fue adoptar la identidad de otros escritores y vivir, en palabras de Aiken, «entre comillas».

Esta sensación de carecer de identidad propia lo condujo sin duda a «apropiarse» de otros escritores: Melville, Conrad, Eugene O’Neill, Nordahl Grieg y más que nadie el propio Aiken. Pero llegó también a identificarse, en gran medida, con sus propios personajes, con Dana Hilliot de Ultramarina, con Bill Plantagenet de Lunar Caustic y sobre todo con Geoffrey Firmin de Bajo el volcán.

Al crear estos personajes inventó Lowry para sí una serie de alter egos aparentemente condenados, como el Judío Errante, a vagar sin rumbo por territorios hostiles y desconocidos: por el interior lunático del pabellón psiquiátrico, por el paisaje infernal de México, por el Jardín del Edén del que su expulsión es inevitable. Y este elegido inframundo del yo se convierte, a su vez, en una prisión y un purgatorio del que no se puede escapar y donde queda condenado a morir.

Es como si las confesiones que se arranca a sí mismo nos brindaran la poesía y la ficción que hoy son su epitafio. Es ésta la imagen que percibimos de él en Bajo el volcán, como si llegara desde la tumba, en una carta del cónsul Geoffrey Firmin a su esposa, descubierta un año después de su muerte:
Es así como a veces pienso en mí mismo, como un gran explorador que descubre un lugar extraordinario del que nunca puede regresar para darle al mundo su conocimiento; pero el nombre de ese lugar es infierno.

Esto representa a la vez el inframundo del poeta Orfeo, el mundo de pesadilla expresionista del doctor Caligari y la visión apocalíptica del condenado doctor Fausto. Se oyen también aquí ecos de los sombríos mundos ficticios y amenazantes de Kafka: los interiores desorientadores del imperio burocrático, donde el individuo se enfrenta solo a la atroz incertidumbre de los poderes arbitrarios.

La metáfora más fuerte de la vida que presenta la ficción de Lowry es la del recorrido por un mundo laberíntico de sombras amenazantes, de ilusiones peligrosas y de desastres impredecibles a los que está condenado el temerario viajero una vez que abandona su entorno y el camino seguro, recto y ortodoxo. Esta visión cobra mayor importancia por la obsesión de Lowry por el mar y por el título que eligió para la gran compilación de todas sus novelas: The Voyage that Never Ends. Parece decirnos que el destino del hombre moderno es viajar peligrosamente, sin llegar nunca a su destino.

Lowry, en la vida real, naturalmente, como muchos otros de su generación que llegaron a adultos a comienzos de los años treinta, intentó librarse del asfixiante mundo en el que nació, de posesión de propiedades de clase acomodada y moral victoriana cargada de culpa. Pero mientras otros escritores como Orwell, Spender y Auden se propusieron encontrar otra sociedad por medio de la acción política organizada, Lowry se embarcó, de manera solitaria y al parecer sin dirección, en la búsqueda de otra identidad en la literatura y a través de ella.

En tanto que los rebeldes de la corriente principal, motivados e inspirados por una ideología, buscaban una sociedad que reflejara su imagen, Lowry, lobo solitario, motivado e inspirado por la poesía y el alcohol, buscaba un yo que verdaderamente lo reflejara.

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La obsesión por el yo se refleja tanto en su vida como en su arte. Un viejo amigo de Lowry, el cuentista James Stern, recordó la gran fascinación que ejercían sobre él los espejos, y hay otros que dicen haberlo visto con la mirada fija en su propio reflejo. En Ultramarina, Dana Hilliot se muestra a veces más interesado en su propia actuación que en la de sus compañeros marinos: «Deposité el vaso ruidosamente, luego volví a cogerlo y miré tristemente mi propio reflejo. Narciso. Bollocky Bill el Marino, aspirante a escritor, arrancado mágicamente del huerto de las musas por Poseidón». Pero Bollocky Bill fue sólo una de las muchas imágenes que creó de sí mismo.

John Davenport, amigo de Lowry de la época de Cambridge, ha señalado la manera en que Lowry presentaba rostros diferentes a distintos grupos de amigos, y su traductora al francés, Clarisse Francillon, recordó el hábito de Lowry de mirar disimuladamente la reacción de los demás cuando se portaba escandalosamente.

De las muchas fotografías que existen de él, algunas captaron y congelaron sus poses: el poeta que toca el ukelele, el genio borracho aferrando su libro y su botella de ginebra, el tipo rudo con una enorme expansión de tórax, el payaso chaplinesco con los pantalones flojos, la víctima desvalida y sin remedio de un mundo cruel, el hippie precursor y el sabio visionario fundido con la naturaleza en su cabaña a la orilla del mar en la Columbia Británica. Hay, incluso, una fotografía donde aparece sosteniendo un espejo en el que se mira mientras lo retratan.

Su prosa también tiene una cualidad parecida al espejo, que no sólo refleja la vida, sino más bien presenta una vida que se refleja a sí misma junto con el mundo que la rodea. Para cuando escribió Bajo el volcán, su personalidad se había vuelto verdaderamente caleidoscópica, así como su prosa. «Si miras hacia abajo –escribió uno de sus primeros críticos– nunca verás el fondo, pero los reflejos son fascinantes». Esta calidad insustancial, de cambio constante, que descompone y evade y que compartió con sus textos narrativos, es la que da mayor significado a su obsesión por el yo. La imagen que surge, resulta tan desdibujada que podría ser la de cualquiera:

Me veo como toda la humanidad encarcelada
Me veo como toda la humanidad encarcelada
con manos tendidas hacia linternas en el océano
me veo como toda la humanidad en espejos
balbuciendo amor mientras el horror surge a su espalda.

Algunos de sus críticos más sagaces consideran que la realización más profunda de Lowry es esta notable capacidad de proyectarse hacia el mundo y de dar después la vuelta, reflejando al mundo sobre sí mismo. El intenso tono irónico de su incesante escrutinio personal le permite expresarse con malicia en cuanto a la condición humana.

Stephen Spender, en su análisis de Bajo el volcán, comenta el modo en que Lowry recoge el claro simbolismo de los conflictos políticos y sociales de las décadas de los treinta y de los cuarenta, para crear el mundo interior de su héroe, Geoffrey Firmin. Anthony Burgess llega todavía más lejos; traza un paralelo con el Fausto de Goethe y argumenta que el genio de Lowry está en su capacidad de transformar el sufrimiento de un alcohólico de los treinta en una parábola de significación universal.

Sin embargo, esta vida en el arte, cuyo reflejo se le devuelve en las reacciones de sus contemporáneos, con todas sus referencias trágicas y apocalípticas, jamás constituyó una historia persistente de tristeza y sufrimiento. A pesar de que él mismo creó de manera deliberada las condiciones de su destrucción, siempre tuvo plena conciencia de lo que hacía, y en toda su ficción, en su poesía y en sus cartas se escucha la nota recurrente de burla a sí mismo, la risilla disimulada que evita que su obra caiga en sentimentalismo y autocompasión.

Éste es Lowry el narrador, el comentarista crítico que, al igual que el Hugh Person de Nabokov en Transparent Things, parece estar mirando siempre por encima del hombro para juzgar.

Así, hay dos versiones de la vida de Lowry, dos aspectos tan diferentes como complementarios. Hay un Malcolm en el País de las Maravillas, cargado de condenas y lleno de fantasmas, y otro Malcolm que se refleja en el Espejo Oscuro y Retorcido. Como Alicia, siempre tuvo a la mano alguna poción mágica (whisky, tequila o mezcal) con la cual podía transformar su entorno y su persona, convertir la suciedad y la desolación del manicomio en la visión de una ciudad lunática, hacer del paraíso infernal de México el escenario de la gran novela moderna sobre la lucha de la humanidad contra las fuerzas del mal.

Lowry mismo reconoció haber creado en gran medida los horrores y los terrores que lo inspiraron y que le permitieron asumir el papel de cualquier hombre moderno, enfrascado en su lucha interna por la sobriedad y la cordura. Aunque cuando estaba todavía en Cambridge le informó despreocupado a su asesor, Hugh Sykes Davies, que estaba condenado, más tarde aprendió de Ortega y Gasset que todos somos novelistas y creamos la ficción de nuestra propia vida. Y hay muy pocos escritores cuya obra sea el centro de la vida, y en que la vida se entreteja de manera tan profunda y deliberada con la obra.

Sus dos tiranos, a decir de Lowry, eran la pluma y la botella, pero nadie acogería a sus verdugos con más entusiasmo que él. Se dedicó a ambos, compulsivo y sin tregua. La pila de botellas que dejó tras de sí y el montón de manuscritos que produjo, atestiguan el arduo trabajo de su vicio principal y de su mayor virtud. Vivió y escribió sin cesar; abandonó manuscritos, los perdió, los recuperó y los reescribió. Tuvo una enorme renuencia a terminar cualquier cosa. Una vez puestas las palabras en el papel, dejaban de ser suyas, y al reescribirlas lograba poseerlas de nuevo. Del mismo modo, siempre estuvo reescribiendo su vida pasada, reinterpretándola, a la luz de Freud o de Jung, de la cábala o de la filosofía de Ortega y Gasset.

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Al igual que el Lowry ficticio (el escritor mítico que él mismo creó), existió desde luego el de carne y hueso, que nació el 28 de julio de 1909, murió el 26 de junio de 1957, se casó dos veces, estuvo siempre estreñido, fue propenso a los accidentes, se autoexilió, sifilofóbico que llevó una vida marginal de alcohólico en Londres, París, Nueva York y México, y que pasó catorce años en la oscuridad de la Columbia Británica a expensas de su padre.

Sin embargo, hay partes importantes de esa vida física que no se consignaron. Detestó a la sociedad con sus buenos modales, y su profundo sentimiento de marginación lo alejó mucho de la corriente principal de la vida literaria, donde hubieran podido observar y describir sus movimientos los amigos, los admiradores y los testigos críticos. Incluso estando casado se desaparecía durante días enteros en borracheras que después le era imposible recordar. Y quizá su muerte se encuentre más velada por el misterio que la de cualquier otro escritor inglés de su estatura.

A pesar de todo, la vida física nos proporciona una estructura sinfónica en muchos movimientos, y el mito incongruente nos ofrece las variaciones sobre los múltiples temas que se distinguen: el exilio, la marginación, la búsqueda de identidad, el coqueteo faustiano con la condenación, la compulsión de cambiar el yo a través del alcohol y al mundo a través de la literatura.

A partir de este cambio constante de nuestra narrativa entre el hombre y el mito, entre la realidad y la leyenda de ida y de regreso, surgirá la historia con su significado. Tal vez el laberinto no revele sus secretos más recónditos, la sinfonía discordante podrá seguir confundiéndonos, pero el camino y la lucha por comprender nunca carecerán de fascinación.

* Autor de numerosos libros y ensayos, entre los cuales destaca Inside George Orwell.

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**Suplemento cultural de El Universal de México, donde se publicó originalmente este artículo.
www.eluniversal.com.mx.

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