Mientras «mi» general duerme…

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Los 40 años del Golpe de Estado han sido recordados de muchas maneras diferentes. Se pide perdón a diestra y siniestra, se analizan culpas y se desvelan culpables más o menos «pasivos». Sin embargo, hay un aspecto que ha sido tocado sólo marginalmente: el poder de algunos «señores uniformados», personajes prepotentes que decidían sobre la peligrosidad de los ciudadanos chilenos en el exilio.

La situación quedaba estampada en los pasaportes «con L», instrumento jurídico aberrante inventado por la dictadura, que, reconociendo explícitamente la nacionalidad del ciudadano, le permitía salir del país pero le prohibía retornar. Poca información existe actualmente sobre el tema, aparte de algunos ejemplares de esos «documentos de viaje» que, como piezas raras, son guardados celosamente en el Museo de la Memoria y de los Derechos Humanos de Santiago.

El tema viene al caso leyendo una nota publicada en la Revista Hoy por el filósofo chileno Humberto Giannini, hace ya casi treinta años.
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Mientras el general descansa…

Cada paso lo habíamos dado con respetuosa circunspección a fin de no lesionar la susceptibilidad del Sistema y no despertar su iracundia. Voces sabias, de ciudadanos intachables, aceptaron con generosidad interceder por nuestra causa. Y también fue confortante encontrar en el camino a quien ofrecía ponernos en contacto con tal o cual jerarca o quien ofrecía empujar, discretamente, algún peldaño nuestra petición por el inmenso engranaje del edifico Diego Portales. Mientras, nuestro amigo esperaba en Buenos Aires alguna autorización de entrada a Chile. Cualquiera, incluso por unos días.

Armando Cassigoli vive desde 1973 en México, donde ha realizado una tarea brillante como profesor universitario y como escritor. Por el derecho que le dan sus obras pertenece a la historia de la literatura chilena; pertenece también, como lo ha recordado más de alguna vez Enrique Lafourcade en sus crónicas, al mas íntimo y sabroso anecdotario de «la generación del 50»; y pertenece a la historia de las instituciones culturales de este país, a las que entregó lo mejor de sí: su inteligencia y su entusiasmo.

Perceptivo, generoso, desbordante en gracia y en humor; pero por sobre todas las cosas, profundamente humano, Cassigoli resulta ser justamente el antídoto contra toda forma de violencia y fanatismo. Desde hace años vive con la salud severamente quebrantada.

La descripción de su caso parecía suficiente para que los pesados portones del Sistema empezaran a entreabrirse. Y en efecto, mas tarde, aparentemente estábamos a punto de alcanzar al último piso, el de las decisiones. Fue entonces cuando leímos en La Segunda que el general a cargo del Sistema «no volvería hasta fines de febrero»; que había tomado su descanso y que «nadie estaba autorizado para entregar informaciones».

Despertamos.

No sé quién es el general que ha truncado nuestras expectativas. Y no importa mucho para la historia. El hecho significativo es que el tiempo de su descanso sea la causa irreparable de un tiempo de angustia y dolor para miles de chilenos que, como Armando Cassigoli, esperan por años la restitución de ese derecho de que goza tan inocentemente el general: el derecho a trabajar y descansar en su propia tierra.
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Post scriptum.

Armando Cassigoli murió en México a principios de 1988. Poco antes de su muerte, consiguió volver a Chile (¿se había despertado el general de su descanso?), ”luego de mil vicisitudes para que se le anulara el veto de la proscripción, a despedirse de los suyos”, según recuerda Luis Sánchez Latorre, ”Perdidos en la nostálgica batalla del destierro, un ojo y una pierna”, secuelas de una diabetes rebelde que pocas semanas después lo llevó a la muerte. Agrega ”la tristeza profunda de cada uno de sus gestos nos condujo a presagiar, como quiera que fuese, la vecindad de lo inevitable”.
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De su exilio, Cassigoli nos dejó este poema que trasciende la nostalgia infinita de lo perdido a la que se refiere Sánchez Latorre:

Por lo que vivo

Maduro de esperar mis juventudes,
cansado de inventar mi propia suerte,
veo pasar la vida en cada trino,
en cada soledad, en cada muerte.

Hay un parrón quizás en el recuerdo,
un perfume de sal en mares fríos
un cabello de llamas en el lecho,
un andén provinciano en el estío.

Una gran rebeldía en el camino,
el recuerdo de viajes ya perdidos,
un largo atardecer, un largo vino
bebido en mi Santiago peregrino.

Un viento de nostalgia azota y quiebra
los tristes ventanales del exilio;
el Pacífico me baña en otras tierras,
pronuncia el nombre “patria” en otro sitio.

Pasan mil siglos lentamente y quiero
reposar en chillanes ya perdidos,
recorrer esos mil valparaísos
que hay en cada pedazo de mi mismo.

A esta hora es poco lo que pido;
sólo el pan, sólo el aire, sólo el vino,
la libertad de ver a mis montañas,
la libertad, en fin, por la que vivo.

(Publicada en Araucaria No. 38, 1987).

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