Mito y fusion rapa nui

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LN
Rapa Nui, Isla de Pascua, Te Pito Te Henua o Mata ki Te rangi —que sos sus nombres conocidos— llama al misterio, en sí misma —y por su gente—; un enigma histórico y de distancias, un prodigio de supervivencia, un poema océanico. También es música el ombligo del mundo, los ojos que miran al cielo (que ambas cosas es esa isla grande) y el centro de la mar.

Poco más de tres mil habitantes son sus pobladores; generosos con la amistad, dicen los viajeros, pero también celosos de su independencia y buenos custodios de sus costumbres de orígenes perdidos, pero originadas en Polinesia, en el área probablemente de Tahiti, y maceradas a lo largo de siglos de soledad, con muy escasos contactos con marinos exploradores o simplemente marinos a la deriva.

Las aventuras emprendidas por los recios polinesios en la mar son anteriores y más riesgosas y azarosas que aquellas por las que los vikingos han construido sus leyendas y sitial en la historia europea; basta ver un mapa del Pacífico sur para darse cuenta de ello.

Los abuelos de los rapa nui, los habitantes de la isla grande, acaso hayan desembarcado en ella tan lejos como en el siglo IV de la era cristiana, aunque no fue descubierta por Occidente sino hasta 1722 por un navegante holandés el día en que se conmemora por los cristianos la Pascua de Resurrección; la segunda visita fue en 1770, cuando fue anexada a España y rebautizada como Isla de San Carlos.

A lo largo del siglo siguiente otros aventureros y comerciantes de la naciente globalización económica diezmaron la población —que entre el XV y el XVII había padecido los embates del hambre por sobrepoblación y devastación ambiental—, embarcando a varones y mujeres y niños para venderlos como esclavos en Perú y otras tierras; hacia 1871/80 no quedaban más de 150 o 200 personas en la isla, que el Estado de Chile incorporó a su territorio en 1887.

En rigor la población pascuence actual es producto del mestizaje entre los habitantes originarios y los navegantes que llegaron a sus costas y por grado o por fuerza tomaron a las mujeres.

Lo notable es que pese a la devastación ambiental de la isla, a las guerras por hambre, a las invasiones marineras, en fin, a la pérdida en el XIX de sus últimos sacerdotes y chamanes (y con ellos la imposibilidad de leer su lenguaje escrito y símbolos: pérdida también de su historia), algo siempre perduró. No se elimina lo original de un pueblo sino con la matanza de cada uno de sus hijos.

No se destruyó el oído musical, empero, y aunque no se recuerde ya el profundo sentido simbólico, en parte místico en parte épico, de ritmos y danzas, éstos operan, junto con los cánticos, a modo de cordón umbilical con el pasado mítico y remoto.

Comparten de algún modo todos los pueblos que han sido y son oprimidos y resisten dicha opresión, la voluntad de no perder lo que el poderoso deja o no termina de arrancarles: lengua, comidas, costumbres, gozo de vivir; lo vemos en el continente americano en los pueblos originarios (a los que se ha impuesto por siglos a un brutal genocidio), y lo vemos en Rapa Nui. Este documental, con todo y siendo legítimamente una parte de su objetivo comercial, está dedicado a la música, al ritmo de la Isla de Pascua.

Ver las imágenes y oír el sonido se hace fácil, al implementar Mito la fusión con ritmos del continente. Los memoriosos apreciarán aquí el recuerdo de la música incidental de la teleserie Iorana, puesta en el aire en 1998 por los estudios de Televisión Nacional de Chile; no será casualidad, el musicalizador es el mismo.

El intento confeso es rescatar y difundir los textos ancestrales utilizando expresiones modernas de música. La fuente es Música y Márketing de Chile, la duraciópn del vídeo segundos más de 40 minutos y su difusión es reciente —por lo que es una novedad para los lectores de Surysur.

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