Mujeres: ¿Por qué nos matan? II

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Las madres de las asesinadas

En la reunión privada que madres de las víctimas tuvieron con Irene Kahn, directora de Amnistía Internacional, en agosto de 2003, en Ciudad Juárez, en el marco de la presentación del informe Muertes intolerables, solicitaron a la organización de derechos humanos a la que ella representaba, algo que iba más allá de encontrar a los culpables, la denuncia del hostigamiento del gobierno o las dificultades económicas que les impide vivir dignamente y contar con recursos para sostener abogados de sus casos. «No nos dejen solas», reclamaban. Pedían un acto amoroso. No cuantificable. Y sin embargo, el estado y la sociedad juarense las dejaron solas. Y solas -salvo honrosas excepciones como las ONGs Justicia para nuestras hijas y Nuestras hijas de regreso a casa- batallan. Y su batalla es la de todas y todos los que no tienen voz en este mundo, de los que han sido avasallados por la globalización, por la impiedad del sistema.

Ninguna sociedad puede escapar a sus miserias. Tarde o temprano la sociedad juarense y mexicana asumirán la política de exterminio contra las mujeres como un fenómeno universal y propio, nacido en sus entrañas. La resistencia aún no es sólida. No hay indicios de que colectivamente vaya a asumirse la violencia contra las mujeres como un problema estructural, que en sus extremos permite que un grupo de señores mate sistemáticamente a mujeres y que el Estado avale esa práctica.

La psicoanalista Laura Bonaparte, con siete desaparecidos en su familia, madre de Plaza de Mayo, línea fundadora, organización que denunció en la década del ’70 miles de desapariciones en Argentina, analiza la situación en Juárez y advierte que «cuando no se hace justicia, la sociedad enloquece de rencor y desconfianza. Se incuba el miedo y se producen trastornos, no sólo en los familiares directos sino en toda la comunidad. Prevalece el egoísmo, la indiferencia, la falta de solidaridad y esto finalmente provoca que la ciudadanía no se una para luchar contra los genocidas».

Pero se empieza por el reconocimiento del horror. En ese proceso, ¿nos iremos acercando a la salida?

Mientras tanto, en el aquí y ahora esas madres esperan una contención afectiva y psicosomática por parte de un sector mayoritario de los juarenses y no sólo de grupos vinculados a los derechos humanos. No quieren migajas de lástima… Desean que la comunidad y las autoridades les den un trato respetuoso, añoran movilizaciones multitudinarias exigiendo justicia, pensiones económicas que les alcance para llegar a fin de mes y que les facilite la lucha por encontrar a los asesinos. Los juarenses no han comprendido aún que esas muertas, esas desaparecidas, son sus muertas, sus desaparecidas.

El horror se palpita en cruces rosas, levantadas donde fueron hallados los cuerpos de algunas víctimas; en fotografías de niñas y jovencitas pegadas sobre los postes de luz de las calles, con la leyenda: «Se busca»; en el dolor de los rostros y las miradas de esas madres, que no entienden la atrocidad desplegada sobre los cuerpos de sus hijas y la consecuente complicidad del poder; en la tristeza infinita de los familiares de las desaparecidas, condenados a no hacer el duelo mientras no se materialice el cuerpo de su ser querido; en la «existencia provisional», eso que el psiquiatra Víctor Frankl (El hombre en busca de sentido, Herder , 2001) entendía como «pérdida del dominio de la vida dentro del campo», que reduce la cotidianeidad de miles de mujeres a sentirse presas potenciales de un secuestro, una violación o un asesinato.

La iglesia católica repite sus consignas desde la escritura y sanción del Maellus Maleficarum (El martillo de las brujas) en 1448. Las autoridades eclesiásticas mexicanas callan. Saben lo que algunas y algunos conocemos acerca de los crímenes de mujeres. Tendrán sus motivos para callar. La Santa Inquisición sistematizó la primera política de exterminio de las mujeres, el primer tope legal amparado por el Estado que nos pusieron para que no peligrara el patriarcado (The age of sex crime, Jane Caputi, Popular Press, 1987) . Habría que preguntarle a los profanadores de la fe, ¿qué significan para ellos esas cruces rosas de hijas sacrificadas en nombre del reino de Dios diseminadas por la ciudad?

En Juárez, el mundo está hecho a imagen y semejanza no de Dios sino de una versión omnipotente y sobredimensionada de aquellos varones que se erigen a sí mismos dioses sobre la tierra. ¿O acaso los señores no se sienten todopoderosos en su territorio cuando, en noviembre de 2001, ordenan arrojar ocho cuerpos de mujeres en un campo algodonero ubicado frente a las instalaciones de la Asociación de Maquiladoras de Ciudad Juárez? Su religión los proteje de los males que fabrican.

Ellos secuestran, violan y matan a esas niñas y luego van a misa y hacen donativos de caridad porque de todas maneras creen, como sostiene uno de los personajes de la última película de Almodóvar -La mala educación- que «Dios está de nuestro lado».

¿Por qué el femicidio de Ciudad Juárez o la matanza sistemática de mujeres en Guatemala, El Salvador, Colombia y países de otros continentes, no impactan en la opinión pública internacional como la guerra de Irak, el conflicto palestino-israelí o la amenaza del terrorismo integrista?
Y la ciudad toda se vuelve un campo de concentración donde los señores no sólo ensayan sus rituales, también construyen otras formas de opresión y engendran nuevos excluidos y excluidas.

Las que están vivas

– Evita calles oscuras y desoladas

– No hables con extraños

– Si crees que alguien te sigue, voltea. Si te siguen, grita, cruza la calle y dirígete a una patrulla o a lugares donde haya gente

– No vistas provocativamente

– Lleva un silbato

– Cuando salgas de tu casa deja dicho donde vas y a que hora regresas

– Deja las luces de tu casa prendidas

– Pide a alguien que te espere en la parada del camión (autobús) o en la esquina de tu casa

– No aceptes bebidas de extraños

– Si sufres algún ataque no grites «Auxilio», grita «Fuego», así más gente hará caso a tu llamado

– Lleva las llaves de tu auto o casa listas ya que si las buscas hasta que llegues es momento propicio para un ataque
– Si de algún auto te hacen alguna pregunta, mantente a una distancia considerable para que no te jalen hacia adentro

– Confía en tu instinto; si crees que algo no anda bien o no te sientes segura, retírate del lugar o pide ayuda

No te expongas a ser parte de las estadísticas; A la policía Municipal le compete prevenir crímenes
Ayúdanos cuidándote

(Recomendaciones efectuadas por las autoridades de Ciudad Juárez a las mujeres, en enero de 1995, publicadas en tres anuncios en los periódicos El diario y Norte. Tomado del ensayo Baile de fantasmas, de María Socorro Tabuenca Córdoba, incluido en la compilación Más allá de la ciudad letrada: crónicas y espacios urbanos, Biblioteca de América, 2003.)

María trabaja por las noches en una cantina típica del centro de Ciudad Juárez, en la que desfilan narcotraficantes, sicarios y coyotes (traficantes de humanos). Tiene 25 años y fue a buscarse un porvenir al lugar donde han asesinado a más de 400 mujeres y al menos entre 400 y 4000 han desaparecido en más de una década. Se marchó de su ciudad natal, Chihuahua, a los 16: «Vine con mucha ilusión, conseguí empleo en la maquila. Pero lo que ganaba, 45 pesos diarios -equivalentes a cuatro dólares- no me alcanzaba para vivir y pagarme la preparatoria (curso preuniversitario)…».

De condición humilde, sin amigos y sin familia, aceptó iniciarse como cantinera a los 18. Para casi todas las cantineras de Juárez es obligatorio usar minifaldas, tacones y labios pintados de rojo carmesí: «el jefe nos exige mostrar las piernas… los clientes toman más cervezas y sino te los sacas de encima aunque te digan cosas feas, más lana (dinero) entra a la caja».

Esparcidas en una ciudad en la que existen cinco cantinas p or cada escuela, allí están ellas, decenas, centenares, ofreciendo sus cuerpos por un ron o una chela (cerveza). María en realidad todavía conserva el sueño de ser maestra. «Con mucho sacrificio me estoy construyendo una casita y me compré un carro. Algún día, si puedo, dejaré este trabajo. Tengo suerte porque no me obligan a acostarme con hombres, otras chavas (chicas) la pasan peor».

¿Por qué?, pregunto: «No eliges ser prostituta o vender esto -y señala su cuerpo, quizá con el mismo desdén con el que lo han de tratar sus clientes-. Como tampoco eligen las chavas que se acuestan por una dosis de heroína. Aquí a la vuelta, en la avenida Juárez te las encuentras a montones.Hay que ser fuerte para soportar esta vida, y no todas pueden -y se corrige- bueno, no todas podemos».

Doña Socorro, según sus compañeros de trabajo prepara los mejores burritos de patata con chorizo del centro. Cocinera y encargada de la limpieza de una pizzería en la calle Mina, sus 52 años parecen estrujados por las extensas jornadas laborales y un problema en la cadera que la hace cojear. No se queja de lo que le ha tocado: un marido que no bebe y regresa todos los días a casa al que llama «mi señor», tres hijos adultos «bien criados», dos chicos y una chica. Uno de ellos es «su dolor en el pecho». El joven acaba de salir de la cárcel por asalto a mano armada y no logra recuperarse de una adicción a la heroína: «Estuvo varios años preso, pero él roba nomás pa’ comprarse la droga».

Socorro cambió de Dios hace ya bastante tiempo, decepcionada del catolicismo, se convirtió en cristiana metodista y su fe es la que la mantiene en pie. De sus hematomas en la cara y sus moretones en los brazos no habla. Simplemente no contesta si le preguntas. Hurgando en su interior, dice que se ha olvidado de ella misma. Transmite una lacónica resignación: «Soy buena sirvienta, tengo claro que yo nací para obedecer y mi señor y mi jefe para mandar».

Martha, después de haber perdido varios trabajos por la crisis económica, hace dos días ha vuelto a ocupar un puesto en la industria maquiladora, en la subsidiaria de una corporación estadounidense de automóviles. No sabe exactamente qué hace: «controlo que una cajita de metal con piezas sueltas encaje bien en la máquina…», tampoco ha pensado alguna vez que nunca podrá adquirir uno de los tantos flamantes ejemplares de coches cero kilómetro, para los cuales ella ensambla una de sus piezas cada día. Fuera de la fábrica, la espera un autobús desvencijado que la llevará, durante el recorrido de casi una hora, a una colonia peligrosa de las orillas de la ciudad.

En trayectos de similares características a los que ella hace, han desaparecido mujeres que después fueron localizadas muertas con signos de tortura y estrangulamiento. Ojos negros, pelo azabache hasta la cintura y una figura esbelta, delgada -como la de las chicas que corresponden al perfil seleccionado por los asesinos-, Martha tiene miedo pero no piensa en eso que a veces la carcome por dentro. «Vivo en una casa con tres puertas de entrada, pero igual me roban dos veces al año. Ya no tienen ni qué robarme».

El peligro se acrecentó más, desde que enviudó hace dos años -a los 19-. Ahora sólo cuenta con su madre y con ella comparte la vivienda. En el fondo se siente incompleta; dice: «Tendré que buscarme otro hombre que me cuide». Saca de su bolso un recorte del periódico El Mexicano que narra la crónica de los hechos: su esposo fallecido murió en una balacera durante un enfrentamiento de pandillas. También me muestra un spray paralizante y unas tijeras: «Por si me quieren hacer algo».

Ana es una niña de 12 años originaria de Ciudad Juárez. Por las mañanas, a veces, va a la escuela. Por las tardes empaqueta productos en bolsas de plástico, en un supermercado de la calle Velarde. Come gracias a las propinas que los compradores le dan. Los días buenos, entre morralla y morralla junta 30 pesos mexicanos. Parlanchina y simpática, no tarda en acercarse: «Soy la menor de tres hermanas. Todas trabajamos y completamos para pagar el alquiler. No me gustan las matemáticas. Prefiero jugar en la calle. En la escuela me aburro…».

Después de varias citas casuales, un día llega cabizbaja, llorando, sangrando su trauma: «No puedo borrármelo de la cabeza, se me aparece como una película y no se me va… No puedo dormir ni comer, no puedo jugar, no quiero estudiar». Su padrastro abusó de ella tres años atrás en repetidas ocasiones. Comenzó con su hermana mayor, siguió con la de en medio y acabó con Ana. De una a la vez. «Cuando me traía regalos, sabía que ese día me tenía que dejar». «Es como si me pasara ahorita mismo».

El relato sin puntos ni comas acaba con una pregunta: «¿A ti cómo te pasó?». Intento meterme dentro de la cabeza de la niña, hasta que me doy cuenta que ella cree que todas las mujeres del mundo nos iniciamos con la experiencia de una violación. Semanas más tarde me entero de que su hermana mayor, de 15 años, acaba de quedar embarazada y la que le sigue, de 14, se prostituye con hombres mayores.

Desde que el gobierno estatal realizó esa primera campaña de prevención, en 1995, se produjeron otros cientos de asesinatos. Y si bien las campañas en general, han estado dirigidas a las potenciales víctimas de los crímenes en serie, estos representan a lo sumo el 30 por ciento del total de asesinatos cometidos en algo más de una década. De los 400, la mayoría fueron resultado de la violencia contra las mujeres. A ver si asimilamos las cifras escandalosas: el 70 por ciento de las mujeres asesinadas en el mundo lo son a manos de sus parejas o exparejas.

La impunidad con la que actúan los hombres dentro de sus casas en Juárez, es consecuente con las tecnologías de la violencia utilizadas por los señores del poder dentro de la maquinaria concentracionaria. En ese proceso dialéctico, de retroalimentación de la violencia en espacios públicos y privados, la fuerza bruta fluye y busca justificarse en la propaganda oficial. Aceptémoslo: el discurso del poder patriarcal no ofrece para nosotras alternativas o espacios de negociación para lograr la tan ansiada igualdad. Hay que desmontar el patriarcado. Pero hay que empezar por el discurso, por el lenguaje.

Lo que dice entre líneas el guión de la publicidad, explicado por la investigadora del Colegio de la Frontera Norte (COLEF), María Socorro Tabuenca Córdoba: «Los tres anuncios estudiados con anterioridad parecen insistir en reforzar el código cultural de que las mujeres estamos más seguras en casa y que los ‘extraños’ son los únicos que nos pueden hacer daño», nos advierte que, aun siendo mujeres adecuadas, sumisas e imitadoras del modelo de ‘María’ (la madre de Dios), no estamos a salvo.
La premisa básica del terrorismo sexual es que no estamos a salvo en ningún sitio. Ni en los espacios públicos ni en los privados.

Necesitamos inventarnos un silbato interno que nos dé otras herramientas para frenar la fuerza bruta.

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* Publicado en www.rebelion.org

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