Mundo ajeno. – LA ISLA GRANDE DE CHILOÉ

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Entre algunos ciudadanos de Santiago de Chile es un lugar común decir que su país comienza, por el norte, en la ciudad de La Serena y termina por el sur, en Valdivia. Por arriba, los desolados límites del desierto de Atacama, y por debajo, las selvas frías del sur, puerta de entrada a la Patagonia, son para los capitalinos, simplemente, “otra cosa”.

Dentro de estos territorios alejados del ombligo urbano la isla de Chiloé, en la que viven en diferentes enclaves unas 150.000 personas, es una excepción y un mundo en sí misma. Con sus 180 kilómetros de longitud y sus escasos 50 de anchura, el archipiélago chilote constituye una excepción por mostrar algunos de los paisajes más irrepetibles de esta zona del sur del planeta, y un mundo, por tener sus habitantes unas tradiciones propias y una forma particular de encarar la existencia.

Como en el resto del Chile “salvaje”, la naturaleza es aquí una fuerza primaria que condiciona y explica muchas de las características visibles en la isla. La lluvia, el mar, los bosques y la inestabilidad sísmica han grabado a fuego su impronta en el carácter chilote.

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La arquitectura popular del archipiélago se amolda a estos elementos concretándolos en estructuras livianas levantadas en madera y cubiertas con tejados de chapa sobre los que repiquetea la lluvia durante buena parte del año chilote. La mayoría de estas edificaciones están separadas del suelo por gruesos tocones de madera con el fin de aislar la casa de la humedad.

Mantener la casa fuera del contacto con la tierra firme tiene también la aplicación práctica de poder cambiarla de ubicación a voluntad con la ayuda de troncos sobre los que se desliza la casa y de la fuerza motriz de una pareja de bueyes. La apariencia frágil del conjunto queda desmentida por la pervivencia de verdaderas mansiones en algunos de los poblados de la isla.

Al margen de estos ejemplos puntuales la mayor parte de los hogares muestran el buen gusto y el pragmatismo de quien conjuga sin estridencias ingenio y posibilismo. Terremotos y corrimientos de tierra enseñaron pronto a los chilotes que sus hogares podían perecer con facilidad. Las circunstancias impusieron la sencillez en el diseño y la utilización de los recursos propios de la isla, sobre todo la madera de sus extensos y variados bosques que pasaron a ser la materia prima básica en la construcción de viviendas.

La humildad de sus recursos no ha impedido la constitución de un imaginativo estilo plasmado con acabada perfección en los pueblos de pescadores repartidos por la isla. Arracimados de cara al mar y sustentados por un entramado de troncos se levantan los palafitos chilotes con sus coloristas fachadas flanqueadas por botes de pesca y redes puestas a secar. El pueblo de Castro, asomado al fiordo de su mismo nombre, y la cercana aldea de Gamboa muestran a lo largo de su línea de costa los ejemplos más acabados de este tipo de arquitectura popular.

fotoMitología chilota

Los cielos bajos y plomizos, la lluvia omnipresente, el batiente y rompedor Océano Pacífico en el oeste de la isla en abierto contraste con el silencioso y calmo mar de los fiordos en el este, los extensos bosques y las brumas, son algunos de los argumentos utilizados para explicar el origen de la rica mitología chilota. Su secular aislamiento respecto del Chile continental se extendió hasta bien entrado el siglo XIX, en que se fundó el cercano asentamiento de Puerto Montt, permitiendo la pervivencia de una fértil cultura propia que evolucionó drásticamente desde la llegada de los marinos españoles.

Los primeros navegantes europeos desembarcaron en Chiloé en 1567. Con ellos se colaron en la isla el sarampión y la viruela originando las consabidas mortandades entre los indígenas. La cultura de los aborígenes supervivientes, de creencias animistas, se fundió con el catolicismo llegado a Chiloé de la mano de los misioneros jesuitas. El cristianismo, herencia de la lejana Europa, se impuso oficialmente en pocos años, pero a día de hoy se mantienen vivas en la isla tradiciones y creencias que hunden sus raíces en la niebla de los tiempos.

El sincretismo religioso es un hecho en muchas de las aldeas más aisladas del archipiélago. La Iglesia Católica, consciente de sus limitaciones para imponer un credo ortodoxo, optó por incorporar a su liturgia algunas de estas tradiciones. La iglesia más antigua de Chiloé, construida íntegramente en madera, se levanta en la aldea pesquera de Achao. En uno de sus breviarios pueden leerse las oraciones que abogan por la conservación del bosque natural chilote.

La madera era el único elemento que permitía la construcción de casas, barcos e iglesias, elementos clave en la vida comunitaria del archipiélago. Cada especie de árbol contaba con su oración: el alerce, la luma, el ciprés, la coigüa y tantos otros, cada uno con su aplicación práctica correspondiente. El catolicismo de los jesuitas y tras la expulsión, el de sus sucesores, los franciscanos, encontraron en las creencias animistas de los indígenas un camino de penetración y de esta forma, el bosque autóctono quedó incorporado a la liturgia cristiana.

Ejemplos similares menudean por toda la isla. En la aldea de Dalcahue su iglesia conserva una imagen del Sagrado Corazón flanqueado por figuras de la mitología chilota, entre ellas la Viuda, una mujer alta y hermosa de pies desnudos que seduce a los hombres en lugares solitarios depositándolos, más tarde, en lugares alejados de la isla. En el mismo retablo están representados también el Trauco y el Caleuche, un barco fantasma pilotado por brujos estridentes que hacía zozobrar las embarcaciones comerciales.

A juzgar por el número de bares, restaurantes y comercios que llevan su nombre, el Trauco es el ser mitológico más popular del archipiélago. Su influencia se extiende incluso a otras culturas ajenas a la isla como la de los norteños mapuche.

El Trauco es la lujuria representada en forma de enano del bosque, de mirada torva y fuerza sobrehumana que derriba árboles con su pequeña hacha de piedra sin esfuerzo aparente. Su fealdad repugnante no es obstáculo para que todas las doncellas queden prendadas de su figura y, además, gracias a su proverbial fertilidad, encintas.

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En la sociedad tradicional chilota cuando una joven quedaba embarazada antes del matrimonio se atribuía su nueva condición a una jugarreta del Trauco, por lo que ni la madre ni el hijo sufrían el rechazo social que en occidente ha ido asociado a este tipo de nacimientos.

Iglesias y futuro

El catolicismo llegado de la mano de los jesuitas dejó otro legado importante para Chiloé: sus iglesias de madera. La UNESCO ha declarado a 16 de ellas Patrimonio de La Humanidad. La mayoría concentradas en la llamada “media luna”, una red de aldeas y pequeñas islas situadas en un radio de pocos kilómetros alrededor de la pequeña ciudad de Castro.

La arquitectura de estos templos recoge las tradiciones constructoras propias de los chilotes: muros de madera en listones, tejas del mismo material superpuestas, un tejado a dos aguas rematado por una esbelta torre coronada por una cruz y arcadas de acceso al templo sustentadas por columnas.

La construcción de las primeras iglesias fue auspiciada por los jesuitas y en su práctica totalidad fueron pasto de fuegos intencionados. Los clavos de hierro eran el botín perseguido por los indígenas canoeros quienes con el paso del tiempo y al ser aprovisionados por los propios padres de aperos de este metal abandonaron tan expeditivas costumbres.

La iglesia de Achao, dedicada a Nuestra Señora de Loreto, es la más antigua de la isla y se enfrenta, como el conjunto de las iglesias históricas, a importantes retos de conservación que tienen que ver con problemas ocasionados por la podredumbre, la humedad, la carcoma, los insectos xilófagos, además del fuego, los temporales y el viento.

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El siglo XXI ha llegado ya a la isla cuyo máximo atractivo ha consistido en permanecer aislada en el tiempo con consecuencias poco predecibles a largo plazo. De momento Chiloé sigue oliendo a mar y a humo de leña; en las noches de luna llena una legión de perros impresionables sigue ladrando al reflejo del satélite en los fiordos; el curanto, un plato tradicional que mezcla chorizo, carne y pescado continua siendo una de las viandas más solicitadas en los restaurantes populares; la silueta de las mariscadoras hundidas en el agua hasta la rodilla y faenando en la marea baja es todavía una estampa propia del archipiélago. Sin embargo, muchas cosas han cambiado en los últimos años.

Para empezar la recogida tradicional del marisco hecha a mano está siendo sustituida en la economía isleña por la piscicultura del salmón. Los fiordos del oeste de la isla reúnen condiciones ideales para la puesta en marcha de las bateas. La proliferación de estas superficies flotantes y su alta contaminación orgánica amenaza con dar al traste con el frágil equilibrio del ecosistema marino. Agrupaciones de pescadores, ecologistas y hasta el controvertido millonario norteamericano, Douglas Tompkins, propietario de grandes extensiones de terreno en el cercano Parque Pumalín, al otro lado del estrecho, ya han dado la voz de alarma.

La proliferación de visitantes en los últimos años, aunque se mantiene en niveles tolerables, amenaza también con cuartear la estructura social de la isla. Los ganadores de esta nueva situación son los propietarios de pequeños negocios, los dueños de pensiones y restaurantes, las empresas de transporte y los cibercafés.

Realidad en paralela

fotoDel otro lado resulta ya habitual en la mayoría de pueblos de la isla la presencia de media docena de figuras fugitivas, ya entradas en años, que, al atardecer y refugiados de la lluvia bajo algún voladizo, beben sin mediar palabra de una botella de alta graduación que pasa de mano en mano. El desarraigo y la desesperanza se ceban con sectores numéricamente significativos y económicamente insignificante.

El terremoto de 1960, que se cebó sobre todo con el pueblo costero de Ancud destruyó buena parte de sus viviendas tradicionales. La reconstrucción llenó de hormigón y cemento algunos de los rincones más íntimos del pueblo destruyendo algunas de sus señas de identidad.

Chiloé y sus habitantes tienen una larga tradición de abandono y rechazo. Buena parte de los isleños han sido considerados hasta hace poco por el resto del país como gente bruta, supersticiosa, sucia y analfabeta. La palabra “chilotaje”, pronunciada con el debido desprecio, los incluía a todos. Alquilando su fuerza de trabajo al mejor postor llegaron a ser muy numerosos, como peones rurales, en las estancias de las dos patagonias, la argentina y la local.

Cuando en 1921 llegaron las huelgas a los ranchos del sur profundo, en busca de una mínima dignidad en el trabajo, fueron masacrados por centenares y sepultados en fosas anónimas. Junto a ellos fueron fusilados sus líderes, buena parte de los mismos anarquistas gallegos.

El destino de los pueblos tiene senderos poco predecibles y, hoy día, muchos marinos chilotes cumplen contrato de trabajo con la empresa Pescanova en Vigo. Al decir de los comentarios de los que han vuelto no se encontraban fuera de lugar en un ambiente lluvioso, de verdes laderas y con profundas rías que semejan a sus fiordos.

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* Periodista.

sol2001@euskal.net.

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