Naciones originarias. – EL DESASTRE AUSTRALIANO

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

La isla-continente goza de un privilegio: sus primeros habitantes tienen la historia cultural ininterrumpida más prolongada del mundo; se inició a lo menos hace unos 42.000 años. La contemporaneidad, empero, la ha destrozado trocándola en tragedia.

Lo que resta de esos clanes y tribus «primitivas» se debate en un largo y violento suicidio que arrasa con su pasado y convierte su eventual futuro en un abismo de sangre al otro lado del olvido.

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Una poca de historia

Durante milenios Australia fue como una tierra inexistente. Las grandes flotas chinas que circunnavegaron el mundo antes que portugueses, españoles o britanicos la consignaron como territorio no apetecible. A principios del XVII (1606) los navegantes holandeses la dieron por inhóspita y en consecuencia inhabitable para los europeos –algo parecido a lo que pensó, en la primera mitad del XIX, Darwin de la Patagonia–.

Poco después, o por esa misma fecha es probable que naves portuguesas camino al Asia hayan echado el ancla en sus bahías, pero no hay mayores registros de ello. Fueron, en todo caso, marinos españoles quienes bautizaron Australia a la isla-continente, en honor a la Casa de Austria, entonces detentaba la corona del país.

La historia moderna de Australia comenzó con los barcos ingleses; provenientes de una sociedad violenta debajo de los ropajes y los modales que desembocarían en el siglo victoriano, marinos y luego –y fundamentalmente– los colonos no estaban dispuestos a que una «horda de salvajes» los miraran con curiosidad, primero, y luego se negaran a aceptar el «rule Britannia». Así que iniciaron un proceso que consistió en que o aceptaban su ser inferiores o se los exterminaba.

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Cabe señalar que muchas de las buenas familias que dieron forma a la Australia moderna descienden de hombres violentos, condenados muchos a cumplir pena en Australia por actos criminales cometidos en el Reino Unido, y de mujeres que desembarcaron en el territorio en pos de una nueva vida –o para continuar con la que llevaban en Inglaterra sin el riesgo mortal de la hipocresía de los tiempos de la reina Victoria–.

Como los adelantados, capitanes y mesnadas españolas en América, los británicos no tuvieron piedad. Nunca se plantearon si esos grupos humanos de piel más oscura tendrían un alma semejante a que daban por cierto confería humanidad a los europeos; el siglo XIX alimentó una certeza: eran trogloditas, cavernarios sobrevivientes de una era perdida, semovientes bípedos que jamás podrían comprender los beneficios de la civilización. Así que bala con ellos.

En pocas generaciones perdieron sus tierras, obligados a emprender una fuga sin destino a lo más inhóspito de la isla; su cultura –esto es: creencias, mitología, historia, vida social, estructuras familiares, campos de caza y recolección–, todo lo que por decenas de milenios forjó su identidad fue destruido. Se repitió en Australia lo sucedido en África y en América: las bandas con tecnología militar superior –armas de fuego– definieron quién era humano y quien no.

El desarrollo de la economía de los invasores y la supresión del estigma –a lo largo del siglo XX– de ser «presidiarios» expulsados de Inglaterra no mejoró la situación de los aborígenes. No hubo para ellos campañas por su dignidad y su derecho a vivir en paz. La llegada del cristiano siglo XXI tampoco significa un cambio. A mediados de junio de 2007 el primer ministro John Howard decretó un nuevo impulso civilizatorio.

fotoLa cruzada final

Las relaciones interculturales operan sobre el espectro de cómo define la cultura dominante a la que, en términos materiales, es dominada. Grosso modo, los valores de la primera se miden por el poder de fuego y el desarrollo de las fuerzas productivas que éste posibilita para obtener lucro.

Las cosas se tornan confusas y lo que sucede en definitiva es que –como lo saben las naciones originarias americanas– cualquier principio jurídico a que se llegue para establecer relaciones horizontales entre las culturas se transforma en el atanor del capitalismo en un indicio ineficiencia, incapacidad y culpabilidad de los grupos de menor desarrollo material. No son principios los que entran en juego; son los pretextos para mantener la dominación los que juegan. Los dominados en este caso son alrededor de 70 comunidades australianas originarias autónomas confinadas en los Territorios del Norte.

A mediados de la década de 1971/80 estas comunidades lograron tras una ardua batalla judicial y legislativa la aprobación de un cuerpo de leyes –Aboriginal Land Rights Act– que en teoría consagró la autodeterminación para decidir su modo de vida y usufructuar de las riquezas que en sus tierras y subsuelo hubiera y decidir lo medular de su administración territorial.

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Inmediatamente después comenzó el gobierno a redefinir la legislación. Bajo la ideología de que los aborígenes no eran capaces de entender la legislación –o lo que es lo mismo, como lo saben, por ejemplo, los mapuche en Chile, los pueblos originarios de México o las comunidades amazónicas del Ecuador, ante la determinación del Estado de construir una represa, sembrar maíz transgénico u horadar por petróleo– la autonomía se recorta y el fantasma del «interés social» –léase empresario– se hará primar sobre el de las comunidades.

Éstas, las comunidades, piensan que la Tierra es sagrada y que los seres vivos son parte de ella; aquel, el gobierno, está convencido de que la Tierra es un mero recurso para ser explotado y que las personas definen su rol en la sociedad mediante un proceso de competencia. La Tierra vela por todos y todos velan por la Tierra, dicen unos; otros están seguros que su dios premia a los ganadores con riqueza y que la riqueza provee la salvación del alma.

Verdades, medias verdades, acomodos de la mentira

Como sucede en muchas comunidades originarias a lo largo de América, el equilibrio entre el modo de vida propio y el que se les impone resulta imposible. No es la moral la que determina los valores, son las herramientas; no son las necesidades éticas, son las del capital las que legislan, reglamentan, juzgan.

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La igualdad se convierte en una nebulosa del futuro probable, no es la base del presente compartido; la libertad en un derecho sólo compartido por los prisioneros del sistema –como lo saben los pobres y jóvenes disconformes–; la fraternidad deviene una entelequia que se materializa –a veces– al interior de los grupos que se reconocen como integrados por semejantes.

Es más fácil y gratificante encarcelar –y si es necesario torturar– al que no cumple o se opone a la ley, que dar trabajo, educación y dignidad al marginado. Aunque tenga 14 años.

El quiebre de la estructura social de los aborígenes australianos es grave, y al constituir comunidades aisladas y claramente diferenciadas de la estructura dominante, y sometidas a su escrutinio, notoria. El terrtiorio del norte, por otra parte, no conforma una provincia (o estado), sino que depende en forma directa del gobierno central. Por ello, ante una serie de denuncias sobre comportamientos antisociales –alcoholismo, violencia intrafamiliar, prostitución, abuso infantil– el gobierno decidió unilateralmente una serie de medidas para sanearlas.

Ley seca y prohibición de pornografía por seis meses fueron ls primeras, complementadas por el ingreso, en especial de los menores, a un circuito médico ad hoc y la revisión de los pagos del departamento de Seguridad Social por cesantía, invalidez u otras causas. Las comunidades quedarán bajo control militar. Como es habitual cuando se intervienen asentamientos humanos considerados inferiores, las denuncias se dan por ciertas y a los afectados no se les pregunta.

En cierto modo se impondrá sobre los aborígenes australianos una metodología como la que los –no demasiados, es cierto– soldados de Australia imponen en Iraq. Sólo que en este caso no se trata de llevarles democracia, sino de proteger a los niños.

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Todas las evidencias indican –pero el gobierno de Howard no lo reconoce– que el alcoholismo entre los indígenas es producto del comercio –ilegal– de bien apertrechados comerciantes blancos que operan generalmente de noche bajo la hipócrita protección –y vista gorda– de las autoridades centrales, que no apoyan las medidas de los consejos de ancianos comunales. En las áreas indígenas es más fácil y mucho más barato comprar cerveza y licores que pan, un trozo de carne o un pollo. Y no hablar de verduras y fruta.

En cuanto al abuso infantil, la pedofilia puede considerarse un subproducto del turismo y de la invasión civilizadora occidental, no una costumbre o desviación cultural aborigen. Lo mismo puede decirse de la tasa de suicidios: casi cuatro veces superior a la media australiana.

Australia vive probablemente el último genocidio tolerado por la humanidad.

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* Fuentes

www.guardian.co.uk

www.anzeducation.com.mx

http://rwor.org

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