Nechaev en Madrid. – MOTINES QUE HACEN ESTALLAR UN TREN O TRENES QUE ESTALLAN

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

La idea propuesta por Camus no puede tener hoy mayor vigencia: “Yo me rebelo, por lo tanto existimos”. Así lo han entendido cientos de ciudadanos anónimos que, bajo el tejido de una ciudad que no duerme jamás, están expresando su rechazo. Y todo ello en un comienzo de siglo que, de forma aparente y aparentemente presentado por los media, proclaman no haber ya causas justas y que sus abanderados han sucumbido ante la desaparición de los conflictos de clase o de otro tipo.

En Madrid, los parones, retrasos e incidencias en el metro, sobre todo en la Línea 6, se cuentan por decenas desde hace ya muchos meses. Pero la trayectoria de este conflicto, lejos de decrecer, ha ido en aumento, en la misma proporción que el hartazgo de aquellos que pomposamente son llamados “sus usuarios”. El clima de insubordinación quedó perfectamente plasmado hace varias semanas mediante el plante de varias decenas de usuarios del metro que se negaron a desalojar un vagón.

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La «gente» se enojó

Los incidentes comenzaron cuando en la estación de Usera por “una avería técnica”, según Metro, los pasajeros tuvieron que bajarse de los vagones y esperar en el andén a que llegase el siguiente convoy. Éste ya venía lleno, así que los nuevos pasajeros se apiñaron como pudieron y el tren continuó el viaje. Al llegar a la estación Conde de Casal se produjo otra avería: el sistema de cierre de puertas falló. Por megafonía Metro anunció a los pasajeros que, de nuevo, tenían que bajarse de los vagones. Fue entonces cuando la gente empezó a protestar.

Los centenares de viajeros, que ya venían enfadados por el parón anterior, ignoraron el aviso de megafonía y se negaron a moverse de los vagones. Sin ser apenas conscientes de ello, con este gesto cruzaron la delgada línea que los convirtió en “okupas”, tal y como los calificó la empresa de transportes. Los guardias de seguridad de la compañía, ante la imposibilidad de desalojarlos, optaron por llamar a agentes de policía y antidisturbios que, ante la sorpresa general, bajaron a la zona de los andenes parapetados y cargaron. Varios agentes de la policía se ensañaron con un joven en la estación de Conde de Casal el cual, a pesar de llevarse varios golpes, fue denunciado por un delito de resistencia a la autoridad.

Los testimonios de otros viajeros hablan por sí solos: «Eran 10 o 12 policías contra un chico joven. Le dieron una paliza brutal: puñetazos, patadas…» (…) A una mujer embarazada la sacaron del vagón a rastras, peor que a un animal, y a otra casi le rompen un brazo. Se había agarrado a una barra de sujeción y gritaba que le iban a romper el brazo mientras varios policías intentaban sacarla del vagón», relató otra pasajera. Al salir de la estación, varios viajeros indignados se señalaban y autoinculparon como autores de lo que definieron como un “motín”.

Las perspectivas de futuro plantean un escenario aún más dramático, toda vez que mientras este texto es escrito llegan nuevas noticias de heridos por averías y violentas maniobras de los trenes o más retrasos.

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Las imágenes que nos conducen hacia una obligatoria vida en la escasez de estímulos positivos y de sensaciones que defiendan nuestro derecho a ser libres encuentran su mejor escenario entre el traqueteo del metro –lugar forzoso de encuentro de los indiciduos en tránsito hacia la esclavitud asalariada– y que reafirma esa saturación de imposiciones.

Oscura, pálida, rabiosa desintegración

En definitiva, “lo que odiamos en nosotros mismos es nuestro exceso de realidad” (Baudrillard) y ese “exceso” el metro lo multiplica cada día. Pero en el mundo moderno, arrogantemente impuesto bajo la promesa de una comodidad extrema y una felicidad garantizada gracias a la técnica, la chusma ha comenzado a ser consciente de que ya nunca podrá ser feliz. Ha asumido que su mayor aspiración vital pasa por una vida fragmentada, separada y de supervivencia. Ha renunciado a ser feliz, porque ya tan sólo puede pretender sentirse contenta.

En una época que ha vivido la desintegración casi absoluta del viejo proletariado, los dominados –repartidos en las ciudades en angostos apartamentos y colmenas– están comprendiendo que el empobrecimiento de sus vidas se visibiliza cotidianamente bajo la crudeza de la insoportable vida en las ciudades. Ni las prestaciones de éstas, ni tampoco los miles de fetiches y «gadgets» que se les ofrece, pueden ser suficientes para calmar eso que ya intuyen: el deseo salvaje, ahora alienado.

Acostumbrémonos pues a las regulares explosiones de violencia o de insubordinación en los aspectos más íntimos de nuestras vidas y asumamos que los viejos esquemas ya no nos sirven porque el último postromanticismo (el genuinamente sesentayochista) no volverá a producirse bajo las formas de antaño.

Muchos son los que, a su manera, aún quizás tosca, están expresando esta insoportable vida en la metrópoli. Bajo la superficie de estos hechos, pasados de forma casi inadvertida entre las páginas de los diarios o contemplados pasivamente, subyace un malestar ampliamente sentido cuyos destellos son capaces de despertar la solidaridad de aquellos que se ven como acompañantes obligatorios. Y todo ello puesto que las armas de las que la propaganda del Estado hace uso deben luchar dentro del campo de lo moral: difícilmente puede alguien defender la inmoralidad de los viajeros hartos de los retrasos y que deciden destruir el vagón o amotinarse.

Al igual que en la masiva protesta vecinal contra los parquímetros, la represión penal y el control policiaco no han sido capaces de inhibir los deseos de frenar lo que consideraban, acertadamente, como una progresiva pérdida de la identidad en los barrios populares de Madrid. En mayor medida, su protesta es un intento por conservar el presente, aunque deteriorado y devaluado, como si fueran los únicos restos de una ciudad perdida o de un sueño colapsado.

Plantean su miedo al futuro desde el plano del progreso, pero no miran al pasado. Su revuelta es contra la Historia, aquella capaz de borrar los rastros de lo que algún día se denominó como “entrañable” y que ahora es contemplado como un lenguaje en desuso. Los vecinos, por otro lado, expresan su desprecio hacia las autoridades que acometen destrucciones para convertir estos barrios en sucursales del centro capitalino y con su misma apariencia.

De hecho, la protesta contra los parquímetros revela un profundo deseo aún más hondo y radical, todavía sólo visible en su superficie espectacular (las marchas y los comunicados), pero que sorprende por la autoorganización extraparlamentaria, la asamblea y la acción directa. De sus actos se puede continuar, citando a Camus, que “aparentemente negativa, puesto que nada crea, la revuelta es profundamente positiva, pues revela lo que, en el hombre, debe ser defendido siempre”.

A sus detenidos se les confiere el calificativo de “represaliados”, mientras casi una decena de vecinos se enfrentan a cargos de daños por la destrucción de los parquímetros o el acoso contra los vigilantes del Ayuntamiento. Las últimas noticias son las de artefactos caseros que han sido introducidos en los mecanismos para hacerlos saltar por los aires. De un lado u otro, a la derecha y a la izquierda, partidos, sindicatos y medios de comunicación se echan las manos a la cabeza. “Los bárbaros han vuelto”, parecen decir.

En el caso de los sucesos en el metro madrileño, una vez más, el discurso de los jefes y la bofia apunta hacia una oscura mano negra. Nechaev ha estado visitando Madrid, parecen insinuar. De pronto, los retrasos y averías son resultado de distintos sabotajes cuyos autores son los trabajadores. A día de hoy, todo parece apuntar que estas afirmaciones son gratuitas, meras cortinas de humo que hacen que miremos el dedo y nos perdamos la luna. En último termino, nadie será responsable, mientras se agita la mano negra señalando al terror ácrata, a Nechaev o al corpulento señor Jueves de la novela de Chesterton.

fotoMiedo

No obstante, todas estas transformaciones son la micropolítica capaz de encender los ánimos. Si desde un punto de vista cualitativo estas formas de protesta y sus razones aparentes pudieran parecer parciales, no lo son los cambios que producen en quienes son sus protagonistas ni la fuerza de la puesta en práctica de la desobediencia. No dudamos que la señora que tuvo la determinación necesaria para destruir los parquímetros, con sus propias manos y a plena luz del día, ahora comprenderá un poco mejor el cómo y el por qué de otros tantos actos diarios que son proscritos bajo la calificación de “vandalismo”.

Ello no implica, por supuesto, que nos conformemos o que esto sea suficiente. Este no es nuestro caso, ni mucho menos. Por ahora, estos modos rebeldes tan sólo apuntan los síntomas de una enfermedad que empieza a ser fácilmente reconocible. Son el escaparate de algo, una dialéctica existente que se impone como factible y, por lo tanto, válida, en un periodo de reflujo en la lucha. Y todo ello cuando parecía imposible, a pesar de los constantes esfuerzos por invisibilizar la angustia, el hastio y el rechazo tras las vallas publicitarias, los luminosos o los anuncios de rebajas.

Sin embargo, algo está pasando.

Recientemente, señalaba con acierto Ivan Karamazov –ex integrante del colectivo la Felguera (antigua sección berlinesa y ahora operando desde capitalismoybarbarie.blogspot.com/) en el texto Notas para los espíritus buenos y libres– que “cada vez son necesarias mayores dosis de ilusión y narcóticos para soslayar una realidad tan carente de sentido, o mejor, con un sentido tan nocivo. Mayores cantidades de dinero, esfuerzos, trabajadores asistenciales, mayores reformatorios, leyes y prisiones se destinan en vano para frenar el crecimiento de un cáncer vital que esta sociedad despliega desde su seno”. Pero hay más, mucho más.

Mientras tanto, un sector del ambiente revolucionario más ortodoxo actúa como si la aventura por la abolición total de la sociedad fuese estudiar matemáticas. No obstante, este sector no está, ni mucho menos, imposibilitado para ver lo evidente. Ni quieren ni desean ver. Su fe está del lado de los libros de historia sin que sean acaso conscientes de que el escenario ha cambiado y que el propio tiempo los ha superado a ellos mismos.

Cada cierta época, esperan la señal de una futura revuelta en las fábricas, exhibiendo a un obrero rescatado de la lucha y tontamente paseado por distintos foros de la capital como si fuera una visita al zoológico. Así, aquellos aspirantes a ser “perfectos obreros” pueden oler, sentir y expresarse igual que ese extraño sujeto que se aparece ante ellos. En aquellos lugares en los que explotan conflictos obreros, habrá que apostar por la superación de su propio ámbito de actuación: el conflicto se vuelve social y, por lo tanto político.

Lo interesante, en este orden de cosas, no son los resultados (nuestra historia es la de las derrotas o las revoluciones inacabadas), sino los procesos de toma de contacto con ese “exceso de realidad” que sufren sus protagonistas y las transformaciones que se producen en éstos.

Ni tan siquiera la última gran revuelta en suelo europeo, la que se produjo en la periferia de varias ciudades francesas, despertó el interés de ese sector del ambiente contestarario porque los salvajes carecían de banderas rojas o negras, y no mostraban emblemas ni bellas proclamas.

Ellos eramos nosotros. Su ira era nihilista, porque la superación del nihilismo pasa por la destrucción de la actual sociedad sin conservar rastro alguno de sus instituciones y “verdades”. Aunque la realidad nos estallé en la cara, la ruptura con las condiciones de vida será espontánea y sin previo aviso “oficial”. Sin lugar a dudas, superará a las organizaciones, porque éstas siempre tratan con modelos proyectados desde la nostalgia y porque el tiempo juega en nuestra contra. Todos, en cierta medida, seremos, a priori, superados.

Una buena actitud en este tablero de ajedrez tan cambiante es la anticipación, que no la videncia, porque la emancipación de los dominados será obra de ellos mismos.

Marzo de 2007

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* Del Colectivo de Trabajadores Culturales La Felguera (La Felguera collective).
www.nodo50.org/lafelguera.

Addenda

fotoSergei Nechaev es un revolucionario ruso de la segunda mitad del siglo XIX; no obstante que lo reniega buena parte del movimiento anarquista –y por cierto toda la izquierda «oficial»– no poca influencia ejerce hasta nuestros días. Aun es posible encontrar ediciones de su texto más conocido: Catecismo del revolucionario.

Nechaev conoció la persecución y el destierro. En cuanto organizador se le tilda de haber estructurado «sociedades» o grupos secretos de corte terrorista, como Venganza del Pueblo. No vivió muchos años: nace en 1847 y muere en prisión en <882, mientras cumplía una condena a 20 años de trabajos forzados. En su juventud fue muy próximo a Bakunin; con los años surgieron diferencias irreconciliables. Bakunin, empero, le reconocía algún merito: » Con todo, Nechaev es una fuerza, porque es una inmensa energía. Fue con una gran tristeza que me separé de él, porque el servicio de nuestra causa requiere mucha energía y pocas veces se la encuentra desarrollada hasta tal punto. Pero tras haber agotado él todos los medios para convencerme, debí separarme y, una vez separado, debí combatirle con energía. «Su último proyecto fue ni más ni menos que formar una pandilla de ladrones y bandoleros en Suiza, naturalmente con el objetivo de constituir un capital révolucionario. Le salvé forzándole a que dejara Suiza, porque es seguro que le habrían descubierto, él y su pandilla, en unas pocas semanas, se habría perdido y nos habría perdido a todos con él». Sabias palabras las de Bakunin, que no fueron escuchadas por Durruti (y otros) anarquistas-asaltantes-de-bancos cuando su recorrido por América del Sur…

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