Paraguay, riesgos. – A CONSIDERAR: POLÍTICA Y RELIGIÓN

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Digamos. Cuba estaba, está allí desde hace casi medio siglo: vela encendida pese a los huracanes. Digamos además que el siglo XXI estrena la «curiosidad Chávez» y un proceso social en Venezuela que nadie en verdad conoce muy bien ni puede calcular hacia dónde va. En Cuba se forja desde 1959 una conciencia política y social más espartana de tropical; Venezuela tiene un peso específico y propio en sus yacimientos –lo que le permite ciertos lujos, como la corrupción extrema–.

Miremos el resto de la Casa Grande.

El hecho que entierra los esfuerzos revolucionarios continentales surgidos (aunque a veces vagamente) del marxismo-leninismo es la muerte de Salvador Allende; el cortejo lo formaron sus «reencauchados» ex compañeros –algunos sacudieron años de obsecuencia obscena de discursos y pactaron con la dictadura una salida tan democrática como capitalista neo conservadora-liberal para Chile –a costa de la memoria social.

Se pare el siglo XXI

Las dictaduras carcomieron el tejido social del sur de América.

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La Argentina procuró, luego, ajustarse al Primer Mundo (al que siente que pertenece por más que no tenga claro por qué) sin arrojar por la borda toda la memoria de los «años de plomo», pese a Menem y De La Rúa; Brasil extendió la idea de su propio «destino manifesto» –y es por eso que a Lula y equipo les duele tanto la marcha de los sin tierra: un desafío a la grandeza, en un sentido degaulliano, del país–; los sectores dirigentes de México eligíeron una elegía cómoda y vergonzante para su funeral, y está por verse hasta dónde ha mordido, para eliminarla, esa carne putrefacta el zapatismo.

El resto quedó en manos de los «chicos», un número indeterminado –pero cuantificable– de países que parecen hundidos y percibidos como pequeños e insignificantes. Entre ellos destaca Bolivia y una tradición revolucionaria que, por ahora, ninguna traición ha podido doblegar. Bolivia es el centro de América del Sur, y por más de una razón su ejemplo de dignidad.

Y de pronto he aquí que saltan al ruedo Panamá –acaso un fiasco, otro más, acaso un enigma–; Nicaragua con el regreso del sandinismo –y de Ortega, las antenas en alerta–; Ecuador con sus contradicciones íntimas y la vecindad de la que bien se puede llamar prefectura colombiana de Estados Unidos a orillas de la Amazonia y justo debajo de Venezuela. Y ahora Paraguay.

Quizá el problema americano no se plantee entre revolución y status quo; quizá sea más simple y lo defina al final la mera honestidad de sus dirigentes sociales y políticos –y de sus intelectuales, allí donde todavía merodeen intelectuales en torno de un compromiso con sus pueblos–. Pero si entendemos por revolución una aceleración vital de los procesos de cambios en el orden constituido-institucional que se suceden en una sociedad, resulta evidente que al menos para unas 250 millones de almas el cambio será revolucionario –o nada, no lo habrá, y muchos de esos 250 millones –y sus hijos y nietos– morirán de hambre o en prisión.

Por eso no asusta la imprecisión conceptual del socialismo del siglo XXI. ¿Por qué ha de ser nítida una idea que ha permanecido como en barbecho por generaciones, cuyos elementos se buscan, se otean, mutan? En todos los terrenos el cambio, si es radical, equivale a un salto al vacío. Saltas: llegas al otro lado o te estrellas. Es el riesgo. Algunos niños mueren en el parto. Alguna vez se probó que de sostener la fantástica velocidad de 30 kilómetros por hora los pasajeros del tren corrían riesgo de muerte.

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Paraguay en el club de los réprobos

No faltaron voces alegres en la madrugada del lunes 21 de abril de 2008 que vitorearon la «entrada» de Paraguay, de la mano de Lugo, al recinto de los «satanases» de Mr. Bush; que Asunción se unía a una suerte de eje La Habana-Nicaragua-Caracas-Quito-La Paz para joderle la vida al actual y al futuro habitante de la Casa Blanca.

Nada más erróneo.

Para usar una expresión chilena –Chile, ese deudor de América Latina– sucede que los paraguayos se «cabrearon» del estilo colorado y abrieron una ventana para ventilar la casa. Pero no dominan los vientos que soplarán mañana. Pueden llegar limpios o envenenados. El filtro es el presidente electo. ¿Quién es el presidente electo?

Parece un hombre bueno. Honesto. Sensible. Amable. Con oídos para escuchar el clamor de un país rico y hermoso cuyo pueblo tiene hambre. Hambre de comida, por cierto; pero también de lo que Bolívar llamó «moral y luces» (Bolívar, ese «loco» insoslayable, entrañable, desconocido y traicionado que pena en la América que transita el octavo año del siglo XXI).

Fernando Lugo será descrito por sus actos de gobernante, de dirigente, de político, de administrador, de diplomático; lo definirán sin duda sus primeras medidas de gobierno, las alianzas que busque y acepte, los enemigos que enfrente y los amigos que encuentre. Nada en él habla de un revolucionario, un rupturista, un radical. Pero logró darse a entender por un cuerpo social anestesiado por la pobreza, la corrupción, la violencia, los exilios, la hipocresía, el latrocinio.

Ya la santa (pero poco, convengamos) iglesia –al menos la Conferencia Episcopal paraguaya– se apresta a volver a estudiar su situación institucional. Lugo es un obispo católico romano, esto es: un sacerdote superior, digamos un apòstol de la época. En el orden espiritual de los creyentes no se lo considera inferior al papa (el papa es el obispo de Roma) y originalmente su voz era, para sus feligreses, la doctrina y la justicia eclesial.

En un comienzo lo elegían sus pares sacerdotes y la feligresía; para ser obispo se debía ser «marido de una sola mujer» y hombre alejado de querellas y violencia. Lugo es hoy presidente de un país. Un obispo, pues, que cumple con todos los requisitos de la tradición –aunque no del Vaticano.

Por tanto, cabría pensar, qué eligieron las paraguayas y los paraguayos. ¿El arquetipo moral del sacerdote o el político moralista?

Lo único cierto por ahora es que la Teología de la Liberación, como un apotegma olvidado, vuelve al primer plano: la iglesia popular, indisoluble su cuerpo del tejido social. El asunto es si el flamante Presidente Electo del Paraguay está dispuesto a recorrer todo el camino. Porque los problemas del país no son precisa y únicamente espirituales.

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* De la redacción de Piel de Leopardo.

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