PERUANAS BAJO EL TEMBLOR

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

La base aérea de Pisco está rodeada por el ejército. Una veintena de aviones aterriza todos los días, acá y en Lima, con toneladas de alimentos, medicinas, frazadas, agua e insumos para contener tanta desesperación. Pisco está arrasada. Hace una semana se sintió el temblor más fuerte, un sismo de 8 puntos en la Escala de Richter, y el 90 por ciento de la ciudad se volvió escombros. No hay luz, no hay agua, no hay gas. Las réplicas del sismo se suceden a diario y la angustia crece, a la par del hambre.

La distribución de alimentos es caótica y de lo mucho que llega, se reparte poco. Los rescatistas no dan abasto y hay cuerpos que todavía están atrapados bajo los escombros. Hombres y mujeres se amontonan en la Plaza de Armas, centro de la ciudad, para recibir una ración de lo que sea que se esté dando. El gobierno peruano dispuso un sistema de padrones para que la gente retire los alimentos de las postas de distribución, pero la necesidad es mucha, no todos están inscriptos y la mercadería se reparte en forma desigual: en algunos lugares hay mucho para dar y en otros poco y nada.

Las mujeres cargan con los chicos en la espalda, hacen filas interminables para recibir una taza de arroz crudo y remueven los escombros a la par de los rescatistas, para encontrar los cuerpos que quedaron atrapados por el temblor y lo que sea que puedan recuperar de lo que eran sus casas. Están al frente de las protestas para que la distribución de la ayuda humanitaria sea más equitativa y ponen el cuerpo para cavar tumbas y enterrar a los sus muertos. Son más (o se las ve más) y sin importar la edad o el estado físico van y vienen del cementerio, con la mirada perdida pero firmes, llorando en voz baja el dolor.

Una muñeca, un jarrón con flores artificiales, un colchón, las patas de una mesa. Algunas familias duermen sobre los escombros para proteger lo que pudieron sacar porque al temblor, le siguieron los saqueos y nadie quiere perder de lo poco, lo que hay.

Herencia Ramírez vivía cerca de la plaza, en el distrito comercial de la ciudad, tiene puesto un barbijo y con una pala, revuelve entre los escombros. Los hijos quedaron al cuidado de los abuelos en el estadio de fútbol de Pisco, donde unas 300 familias improvisaron un campamento, y ella está acá, con su pareja y dos hermanos, sacando ladrillos rotos a palazos.

A media mañana rescatan un sillón y lo ubican en medio de la calle, donde se sienta a descansar. “Esto es mío”, dice Herencia y señala un televisor destartalado, unas tazas de cerámica cachadas y una mesa ratona a la que le falta una pata. Todo está apilado al lado del sillón. Es suyo. Es todo lo que tiene.

Al frente vive una familia, en una de las pocas casas viejas de las que queda la estructura. Los agentes de Defensa Civil advierten sobre los balcones: están sostenidos por los hierros que dan forma a la argamasa y en cualquier momento, se caen.

La dueña de casa invita a entrar. “Todo destruido, amiga. El baño, la habitación de los chicos, todo”. El piso de arriba tiene las paredes y parte de los techos caídos. El de abajo, resiste. La cocina y el baño están llenos de baldes y cacerolas con agua que llenaron en el camión cisterna que pasó a la mañana. Las paredes están rajadas. El aire huele a polvo de ladrillo; cuesta respirar.

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El temblor del miércoles, el más fuerte, se sintió pasadas las seis de la tarde y duró dos minutos, tiempo suficiente para dejar enterrada toda la ciudad. Pisco es un pueblo grande que mantiene la estructura colonial: una plaza central, la de Armas, rodeada por la Iglesia, la comisaría y los comercios principales que en los últimos años, se fueron expandiendo al calor del turismo. Sobre uno de los laterales, nace una peatonal llena de restaurantes y bares y unas diez cuadras al fondo está el Mercado Central. Las calles que nacen en frente llevan al cementerio, donde en menos de una semana ya se enterraron más de 500 cuerpos.

Las cifras oficiales contaron hasta 635 muertos, pero en el pueblo se dice que por lo menos hay 350 personas que quedaron sepultadas bajo los escombros de la Iglesia de San Clemente, esa que balconea a la Plaza de Armas, y entre las casas particulares y los hoteles, las cuentas sugieren que serían muchos más.

Los primeros días nadie se quería ir de su casa y mucha gente durmió entre los escombros. Pero la tierra siguió temblando –desde el miércoles, ya se contaron más de 400 réplicas de distinta intensidad–, los cuerpos sepultados empezaron a descomponerse y los alimentos, que escasean, sólo llegan donde los grupos están organizados. Las familias empezaron a migrar y el enfrentamiento entre los que están dentro y los que están fuera de los refugios y ahora quieren entrar, se volvió inevitable.

En el estadio de fútbol de Pisco la gente armó uno de los campamentos más grandes. Las escuelas, los hospitales, los clubes barriales: todo quedó destruido y, a pesar de que Perú es una zona sísmica, las autoridades no previeron ninguna estrategia frente a posibles catástrofes y hubo que improvisar. Acá también son las mujeres las que organizan el montaje de las tiendas de campaña y racionan la distribución de comida, si es que están dentro; y son las que pujan por hacerse un lugar, si están afuera.

Liliana Montesino está al frente del Estadio: con el padrón de inscriptos en la mano, entrega las bolsas de comida, una por familia, y hace las indicaciones para que la descarga de mercadería sea ordenada. En el centro del campamento está la cocina de campaña, botellones con agua mineral y varias cajas con arroz, leche chocolatada, pañales y latas de conserva.

Hace unos minutos llegaron al lugar unas 20 mujeres más que piden entrar al Estadio o que a ellas también se les de parte de las donaciones. Liliana dice que no, que de ninguna manera, que la comida tiene que alcanzar para los próximos 15 días y que por eso, está racionada entre los inscriptos.

“Acá no pueden entrar amiga, porque ya somos muchos y esto tiene que alcanzar para todos”. Las explicaciones no alcanzan y empiezan las peleas. Las mujeres “de afuera” dicen que si hay poco, tiene que haber poco para todos. Liliana responde que para recibir algo, tienen que empadronarse e ir a las postas de distribución. Las primeras afirman que ya se empadronaron, pero que en las postas no hay mercadería y así se envuelven en una discusión interminable.

Detrás de cada una de ellas, las que están afuera y las que están adentro, hay familias de más de seis integrantes cada una –entre maridos, padres, madres e hijos– que dependen del resultado de la pelea. Esta vez gana Liliana y las echa. Pero las otras acampan en la puerta del Estadio y al caer la tarde, empiezan a hacer señas a los camiones militares y a los grupos internacionales que pasan cargados de mercaderías.

En el centro de todavía hay cuerpos por reconocer. Están acostados sobre las baldosas coloniales, a pocos metros de las carpas sanitarias, y desprenden un olor nauseabundo. El viernes se contaban por veintenas, pero ahora quedan pocos, reconocidos o no; la policía los traslada al cementerio porque son foco fácil para desatar una epidemia. Niños y adultos desfilan frente a ellos, con la boca y la nariz tapadas con trapos, y tratan de adivinar quiénes son. La escena es desgarradora, pero el dolor se vive en privado.

El llanto es contenido y nadie grita nadie implora, nadie maldice. Son los últimos. En pocos minutos la policía se los lleva. Van a fumigar.

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* Un despacho de Artemisa Noticias desde Pisco, Perú, del 22 de agosto de 2007.

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