Poesía de México. – UN LIBRO SOBRE BARCOS Y OTROS NAUFRAGIOS

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Neruda escribió que las manos mexicanas no crean sino belleza; la Mistral amó esa tierra a la vez dulce y dura, como su acento; Malcolm Lowry supo allí que la destrucción da vida; Huxley no tuvo dudas allí de las otras realidades. Y van generaciones que los latinoamericanos descubren en México que son indoamericanos.

Hacia 1928 Mariátegui escribió con motivo del tercer aniversario de la revista Amauta: «Esta civilización (la occidental) conduce, con una fuerza y unos medios de que ninguna civilización dispuso, a la universalidad. Indoamérica en este orden mundial, puede y debe tener individualidad y estilo; pero no una cultura ni un sino particulares». Para agregar después:

«Tenemos que dar vida, con nuestra propia realidad, en nuestro propio lenguaje, al socialismo indoamericano. He aquí una misión digna de una generación nueva».

Detrás y delante y al lado de lo estrictamente político, y arriba y abajo, las palabras del maestro conservan toda vigencia. Es Indoamérica, queremos decir, lo que se descubre en México: el rastro a veces escondido de la identidad –que muchos intelectuales al calor de ventas y oropeles pretenden negar– del continente.

No conocemos a Leslie Dolejal, aunque sabemos que vive en Querétaro, ha publicado varios libros y contribuye, con esfuerzo generoso, para que otros escritores publiquen los suyos. Es que la poesía conforma una red extraña –no exenta de excesos, según puntualizó William Blake camino a la sabiduría– que persiste obstinada a despecho de las «series» de la televisión, los puristas, los comentaristas del fútbol y últimamente los del tenis), y por virtud de esa red un día tuvimos acceso –gracias al correo electrónico– a Barcos.

No corresponde en esta instancia reseñar los 48 textos que componen los barcos de Dolejal. Un libro no es más que antecedente o epílogo de otro, y no viene al caso mencionar La casa de madera, El café del Funky o Ciruelo doméstico, también suyos. Lo que creemos sí debemos hacer es compartir por lo menos algunos poemas, tomados por riguroso azar, del volumen.

Serán la puerta a una aventura, quién sabe: una forma entre tantas de reconocernosno en el espanto, ni por él, sino en la diversidad. Al fin y al cabo eso es la poesía: una rama diferente de aquella por la que transitamos el árbol de nuestra vida.

LOS TEXTOS

I
Era una escena vieja la de aquel barco llegando a la ensenada, lo sé, lo digo porque por un momento me detuvo el sonido de la bocina anunciando su entrada por el canal de puerto, una parvada de gaviotas detrás de él ensortijada, el buche lánguido de los pelícanos, lacio y amarillo, aferrándose a los muelles, faltos de respiración.

A veces quisiéramos ser libres, pero nos jode el tiempo.

Costumbre náutica entre fardos que atisba la memoria, Tampico es una escalera, debo decirlo, incluso para mí que soy nacido en él como cosa natural: se suben y se bajan escaleras por todas partes, los marineros regresan por las mañanas a sus buques y es común para nosotros verlos cabizbajos, pues sabemos por sus rostros que han subido y han bajado toda la noche, como era de esperarse, de algún sitio.

Bajo mercado madre está sentada recibiendo el aire fresco sobre el corredor, de su vestido negro, tan negro, parecido al gesto de la nada, asumiendo que la nada tenga algo de similitud con la resignación, con esa tristeza tan infinita que ya no nos abarca, la espera se caía o desdoblaba, y esos ojos negros de mi madre, negros ojos de carbón, llenándose de puerto se desenredaban hasta quedar dormidos, muy lejos, muy lejos…, donde sólo ella podría decir si estaba ausente, y el barco daba órdenes de amarra donde finalmente se vivía, donde las casas de madera en las esquinas, después de los campos minerales, anunciaban el final de la estación, y el sólido silbato de los trenes vomitaba el aire apresurado sobre el puerto.

Notas de puerto triste, sin duda, ¿más yo qué sé del mar sino un espejo?, ay, debo decirlo, y la vida es una cruel respiración, ¿más qué es un barco si un barco no?, con la mirada fija cayendo entre las boyas el río también se revelaba, si era un río, remándole a los sueño su canción.

Una escena vieja, sin duda, nada digna de un cuadro pero sí de un botarel, alguna de esas noches en vela mirando el campamento de luciérnagas pastar en la distancia, pero sin reflexión, porque las minas son como cuerpos cubiertos que explotan, el lado opuesto de la vida, y en ello se parecen mucho a las monedas.

Pero las monedas nada tienen qué ver con este barco del recuerdo, ¿o sí?
Eso nunca lo sabremos.

X

La canción estaba otra vez presente, llena de aquelarres que llenaban los instantes del librero.

Obsesiva, bajo la rama tímida del verso señalaba, pero nadie lo sabía, ¿cómo iban a saberlo?, una mano destrozada sólo puede venir a nosotros como un río, embadurnada por aceite, llena de lajas lóbregas chirriando sobre el muelle, silbatos de alfarero.

Y ya habían muerto mis ahogados, afanosamente estaban bajo tierra alimentado el paso ferroviario de todas las azaleas de este mundo, tan obstinadas en reverberar unos instantes, cuando el pino doméstico en las nubes, patrocinando el cielo raso, deseaba hablarnos de la lluvia.

Pero nada, y esto lo sabemos o intuimos, tramados por el agua y su contorno, en todo esto hay algo de ternura, es mucho más lo que no sabemos que lo que sabemos, es mucho más lo que no somos que lo que somos, el puerto, índices de viento, continuaba intacto mirando el paso de los barcos, apestándose en la noria.

XII

La verga, para los santiguados en búsqueda de perdón y yunta, sépase el palo más alto de una embarcación, donde pueden sentarse.

XVIII

El que cree haber entendido cualquier cosa de mí.
Se ha formado una idea que responde a su imagen.

Es imposible escribir.
La poesía es imposible.
Un artificio.
Una sorpresa en el centro del poema.

Poesía y poema no son la misma cosa.

La primera es un estallido.
Un relincho de caballo que salta y se aleja siempre.
Y a la vez.

La otra.
La caja donde habita el muerto.
La nada que soy en las preguntas.
La soledad abrupta de una respuesta.
Nada nos libera de la poesía.
Y sin embargo sí nos libera el poema.
Buscar.
Encontrar un día lo que uno mismo pudiera ser en las palabras.
Y lo que uno encona en una multiplicidad de hombres que es.
Saber que la poesía vive por sí sola por que la nada es solo un sentimiento.
Y es difícil o imposible tender un puente que hienda el abismo.
Entre lo cultural de un sentimiento.
Y el sentimiento que flota después que algo escapó a nuestras concepciones.
Saber que el puente es la mera sensualidad de la incerteza.
Y lo que ha escapado dejando al corazón sin tráfico de sueños.

Vivir.
Vivir por encima de cajones que vivos nos entierran.
Descubrir en cada rastro un rostro.
En cada agua algún Narciso que somos.
Y salir con el espejo a repartir la quimera.
El sueño de luces del espacio.
La broma amarga de la despedida.
El hombre en atavío de oro cruzando la esperanza.
El danzante que desciende del poste como un sol y llega a tierra desolado.
El hombre agudo que devora cuásares y estrellas.
El que al salir de cama irrumpe en gritos de bestia acorralada.
El que asesina placentero porque gusta de romperse él mismo.
El que mira violines a las tres de la mañana caer sobre las aguas.
Y en reciclaje escucha el mar naciendo de un huapango entre los astros.
El que confunde a una mujer.
Su vaso de agua.
Y el que sucumbe ante ese cuerpo recostado unas monedas.
¡El necio!
El que promulga libertad y justicia como armas.

Decir que tengo nada que decir no es poesía.
Es la sencilla aceptación ante un acoso.
Ante cualquier fugacidad.
Ante una piedra que cae y se enlaza al viento con discurso.

Decir que tengo nada que decir es pasmo.
Saber que nadie ha muerto.
Si nacen las mismas preguntas mirando en ojos nuevos.
La impávida serenidad de la naturaleza riendo en su misterio.

En realidad nadie tendría qué decir con sus palabras.
Basta una mirada para saber nuestro desasosiego.
No un concepto.
No un ritmo.
No un encabalgamiento de ideas baratas.
Regalos abstractos de hombres a hombres.
Afuera.
Lo sabemos.
Siempre ha estado el universo desde que el hombre es hombre.

¡Bahhh!
No importa nada.
No le importa a universo nuestra muerte.
No le importa a nadie ni a la nada.
Seres despreciables.
Mínimos granos de luz que toda estrella ignora.
No somos en sí mismo más que unos signos herrumbrosos del espacio.
Bruma que disipa el viento.
Y nada existe en esta hoja como un misterio sino el misterio mismo.
Este sentirme extraño a ese árbol que me mira.
A la noche callada en el planeta.

Yo no sé por qué me siento extraño en mi propia tierra el universo.
Algo creció hasta ser yo aquel árbol que me mira.
Esos ojos que me observan desde las estrellas.
Algo creció hasta encontrar un cuerpo.
Algo que soy.
Una semilla.
El abultado vientre ante la luna.
El codicioso estaño del espejo.

El hombre es múltiple.
Cumple con sus requisitos de héroe y de tirano por el simple hecho de la vida.
Yo soy el hombre que vivió hace cuatro mil años.
Difiere mi historia por las calles y los signos.
Mi rostro es un caballo desierto.
Una flor de baldío perfume.
Mas nadie podría decirme que no soy Homero.
Locura más inútil no sabría escuchar.
Que aquella que quitase al hombre su misterio.

El misterio del hombre es de agua.
De agua repartida y moribunda.
De miedo en el centro de la plaza cuando llueve.
Y uno se confunde con los charcos.
Entonces no hay terror más cómico que un juicio para estar.

Ser se acepta.
Se intuye ante la mínima ocasión de desvencijo.
Crece.
Salta.
Se acumula.
Rompe el muro, oleaje.
Y cae al mar enumerando las promesas.

Cualquier palabra o ecuación me afecta.
Cualquier mirada y cualquier roce de otro cuerpo.
Yo nunca he entendido la serenidad con la que viven las personas.
La mofa con que aumentan conceptos a conceptos.
El brío que ponen en creerse sus mentiras.

Albas que nunca habrán de despuntar al alba.
Cuerpos rezagados.
Obstáculos mínimos del tiempo.
No entienden que lo único que yo lamento.
Es que un día ni el viento me querrá de huésped.

Y qué felices éramos entonces contando unas monedas.
Para pagar el corazón tributo a ese cuerpo recostado en la penumbra.
A ese pedazo de universo que emitía unas verdades.
Como una serie de billetes sin brillo.
¡Ah! Pero eso sí, la cosa que valía era el sentimiento.

Imitar.
Descubrir.
Gritar a cuestas del miedo una mentira.
Vendar los ojos del insomne y salir dichoso a este misterio.
Esa es mi labor.
Y la digna labor de todo hombre que se juicie hombre.
Pero disfruto más del placentero sabor de una cerveza helada.
Que del más mínimo infarto de la tarde.
Disfruto más de una cadera gimiendo en mi costado.

Yo soy y seguiré siendo entre mis muertos un suceso triste.
Un dios preocupado y violento masticando por la noche una plegaria.
Lleno de mí no sé qué hacer conmigo.
Ante la mínima esperanza soy la duda.
E intento anteponer mis juicios a los juicios de otros.
Aunque luego me arrepienta ante los rizos suaves del verano.

Quiero morir.
Llegar al sitio vesperal de los naufragios como llegaron ya mis muertos.
Sería terrible ser por siempre y para siempre.
Sería terrible que algún día comiera del árbol de la vida.
Para ser yo la peor miseria de los hombres.
Mudar de primavera.
Llegar al bosque.
Ser libre como el viento y peligroso como el mar.
Ser la estrella y el cuásar desnudos.
Ser el misterio recostado en la penumbra.
En la ventana de otros ojos.
En la manifestación de amores por la plaza.
Ser el madero del que cuelga un hombre que ha perdido al fin toda esperanza.
La flor que ya no nace.
La mordida manzana.
La iglesia y el muro.
La yaga donde sangran por igual los que contemplan.

Quiero llegar a la muerte y saber por último un telegrama de la nada.
Y ser el mar sólo en la sombra.
Un estallido de espuma en arenosa estirpe.
Un castillo de ojos derrumbado.
La piel torcida del recuerdo.
La mañana del abuelo y de la abuela ya sin tedio.
Y ascender.
Y entrar en mí vestido de esa luna.
Lágrima que yace entre los ojos de mi gente recostada en esa dicha.

Yo siempre he sido un cúmulo de soles.
La nube descuajada en el planeta.
Ser más grande que todo el universo y que todo conocimiento.
Yo soy el misterio resignado ante sí mismo.
La poesía que siempre ha de existir sin el lenguaje.
Mi luz es una lámpara que siempre brilla.
La moneda no acuñada.
El paso del oleaje que da espuma al universo.

XXIX

De aquella sal gastada por el óxido, que fue enturbiando las paredes verdes de la casa de madera, Juana, queda el instante que huele a albahaca en la cocina.

Un racimo con olor a mango en la ventana, una vereda de guayabas rotas por el piso, un patio de gallinas bravas.

El serruchar de la madera en la carpintería de a lado, la piel quemada de los hombres solos llegando al muelle a desatar amarras.

La fiel baraja con la que repartiste suerte, que fue la suerte de monedas pan por las mañanas.

Queda la noche destetando puentes, que a solas me enseñaste a ver distinto desde el agua.

Queda un penacho de aguacates verdes.
Otras palomas ya anidan en las tablas.

Muelles de pesca para vernos nuevos, las valvas tristes de la mar salada, los barcos grises que se van sin miedo, un tramo de uvas sobre el mar volcadas, llevando el tiempo en el que el tiempo es hombre.

XXIV

Hoy.
Como otras tantas veces.
Anhelante.
Oscuro.
Diurno.
Como en el claro día del arrebato.
Aprendiendo a ser sin conocerme.
Cierto sobre el muro.
Se pierde todo.
Un nuevo horizonte nada sabe de ti.
Ni de tu risa.

XXXVI

He pensado muchas veces que el amor ha levantado al fin ciudades, mas cuando el cielo se ensanchó, tuve que optar por volverme transparente.

Mis vagas nociones de navegación siempre fueron redondas, apenas un bestial conocimiento para sobrevivir con lo que sabía del cenit y del sextante.

Comprendo que en cualquier punto de la Tierra donde esté parado he generado el horizonte.

Mas como me he cagado en los anhelos, la noche me odia.

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dolejalleslie@yahoo.com.mx.

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