¿Quién quiere utopías?

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

La sensibilidad post-modernista expresa una nueva apreciación de la finitud humana y una creciente sospecha de todo proyecto político grandioso basado en meta- narrativas.

Las utopías clásicas intentan negar lo negativo en la existencia humana. Es lo negativo en esta existencia, dice Tillich, lo que hace a la idea utópica necesaria. Por ello no es de extrañar que la necesidad por el significado utópico surja en periodos de profunda inestabilidad e incertidumbre cuando los antagonismos y dislocaciones sociales alcanzan su máxima tensión. Es en ese momento cuando la utopía se presenta como una posible respuesta a la negatividad siempre presente, al conflicto permanente que constituye la experiencia humana proporcionando a la acción política una fuerza motivante primaria que expresa el deseo por mejores formas de existencia. Proyecta imágenes de comunidades humanas futuras en las que las contradicciones, el mal y los antagonismos serán resueltos en un mundo reconciliado y armónico. Es esta resolución última la que constituye el corazón mismo de la promesa utópica. Pero no sin costo…lo que se expulsa por la puerta retorna por la ventana.

La naturaleza profundamente problemática de las políticas utópicas se revela en el hecho de que su fantasía produce inexorablemente su reverso que llama por su eliminación. A su lado beatifico siempre se acopla su lado horripilante, su necesidad paranoica de una victima portadora del estigma. La promesa del dominio absoluto de la totalidad de lo real, la visión que proclama la meta final de la historia crea su propio sobrante, aquella particularidad que permanece fuera del esquema universal. Y es dentro de esta visión utópica en donde la existencia de esta particularidad se transforma en el agente diabólico, en la figura del enemigo.

La eliminación del desorden y la contradicción dependerá de la eliminación del grupo estigmatizado con resultados siempre escalofriantes: persecuciones, torturas, hogueras, masacres, holocausto. No es necesario agregar que, como resultado de todos estos crímenes, la fantasía utópica nunca ha logrado su realización. La genealogía de esta producción maniquea es posible seguirla desde la caza de brujas, infieles y heréticos hasta el anti-semitismo moderno, culminando hoy con la mutua negación fundamentalista… la lucha del bien por erradicar el mal, el eje diabólico, el terrorismo internaciona. O la depravación y degeneración moral de Occidente.

Según Cohn (1993 b.), las raíces de la demonizacion y el pensamiento utópico dentro del Occidente pueden ser ya detectadas en el mundo greco-romano en donde primero los judíos y luego los cristianos fueron acusados y perseguidos por el delito de practicar ritos cabalísticos y criminales. Hacia el final de la segunda centuria cristiana, según Tertuliano, los cristianos eran la causa de cada catástrofe pública y de cada desastre que afectaba al populacho. Si el río Tiber se desbordaba o las aguas del Nilo disminuían, si había sequía, hambruna o plaga el grito era uno solo…»¡los cristianos a los leones!». Esta difamación de los cristianos, que los excluía de los limites de la humanidad, fue repetida innumerables veces en las ultimas centurias, en donde los perseguidores y perseguidos, los victimarios y sus victimas eran, ambos, cristianos (Bogomiles, Waldensians, el movimiento Fraticelli, los Cathars…).

Y es esta misma fantasía la que llevo también a la gran caza de brujas, siendo siempre su telón de fondo un periodo de dislocación y desorientación social en donde el pueblo tenía que enfrentar una situación totalmente ajena a la acostumbrada experiencia de normalidad (plagas, hambrunas, desastres naturales, transformaciones sociales).

En los tiempos modernos encontramos estas mismas características en una serie de fenómenos sociales, siendo la fantasía anti-semítica contemporánea una de las más relevantes. Es aquí donde se puede ver con mayor claridad como los remanentes de los terrores demonológicos del pasado se mezclan con las nuevas ansiedades y resentimientos que empiezan a surgir como respuesta a la emergencia de la modernidad (secularismo, liberalismo, socialismo, industrialismo…) y la consecuente dislocación de formas tradicionales de vida.

Enfrentados con tales desarrollos desconcertantes y amenazantes la gente se vuelca fácilmente hacia la búsqueda y promesa del restablecimiento de la armonía perdida. Es en este contexto en donde Hitler logra persuadir a los alemanes que él es su única esperanza. Y es en este mismo contexto en donde el judío se transforma en una anti-figura, en el anti-Cristo moderno. Rosenberg, Gobbels y el resto de los ideólogos nazis usaron el fantasma de la raza judía como elemento unificador y su victimizacion como algo necesario para la creación de la futura sociedad del pueblo alemán capaz de detener los peligros y excesos del modernismo.

En palabras de Rosenberg, uno de los signos primarios en la lucha venidera por la nueva organización del mundo es el entendimiento de la verdadera naturaleza del demonio que ha causado nuestra caída. Sólo con ello el camino se abrirá a una nueva era. Dentro de este esquema, la eliminación del anti-Cristo, esto es, de los judíos, se consideró como el remedio a la dislocación social, la clave a un nuevo mundo armónico. La eliminación de los judíos se presenta como lo único que puede transformar el sueño nazi en realidad, lo único que puede llevar a cabo la utopía.

¿No es esto mismo cierto, también, para Stalin? Sus victimas no fueron muertas para capturar y colonizar territorios, fueron muertas porque no encajaban, por una razón u otra, en el orden social. El asesinato colectivo no fue una obra de destrucción, sino de creación. Su fin objetivo era la consecución de un mundo mejor, más eficiente, justo y hermoso. En ambos casos, ya sea a través de la pureza racial o la sociedad sin clases, el sueño es el de un mundo libre de conflictos, ordenado, controlado y armónico.

Lo que no debemos olvidar en este recuento es el hecho de que si la anti-figura en la ideología nazi se encarnó en el judío esto no es debido a un desarrollo necesario, sino contingente. En principio pudo haber sido cualquiera de nosotros. En otro momento y en otras circunstancias la figura del judío puede sustituirse por la del gitano, el latino, el homosexual, el infiel… La decisión de quien será, eventualmente, estigmatizado depende en gran medida de la disponibilidad dentro de una configuración social particular de grupos que puedan jugar este papel en la fantasía social y esta disponibilidad es siempre construida socialmente a partir de materiales existentes.

¿Como podemos dar cuenta de esta dialéctica entre la fantasía y la producción del enemigo? La visión utópica de un orden social armónico solo logra ser sostenida si el desorden actual puede ser atribuido a un elemento ajeno. Desde el momento en que la realización del mundo utópico es imposible su discurso solo puede mantener su posición hegemónica si atribuye esta imposibilidad a un elemento discordante.

La posición utópica se encuentra en la desconcertante y contradictoria situación de tener la necesidad vital de un enemigo que, al mismo tiempo, necesita destruir. Esta trágica paradoja da lugar, no a la reconciliación entre libertad humana y cohesión social, sino, a la pura y simple coerción totalitaria con su grotesca secuela. La noción misma de fantasía constituye un caso ejemplar de la noción de la «coincidencia opositorum”. Por un lado, la fantasía posee un lado beatifico, una dimensión armonizante, el sueño de una humanidad sin contradicción. Y por otro, la misma fantasía se nos presenta como algo profundamente desestabilizante.

El sobrante del sueño nazi es la «conspiración judía» y la compulsión estalinista a descubrir permanentemente nuevos enemigos fue el lado obsceno de la pretensión de crear al «hombre nuevo». La distopia es el lado siniestro de la utopía.

¿No será que hoy, cuando las tensiones racistas y religiosas retornan con renovada fuerza, necesitamos distanciarnos del marco fantasmatico que organiza nuestros deseos colectivos?

El reconocimiento de la crisis del pensamiento utópico ha llevado a la política de la aporía, ya que el valor de la utopía radica en la creación de proyectos y el establecimiento de fines que operen como elementos subversivos del orden presente. Para Ricoeur, por ejemplo, la solución a la aporía política contemporánea es la de la revitalización de la operación utópica, generadora de nuevas esperanzas. Una sociedad sin esperanza es una sociedad muerta. Su eliminación no solo no es deseable, sino que es imposible.

La pregunta es ¿podemos mantener una política de la esperanza, una política de cambios y transformaciones sin utopías? La experiencia de los procesos democráticos permiten la posibilidad de cierto optimismo ya que su operación se basa en el reconocimiento de la imposibilidad de las utopías y sus consecuencias catastróficas. Lo que distingue al discurso democrático de otras formas políticas es el reconocimiento y legitimación del conflicto y su rechazo a eliminarlo a través del establecimiento de un orden autoritario armónico.

Es solo dentro de este marco en donde la diversidad antagonistica entre diferentes concepciones económicas y culturales son vistas como algo inherente a la vida social misma. Hoy día, la atracción hegemónica de esta esperanza democrática anti-utópica depende, más que de su justificación racional y universal, de la creación de hábitos democráticos, de la formación de identidades capaces de identificarse con su impulso: el reemplazo de una imagen utópica por una forma de identificación que implique la aceptación de la imposibilidad de lograr tal imagen. La aceptación de la imposibilidad del «reino de Dios».

Tanto la sociedad como la historia están constituidas y re-constituidas por un interminable juego de posibilidades e imposibilidades, de orden y desorden. La sociedad, se podría decir, es como una tela de relaciones sociales que constantemente esta siendo hilada, rasgada y re hilada… de manera ligeramente diferente (Wrong, 1994).

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* Escritores y docentes. Residen en Canadá.

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