Racionalidad de la explotación: – SI TIENES 14 AÑOS TE JODISTE

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Lo que no es universal. Hay una subespecie humana de irremediable «incompletitud» –esto es: torpe, avariciosa, inmadura, y por tanto peligrosa– que suele venderse (o autocomprarse), llamada por esas ridiculeces de la ignorancia y la complacencia «clase política». La conforman quienes nos dirigen.

No saben –y el resto de la humanidad comienza a entenderlo– que la única autoridad es uno mismo. Tampoco quieren entender que el encierro no es una metodología pedagógica, es un crimen.

La ley es amplia y ahora comprende algo que llaman «responsabilidad penal» dedicada a los chicos de 14 años que «cometen delitos». Tu periodista –es un decir– favorito de la tele te cuenta la historia: hay que acabar con la delincuencia juvenil, tan violenta ella. Y a continuación te disparan una historia de robos y muerte, ojalá con muertos en cámara.

Te cuentan, después –son noticias, vamos, son verdades– el cuento estupendo –no exento de maravilla– del hombre en la Luna; te muestran por la tele a todo color y con sonido estereofónico las bondades del «desarrollo»; te dicen que el mundo es tuyo –tuyos los hombres más hombres, si eres mujer o te gustan los hombres–, tuyas esas hembras de grandes tetas, rubias de «mirada azul» –si eres hombre o te gustan las mujeres–; tuyos esos automóviles que aceleran «de 0 a 100 kilómetros» en diez segundos.

Te dicen, o sea, que el Mundo te pertenece si firmas aquí o allá.

Mentira. No será tuyo por más que vengas pagando desde los tiempos de tus abuelos. Lo que se paga es vivir en él –y nunca terminas con la deuda–. Pero no es el planeta quien te cobra. Pagó tu lejano abuelo a quienes –Anatole France dixit– tienen el palo para «despingüinarte» ambiciones con un golpe en la cabeza. Te cobran los mismos que al nacer tú y ponerte un cintillo en la muñeca o en el tobillo estiman que firmaste algo así como «ser menos» (que ellos): una capitis diminutio.

Pagas por un mundo «ancho y ajeno», hasta la muerte –escribió Manuel Rojas– debes pagar.

Pero aguantas, vienes aguantando por generaciones. Cinchas en el campo, en la fábrica, en el ascensor, detrás de un escritorio, contando en el banco billetes ajenos, envuelto por la salmodia del sí señor, muriéndote de angustia cada día de tu vida. Porque lo único que te pertenece es tu angustia.

Y tu hambre.

Tu hambre es curiosa. Te rasca el estómago por dentro, qué duda cabe; pero también te llaga la vida por fuera.

Cuando el dolor es mucho agredes a tu perro con un puntapié, a tu mujer con un cachetazo (o te las arreglas para que tu hombre se joda), a tus hijos de voz y obra, al vecino de cualquier modo. Algo en tí se enquista y la angustia deja de ser traducible para convertirse en un modo de vida. Entonces tu hija quiere ser modelo y termina mostrando los pezones es un cafetín de mala muerte y baños hediondos.

Crujen tus dientes cuando pierdes el trabajo. Agachas la cabeza cuando tu prima, que era tan linda, «hace la calle» o cuando tu propio hijo elige practicar la «auparishtaka» (esa gana de chupar) a los automovilistas que pasan por la autopista próxima al barrio. Sabes que te jodieron. Y esperas.

¿Qué esperas?

Como siempre –desde el tiempo de tus abuelos– esperas algo. Sentirte humano quizá. Quizá esperas que tu vida valga. Quizá comer a diario. Quizá no dormir en la calle. Quizá un trabajo. Quizá al futuro. Y es eso lo que te prometen: futuro. Solo que, sabemos, el futuro no existe, es algo que vendrá –tal vez–. Porque apenas llega tu futuro es tu pasado.

Si asaltaste un banco o un supermercado para conseguir plata para luchar por el futuro –como te dijeron– morirás sin compañía, por ejemplo en Coquimbo, Pepe, y te robarán hasta las herramientas. Y aquellos a quienes entregaste en los años ochentas del siglo XX las bolsas negras llenas de billetes, en el siglo XXI cambian sus 4×4 y comercian otras platas –también ajenas–. Todo sea por el BMW, el helicóptero o el coche que llega en 50 minutos a la playa.

«La violencia no es solución, compañero», te dijeron antes de entregar la escuadra a la ley de la Oficina mientras escupías sangre y te dolían los testículos. «Ahora hay que apoyar la democracia». Por la democracia te siguieron años, pensabas.

Hasta tu muerte.

Y si fuiste un buen consumidor y te endeudaste convenientemente, que tu mujer se las arregle «yendo al dentista»; siempre habrá una ONG samaritana que te proponga tratamiento contra la «adicción a contraer deudas». Alguna universidad facilitará los profesionales para ello.

La culpa –hablamos de culpa– es tuya. Nadie te obligó a endeudarte. A comprar en cuotas para vender lo adquirido por monedas. «Tiene que aprender a manejar su presupuesto», te dijeron. Y ahora quieren más. Vienen por tu hijo. Caníbales, prefieren la carne joven. Tendrán que poner sobre «sus patas» la guerra del cerdo.

Digámoslo claro:

– Tendrán que desbaratar las redes –internacionales– que trafican armas; deben estar integradas por niños de 12 o 15 años.

– Tendrán que desbaratar las redes del narco; deben estar integradas por niñas de 11 a 14 años.

– Deben poner el ojo en las financieras «off shore» (fuera de las playas locales); deben ser operadas por niñas y niños de hasta 16 años.

–Tendrán que observar la programación de la tele; debe ser producto de la ambición adolescente…

El señor de las moscas se impone sobre los demás dioses.

Así que les basta la edad de 14 años «para imputar». Ayer «robaban» un rulo en las hilanderías los infantes, hoy «se drogan». Bien se ve que el mundo ¿diseñado y construido por los niños? es absurdo. Debemos por eso castigarlos. Catorce años, así, es una edad justa: no vaya a ser que cumplan 16. Y nos corten la cabeza. Porque alguna cabeza ha de rodar. Y la de tu hijo es la más cómoda.

Menos mal que alguna pediatra –salud de los niños al fin y al cabo– es gobernante: de seguro impedirá el salvajismo de las prisiones para niños. Y controlará que no se roben el PIB.

Ve a votar hijo mío…

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