Sarajevo: el sitio que perdió ante la vida

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

La identidad más acusada de Sarajevo es la mezcla. Si nos guiamos por la arquitectura para fijar el carácter de sus habitantes incurriremos fácilmente en abiertas contradicciones. El paseo que flanquea los márgenes del domesticado río Miljacka ofrece al viandante las modernistas líneas de los edificios centroeuropeos. En esta zona casas y palacetes recuerdan en cada esquina los gustos austro húngaros que llegaron a presidir la estética de la ciudad y a otorgar a sus edificios una pátina de respetabilidad burguesa de acuerdo con los cánones decimonónicos.

Conforme nos alejamos de las calles peatonales del centro, el canon estético gira en redondo y en pocos metros pasamos de un remedo vienés al ambiente propio de un populoso barrio de Estambul. Quizás antes de que la vista se percate del drástico cambio, el olfato ha advertido el salto de civilización ocurrido en tan pocos metros. El aroma dulzón de las pastelerías centroeuropeas ha cedido ante el empuje del recio olor a carbón con el que se preparan los sabrosos platos de inspiración turca a base de cordero.

El estimulante perfume del café flota en el aire y las fuentes de las mezquitas ponen la música necesaria a un paisaje urbano que se completa con los espigados minaretes que desde el barrio otomano se extienden por las faldas de las montañas circundantes. Este acusado contraste de arquitecturas y formas de vida parece ya suficiente para una pequeña ciudad que no alcanza los cuatrocientos mil habitantes. Sin embargo, la realidad es aún más compleja.

La catedral ortodoxa se levanta a pocas docenas de metros de la catedral católica. En medio de tan significativos lugares de culto dos sinagogas judías hablan a las claras de la importancia que este pueblo tuvo en la constitución de la ciudad de Sarajevo. El mosaico cultural no estaría completo sin mencionar a la catedral evangelista que se levanta a tiro de piedra de los otros lugares de culto.

El centro histórico de la ciudad de Sarajevo está a su vez cercado por grises colmenas de hormigón idénticas en diseño y proporciones a la rígida y funcional arquitectura socialista que se extiende por todos los países que en su día estuvieron bajo los dictados de la ortodoxia comunista.

Pasear por Sarajevo es pues como la apresurada síntesis de un paseo por la historia de todas las fronteras de Europa. Una cosa parece, sin embargo, ser común a todos los paisajes urbanos de la ciudad. Como si de una extraña epidemia de viruela se tratara agujeros de diferentes calibres muerden las fachadas y el pavimento de casi todos los edificios. Es el recuerdo de los cobardes bombardeos que la ciudad sufrió a manos de los extremistas serbios que cercaron la ciudad entre los años 1992-1995.

PUENTE LATINO

El conjunto tiene algo de misterioso y trágico, reforzado por las densas nieblas matinales, por las macilentas luces nocturnas de sus afueras y por el frío aire de montaña de la ciudad que acogió los Juegos Olímpicos de invierno en el año 1984. La sensación de derrota y abandono pervive pese a los acelerados procesos de reconstrucción que han conseguido maquillar con efectividad las consecuencias del sitio criminal al que la ciudad fue sometida.

La tragedia ha puesto el nombre de Sarajevo en el imaginario colectivo al menos en dos ocasiones. Bordeando el río, en la céntrica calle Obala Kulina Bana, una placa informa del lugar exacto desde el cual el estudiante serbio Gavrilo Princip, disparó sobre el archiduque Francisco Fernando y su esposa Sofía causándoles la muerte. Era un 28 de junio de 1914 y Princip, miembro del grupo terrorista Mano Negra, protestaba de esta forma contra la ocupación austríaca del territorio.

Las consecuencias fueron devastadoras e inimaginables. Austria declaró la guerra a Serbia, Rusia salió en defensa de su aliado y el polvorín europeo estalló en mil pedazos. El pistoletazo de salida para todos los horrores comprendidos entre los años 1914-18 y que se conocen como 1ª Guerra Mundial, fue dado en esta esquina de Sarajevo.

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Las lacerantes enseñanzas de esta catástrofe no parecen haber servido de nada. Hoy día y justo al otro lado de esa histórica esquina un complicado andamio, que semeja un mecano, trata de recomponer los restos del airoso puente de piedra conocido popularmente por “Puente Latino”. Durante el cerco a la ciudad las venerables piedras que dibujaban su elegante perfil acabaron en el lecho del Miljacka a causa de los certeros impactos que los serbios sitiadores disparaban desde las montañas próximas.

Por momentos el sitio que atenazó a los habitantes de la ciudad durante cuatro años ante la indiferencia internacional, parece tan lejano como el disparo que acabó con la vida del archiduque austríaco. La vida es terca y al amparo de los cafés, en las terrazas del centro, los habitantes de Sarajevo vuelven a dejarse acariciar por el amable sol del invierno. Las tiendas exhiben elegantes vestidos de reconocidas firmas y los niños son tan bulliciosos como los de otras latitudes más afortunadas.

No es necesario fijarse mucho, sin embargo, para comprobar decisivas diferencias con otras capitales europeas. Una parte discreta, pero significativa de la juventud que pasea por la ciudad lo hace en sillas de ruedas o bien se apoya en muletas o bastones para sus desplazamientos diarios. También llama la atención la gran cantidad de jóvenes que acuden al rezo de los viernes en las mezquitas del centro de Sarajevo.

A pesar de la gran cantidad de minaretes, indicativos de otras tantas mezquitas, que se extienden por el estrecho valle y las montañas circundantes, la llamada a la oración es discreta, suave. Nada que ver con la atronadora omnipresencia con que, en muchos países árabes la megafonía llama a la oración.

Las iglesias católicas y ortodoxas utilizan también las campanas para anunciar sus liturgias, pero, al igual que las mezquitas, sus llamadas son discretas. Ningún volteo de campanas anuncia los domingos; diríase que, con su reclamo, sólo pretenden recordar a sus fieles su existencia. En un país desmembrado por odios seculares en los que la religión pocas veces sirvió para unir y muchas para justificar la barbarie, la fe parece haberse convertido en una alternativa de introspección, lo más individual posible.

JARDINES

Otra característica exclusiva de la ciudad de Sarajevo son sus jardines convertidos en campos santos. El vínculo de Sarajevo con la muerte es estrecho desde el cerco que la ciudad padeciera hace pocos años a manos de los extremistas serbios. Los cementerios tradicionales no estaban preparados para acoger a la enorme sangría que se padeció debido a su ubicación desprotegida frente a los francotiradores. Fue de esta forma como los jardines, los huertos y hasta el campo de fútbol se convirtieron en improvisados, primero, y después definitivos, cementerios. Los miles de lápidas blancas que se extienden por las laderas son las mudas llamadas de recuerdo de una matanza civil que para pasmo de casi todos se produjo en el corazón de la culta, fría e indiferente Europa.

Las lápidas de mármol blanco clavadas en los jardines, a la usanza musulmana, tienen todas grabadas los días de nacimiento y muerte de aquel a quien recuerdan. Variadas y muy diferentes entre sí son las fechas de llegada al mundo de los hombres, mujeres y niños que allí yacen. Sin embargo, las fechas de su muerte se diferencian en muy pocos meses. Tampoco es difícil encontrar en ellas el mismo día nefasto en que el destino convocó a personas que nada tenían que ver entre sí, salvo el hecho de estar en el punto de mira de quienes disparaban desde las montañas.

La relación de los ciudadanos de Sarajevo con sus muertos no es tétrica. Sus cementerios son abiertos, de vistas privilegiadas, con el horizonte montañoso y el cielo como límites de su estética expansión. Los que se ubican en los jardines del centro de la ciudad son los más hermosos. Los ancianos descansan en los bancos próximos mientras las familias se reúnen alrededor de sus recuerdos. En los días soleados siempre hay niños jugando en las proximidades y el conjunto se asemeja a una alegoría de la vida misma.

BASCARSIJA

El corazón del barrio histórico de Sarajevo es la plaza triangular de Bascarsija. Alrededor de su fuente de madera, siempre rodeada de palomas y que data del año 1753, pasea, en las horas de asueto y en los días festivos, buena parte de la sociedad. Las barberías, los cafés, los restaurantes especializados en platos de cordero, el mercado cubierto, varias veces centenario en sus piedras, la escuela coránica, las mezquitas, el ambiente de los puestos callejeros, en definitiva, todo, tiene una fuerte implicación otomana. Las fronteras de este pequeño barrio están marcadas en sus cuatro puntos cardinales por una pequeña iglesia ortodoxa, por la antigua sinagoga judía hoy convertida en museo, por el cauce del río Miljacka y por el palacio que, hasta 1992 albergó la Biblioteca Nacional.

Todo el mundo recuerda en Sarajevo el domingo 26 de agosto de 1992. Ese día los sitiadores arrojaron un diluvio de granadas incendiarias que rompieron los tragaluces del palacio y estallaron en su interior con estrépito. En pocas horas los miles de libros allí clasificados, los pergaminos, los mapas, los tratados de ajedrez y astrología, los poemarios, fueron todos devorados por las llamas. La ciudad asistió impotente y estremecida a la lluvia de ceniza que durante horas se depositó en sus calles procedente de la combustión de las docenas de miles de libros y documentos que fueron pasto de las llamas.

Por su inmenso contenido simbólico la destrucción de la biblioteca es recordada por buena parte de los ciudadanos de Sarajevo como uno de los golpes más duros soportados por la ciudad durante el cerco.

A ritmo lento continúan hoy las obras de restauración del palacio de estilo árabe que albergara la Biblioteca Nacional. Sus ventanas cegadas con maderas y sus nobles portones atrancados con puertas metálicas cerradas con candados ponen una sombra en el ánimo del paseante. Si la Biblioteca destruida es un recuerdo de la imperecedera estupidez del género humano, otras señales alertan sobre el problemático presente al que se enfrenta la capital de Bosnia Herzegovina.

Con monótona regularidad vehículos blindados y columnas militares atraviesan la ciudad por la avenida Marsala Tita, su avenida principal. La aparente placidez de Sarajevo maquilla un presente cosido con alfileres, la realidad de un país menor de edad, tutelado en lo político y en lo económico. Las encuestas ponen cifras al desencanto y señalan que hasta un 60% de los jóvenes anhelan marchar al extranjero para mejorar sus condiciones de vida. Después de la guerra apenas dos o tres grandes fábricas han reanudado su producción en un país y una capital lastrados por el conflicto bélico y por la tradición laboral comunista.

Bosnia Herzegovina y su capital Sarajevo conviven actualmente con dos entidades políticas diferenciadas, la Federación croato musulmana y la República Serbia de Bosnia. Dos de las tres nacionalidades que conforman Bosnia Herzegovina se niegan a cooperar en la reconstrucción del país porque creen que sus verdaderas patrias están en Croacia o Serbia.

El PIB apenas alcanza la mitad del que Bosnia tuvo antes de la guerra y nadie cree que el país pueda acceder a la Unión Europea antes de una década. Una burocracia sobredimensionada que ha llenado a la pequeña ciudad de embajadas y cancillerías, una tasa de paro del 40%, y un idioma, el serbocroata, al que las tres comunidades han tratado de hacer propio acentuando las variedades dialectales del mismo con el fin de imponer una triple cooficialidad lingüística, completan el panorama.

En estas condiciones resulta difícil creer a las guías puestas a la venta en las librerías de la ciudad y que hablan de una Sarajevo idealizada a la que con ingenuidad comparan con “la Jerusalén de Europa” o “la capital del espiritualismo”. Más comprensible resulta la añoranza de un pasado a la vez cercano y, sin embargo muy distante, en el que el país afrontaba sus realidades con tiranteces pero sin matanzas fratricidas, ni brutales secesiones de por medio. Que la calle principal de la zona histórica de Sarajevo lleve el nombre de Mariscal Tito, que su fotografía presida muchos negocios y que algunos jóvenes lleven la imagen del histórico dirigente yugoslavo impresa en sus camisetas, son la confirmación de que en Bosnia algún tiempo pasado fue mejor.

ROSAS DE SARAJEVO

El pavimento de las calles de Sarajevo, así como las fachadas de muchos de sus edificios, están marcados por la metralla. Los impactos de las granadas de mortero han dejado una cicatriz bien visible en el suelo. Algunas de estas marcas han sido rellenadas cuidadosamente con cemento y pintadas de rojo. Se las conoce con el nombre de Rosas de Sarajevo y es el sencillo homenaje de la ciudad a las víctimas civiles que perecieron a causa de los impactos de mortero a los que la ciudad fue sometida durante el cerco que los extremistas serbios impusieron entre los años 1992-1995.

La mayor parte de las masacres civiles a las que la ciudad fue sometida fueron cometidas con fuego de mortero. Las colas para abastecerse de alimentos de primera necesidad, los mercados y los sepelios fueron objetivos preferentes para los artilleros serbios. El cerco y su larga historia de tragedias sacaron a la luz un peculiar humor negro que buscó dar salida a las tensiones y miserias cotidianas. Así cuando sobre la ciudad llovían las granadas de 120 mm el boletín de noticias de la radio local daba comienzo a sus emisiones con un tema al que puso voz la actriz porno italiana Cicciolina y que llevaba por título “120 mm no es suficiente”.

La ciudad de Sarajevo fue atacada por primera vez el 5 de Abril de 1992. El cerco se completó el dos de mayo del mismo año extendiéndose durante 1.395 días consecutivos hasta el 26 de febrero de 1996. 10.615 personas murieron durante el cerco, de los cuales 1.601 fueron niños. Más de cincuenta mil personas fueron heridas y buena parte de ellas padecen diferentes secuelas. Durante este tiempo los francotiradores serbios armados con sus rifles de mira telescópica alcanzaron a 1.030 personas y asesinaron a otras 225, sesenta de las cuales eran niños. El turismo de guerra se hizo popular en Bosnia durante esas fechas y no fueron pocos los occidentales que previo pago de considerables sumas fueron conducidos a las montañas para ver de primera mano la agonía de la ciudad de Sarajevo. Por una gratificación mayor se tenía la oportunidad de acompañar a un francotirador en su siniestra jornada de trabajo.

OSLOBODENJE

Si la tenacidad fue la norma común para los sitiados durante la guerra pocos casos la ilustran mejor que lo sucedido con el periódico local “Oslobodenje”. En el verano de 1992 el vanguardista inmueble que alojaba la redacción del periódico fue metódicamente bombardeado. El edificio se derrumbó y la redacción y las máquinas fueron instaladas en los sótanos.

Sin electricidad, un viejo generador de gasoil proporcionaba durante dos horas diarias la energía necesaria para sacar adelante unas pocas hojas. Unos días el papel sobre el que se imprimían las noticias era verde y otras de un morado desvaído pero su puesta en circulación no se detuvo durante el cerco. En el búnker iluminado con velas se instalaron unas camas y de allí saldrían las pocos más de doscientas copias diarias que se distribuían por la ciudad. Al día de hoy “Oslobodenje” vende más de diez mil ejemplares sólo en Sarajevo. Su edición internacional se puede encontrar en Eslovenia, Austria, Alemania e Italia.

El cerco, que se completó en las montañas que envuelven a Sarajevo con la participación de 260 tanques, 120 morteros y otras piezas de menor calibre, dio ocasión de mostrar al mundo lo peor y lo mejor de la condición humana.

En el segundo apartado y, junto con otra mucha gente, destacó parte de la comunidad judía asentada en la ciudad. En su sinagoga de fachada rosada y ocre, con rosetones y cúpulas rematadas por la estrella de seis puntas, se repartieron, gracias a su bien surtida farmacia, algunas de las medicinas que llevaron alivio a los sitiados. En el edificio anexo una organización hebrea de clara resonancia hispánica “La Benevolensía” distribuyó entre los hambrientos centenares de baldes de sopa caliente. Una pequeña emisora de radio, propiedad de la organización, permitió a muchos ciudadanos comunicarse con sus familias que vivían fuera de la ciudad. Quedan pocos sefarditas en Sarajevo después de las deportaciones y asesinatos masivos de los nazis en la Segunda Guerra Mundial. A pesar de todo apellidos como Mercado, Pinto, Pardo, Alcalay o Alfandari forman parte de la historia y el patrimonio cultural de la capital de Bosnia Herzegovina.

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* Periodista español.

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