SETIEMBRE, AMÉRICA, MUJERES…

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

La situación de las mujeres como pasajeras de segunda clase en este tan a menudo a la deriva barco americano marca el comienzo de la presencia europea en el continente. Con excepción de aquellas que integraron esas míticas primeras familias que desembarcan del Mayflower en la costa noroccidental de América del Norte, a lo largo de los siglos XVII, XVIII y buena parte del XIX la generalidad de las que llegan desde Europa, pero también de Áfica y Asia son monjas, esclavas, putas o «mujeres de».

La última oleada de trabajadoras el sexo –eufemismo para suavizar la trata de blancas–, incidentalmente, se produce en pleno siglo XX, en especial en las ciudades de Rosario y Buenos Aires, en la Argentina; esta vez son muchachas judías mañosamente reclutadas en las comunidades judías por traficantes también judíos y sus compatriotas –polacos y de otras nacionalidades–.

(Puede leerse en esta revista el artículo de Juan Manuel Costoya Argentina: la mujer que desmanteló un imperio de burdeles).

Como lo prueban las feministas europeas, sin embargo, las mujeres nunca aceptaron del todo y pacíficamente su condición de invisibilidad social y ciudadana. En América tampoco. Cada país cuenta con algunos nombres de mujeres –solteras, casadas, incluso religiosas– que pusieron alma y empeño y no pocas veces su vida para lograr, junto con su reconocimiento como personas, sentar las bases de sociedades más justas para todos.

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Su lucha recién comienza a ser cabalmente conocida, y en América del Sur destaca el homenaje rendido a ellas por el historiador Luis Vitale en su La mitad invisible de la historia (Sudamericana-Planeta, Buenos Aires, 1987), recuento moroso e instructivo de algo más que un puñado de nombres femeninos destacados en la encrucijada de las luchas sociales y de género.

No se trata de mencionar, por ejemplo, a Mariquita Sánchez de Thompson en la Argentina o a la muchas veces injustamente vilipendiada compañera y acicate de Bolívar, Manuela Sánz, muerta en el más terrible de los abandonos en Paita, Perú.

Quizá el libro que mejor se acerca a esa pléyade de hembras –más fuertes y más dignas que muchos de los hombres que fueron sus contemporáneos y cuyos nombres se reiteran infatigables en avenidas, plazas, calles, ciudades y villorrios– es aquel dedicado a Javiera Carrera. «Madre de la patria» la llama su autora, Virginia Vidal, en la monumental, y no por la extensión, novela que relata su vida (Javiera Carrera, madre de la Patria. Sudamericana, Santiago de Chile, 2000).

Es de esperar que con el tiempo conozcamos más sobre las mujeres altivas –blancas, negras, indias, mestizas– de un período fundamental en nuestra historia, puesto que es la etapa de formación de nuestras desventuradas sociedades y Estados. Quién sabe, si entonces hubieran sido escuchadas las mujeres quizá de otra laya miraríamos hoy el futuro, en absoluto pacífico, que nos espera.

Dos artículos nos hablan de la situación de las mujeres en esos días del comienzo de las luchas por la independencia en América Central, uno, y el otro nos inicia en el develamiento de una heroína guatemalteca.

MUJERES EN LA INDEPENDENCIA

fotoLa manera en que nos enseñan la historia de la Independencia está llena de romanticismo, carente de visión crítica. Los acontecimientos se han relatado como un tedioso listado de próceres, todos varones.

Claudia Dary*

En mi colegio se celebraba de forma criollista, con actos en que aparecían niñitos vestidos con trajes parecidos a los del siglo XIX y el baile del son por niñas ataviadas “de inditas”, como se decía. No faltaban los poemas a la patria; tampoco el concurso de oratoria que ensalzaba a los símbolos patrios. Aprendí que la Independencia fue protagonizada por unos señores que firmaron papeles con largas plumas de ave y una señora que tocaba marimba y quemaba cohetes frenéticamente.

¿Qué significó en realidad la Independencia para la gran mayoría de guatemaltecas de aquellos tiempos? ¿Cómo participaron y en qué se beneficiaron de ella? Entenderlo requiere situar la independencia de España dentro del contexto de la Guatemala decimonónica y del derrumbe del imperio colonial español.

El contexto

A principios del siglo XIX, España estaba en franca decadencia como potencia europea, endeudada con las casas inglesas y sufría fuerte retraso económico y tecnológico. El Antiguo Régimen estaba incapacitado para regenerarse internamente. A la vez, los movimientos separatistas en Guatemala tuvieron como detonantes la Revolución Francesa, la independencia de las colonias inglesas en 1776, el movimiento mexicano y los levantamientos antiesclavistas en Haití y República Dominicana.

Hacia 1821, Guatemala tenía un millón de habitantes; de ellos, aproximadamente 600,000 indígenas. La mayoría de la población era rural y habitaba en pueblos pequeños y caseríos dispersos. Apenas entre 25 y 30,000 personas residían en la capital, centro económico y político del país. La población estaba compuesta por personas a quienes el sistema colonial etiquetó usando categorías étnico-raciales diversas: indios, españoles, criollos, pardos, mulatos, mestizos y negros.

La economía descansaba en el cultivo del añil y su comercio era monopolizado por la oligarquía urbana, dueña de casas comerciales de la capital íntimamente relacionadas con las de Cádiz. Muchas familias ricas eran prestamistas; otras poseían haciendas ganaderas. El azúcar y el algodón también constituyeron rubros importantes. Es probable que allí se haya empleado mano de obra indígena y femenina para corte de algodón.

A inicios del siglo XIX, los pobladores rurales vivían de cultivos de subsistencia y abastecían los mercados urbanos. El país se hallaba sumido en la pobreza por la caída de los precios del añil, crisis que afectó a otros sectores como la incipiente industria textil capitalina. Era visible el desempleo urbano, pues cuando decayó el furor de la construcción de la Nueva Guatemala artesanos y albañiles quedaron sin trabajo. Las comunidades indígenas estaban agobiadas por cargas tributarias: debían aportar a las cajas de la comunidad, las cofradías y la iglesia. Bajo el repartimiento debían trabajar en obras públicas y las haciendas del añil, devengando pagos miserables. Además tenían que llevar cargas a diferentes lugares. Sobre sus espaldas viajaba la harina para las panaderías de la ciudad.

A las mujeres se las requería en haciendas para cocinarles a los mozos. Muchas sirvieron en las “casas grandes” capitalinas. Trabajaron como lavanderas, planchadoras, cocineras, prostitutas, “chichiguas” o amamantadoras; otras como costureras, pureras o comerciantas del mercado, vendiendo frutas, verduras, quesos, embutidos y arena para lavar trastos.

Sin cambios estructurales

Los grupos populares, despectivamente llamados “la zanganada” por la élite, apenas participaron en el movimiento pro independentista. En éste los criollos tuvieron un papel básico, pues estaban hartos de la administración colonial. Si bien los criollos de la capital tenían el poder económico, el político se les escapaba, pues estaba en manos de funcionarios reales. Es fácil comprender que los criollos buscaran quitárselos de encima. La Independencia no implicó implantar en el país un proyecto distinto ni hacer reformas estructurales, sino introducir cambios que produjeron un orden económico funcional a los comerciantes locales. Para los terratenientes fue el momento oportuno para deshacerse de la burocracia y disponer libremente de mano de obra y de tributos sin mayores controles.

Los indígenas tuvieron sus razones para protestar, pero no contra el monarca ni el sistema político impuesto por España, sino contra aspectos puntuales como el cobro excesivo de tributos, que habían sido suprimidos por las Cortes de Cádiz en 1812 y reinstalados en 1814. Si durante la Independencia hubo movimientos populares, éstos fueron dirigidos contra el aparato fiscal y sus recaudadores, y menos contra el sistema colonial en su conjunto. Luego de 1821 hubo nuevas revueltas indígenas que clamaban por la vuelta del rey.

Los acontecimientos del 15 de septiembre de 1821 fueron posibles gracias a la prensa, que difundió las ideas liberales principalmente a través de y El Amigo de la Patria. Ambos estaban lejos de ser textos de carácter popular. Los primeros partidos políticos –el de los “cacos” y el “gasista”– surgieron a la sombra de estos periódicos. ¿Cuántos hombres y mujeres podrían haberlos leído? ¿Cómo iban a identificarse ellas con la Independencia si pocas sabían leer y la misma no alteraba su situación económica ni sus obligaciones? Dado que en la capital se centralizaba todo, cuando se firmó el Acta de Independencia, en las comunidades rurales apenas si se enteraron; incluso, después de 1821, varias siguieron enviando cartas dirigidas a la Corona.

Ciudadanía restringida

La noción de ciudadanía se introdujo en Guatemala alrededor de 1810, cuando las Cortes de Cádiz declararon que los “americanos” –de cualquier adscripción étnica, excepto “negros”– tenían los mismos derechos que los naturales de España y que pasaban a ser todos “españoles”. Esto implicaba que indígenas y mestizos podrían optar a cualquier empleo, aspecto antes vedado; se abolía el repartimiento y el tributo. Pero pese a sus avances, la Constitución Política de la Monarquía Española de 1812 excluía de la ciudadanía a desempleados, analfabetas, sirvientes o criminales. Se marginaba a mujeres e indígenas, concebidos como menores y dependientes económicos.

La Constitución de la República Federal de Centro América de 1824 determinó que era ciudadano todo habitante de la República mayor de 25 años, siempre que ejerciera alguna profesión “útil” o tuviera medios propios de subsistencia. Esta disposición excluyó a las mujeres al subvalorarse socialmente en extremo las actividades que realizaban dentro y fuera del hogar. Así, de manera automática eran ciudadanas de segunda clase o pasivas. Si hubo algunas involucradas en los procesos políticos descritos, lo hicieron en las “tertulias patrióticas” capitalinas y seguramente pertenecían a los sectores medios y altos.

Es lógico concluir que la independencia fue una acción política de implicaciones económicas que tuvo distinto significado para las guatemaltecas, dependiendo de su lugar de residencia, clase social y adscripción étnica. Las favorecidas fueron las elites capitalinas, no tanto las provincianas, mientras que la identificación de la mayoría con este acontecimiento fue vaga y contradictoria.

Fuentes

Luján, Jorge. La independencia y la anexión de Centroamérica a México. Guatemala, Editorial Universitaria, 1975.

Martínez, Severo. La patria del criollo. Guatemala: Editorial Universitaria, 1975.

McCreery, David. Rural Guatemala. Standford University Press 1994.

Pinto Soria, J.C. Centroamérica de la colonia al Estado nacional (1800-1840). Guatemala. Editorial Universitaria, 1986.

Taracena, Arturo. Etnicidad, estado y nación en Guatemala, 1808 a 1944. Antigua Guatemala: CIRMA, 2002

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* Antropóloga guatemalteca.

DOLORES BEDOYA, UNA VISIONARIA

foto«Yo me alegraría que a las mujeres no las excluyeran de las ciencias, que pudieran manejar sus intereses, sin necesidad de tutor, que pudieran ver sus negocios y que la ley no las deprima».

Ana Silvia Monzón*

Esos pensamientos visionarios fueron expresados hace casi dos siglos por Dolores Bedoya, mujer de ascendencia española nacida en el entonces Reino de Guatemala el 20 de septiembre de 1783. Eran tiempos de transición entre un sistema colonial caracterizado por rígidas divisiones étnicas y de clases, que reservaba para las mujeres de “buenas familias” una vida de aislamiento en la que “la puerta de la calle se cierra temprano y a la tarde se reza el rosario”, y por los incipientes movimientos pro-independentistas, síntoma de cambios profundos en la relación de la Corona española con sus colonias americanas.

La vida de Dolores Bedoya, excepcional para la época, fue marcada por la política, en la cual estuvo inmersa desde 1815 hasta su muerte en 1853. Ella sustentó y apoyó las causas liberales acompañando a su esposo Pedro Molina, sus hijos y hermanos, quienes por ese tiempo se adscribieron, como parte de una creciente elite intelectual urbana, a las ideas de la Ilustración , particularmente a los ecos revolucionarios que desde Francia proclamaban “libertad, igualdad y fraternidad”…si bien sólo entre los hombres, según lo atestigua la muerte, en 1793, de Olympe de Gouges, decapitada por transgredir las “virtudes propias de su sexo” y exigir derechos para las mujeres, como la misma Dolores lo haría después.

Los libros de viajeros de principios del siglo XIX retrataban imágenes de la condición de las mujeres, sobre todo las pertenecientes a familias novohispanas, construidas desde un ideal predominante no sólo en las tierras americanas sino también en la península: “la pasión de la joven debe acallarse. Se la lleva al templo, se la viste de negro, se oculta el rostro por la calle, se le impide saludar, mirar a un lado. Se la tiene arrodillada”. De ellas se esperaba que acataran los preceptos de la iglesia, fueran sumisas a sus maridos y superiores, “guardianas del honor de la familia y dedicadas con exclusividad a sus deberes domésticos y religiosos”.

En contraste con ese “ideal”…

La vida de Dolores fue singular en muchos sentidos: aprendió a leer y escribir en un tiempo en que tal derecho estaba reservado a los hombres y se valió de estos conocimientos para expresarse “con valentía, elocuencia y temeridad” ante las autoridades de turno, al interceder por sus hermanos acusados de conspiración contra la Corona , y más tarde por su esposo e hijos, exiliados varias veces debido a sus ideas políticas.

Las constantes ausencias de su esposo, fuera por trabajo o por salvar su vida, llevaron a Dolores a asumir la responsabilidad de sus hijas e hijos en condiciones de represión y penurias económicas que, sin embargo, no la hicieron desistir de su postura política, como se desprende de las cartas que escribió en muchas ocasiones y que constituyen un legado inapreciable, dado que se tiene escasa evidencia escrita del papel de las mujeres en esa época.

A la luz de la distancia histórica resulta interesante la capacidad de Dolores, expresada en las cartas que dirigía tanto a su esposo e hijos como a las autoridades gubernamentales, para vincular aspectos de la vida cotidiana con los procesos políticos de su época, como se aprecia en el memorial que dirigió al Superior Gobierno el 19 de julio de 1842 para demandar el pago de la indemnización que el gobierno adeudaba a Pedro Molina, quien permanecía en el exilio:

“Usted sabe que una mujer en Guatemala no puede adquirir su subsistencia personal… y que tampoco encuentra arbitrios para alimentar a sus hijos… Conozco, señor Presidente, el estado en que se hallan los fondos públicos, tengo noticias de las escaseces que sufre el tesoro, pero ya no puedo guardar por más tiempo el silencio que imponen estas consideraciones. Importunada todo el día con las exigencias de mi familia, consternada de mirar estas miserias… no puedo ya permanecer impasible en medio de tanta desolación y tristeza”.

Agitadora contra el orden colonial

Dolores y su familia fueron protagonistas en los momentos de agitación social y política que antecedieron a la proclamación de la Independencia de la entonces Capitanía General de Guatemala, que a partir del 15 de septiembre de 1821 se convirtió en República. Y también en las posteriores luchas entre liberales y conservadores y los esfuerzos por crear la República Federal de Centroamérica.

En los libros de historia, sin embargo, se ha menospreciado la participación de Dolores en la gesta de la Independencia , al retratarla como una mujer cuyo papel fue “quemar cohetillos y llevar una marimba a la plaza pública”.

Esto se presenta como un acto espontáneo e intrascendente, cuando en realidad Dolores Bedoya fue una mujer adelantada para su época, quien tenía claro que “desde que el mundo es mundo, ellas [las mujeres] han estado sometidas al hombre” y añadía: “Si las mujeres reclamaran sus derechos y su voto, se las consideraría, no se burlarían de ellas y podrían participar en la organización y acción social”.

Palabras que aún tienen sentido para las luchas libertarias de las mujeres de hoy.

Bibliografía.

Monzón, Ana Silvia. Rasgos históricos de la exclusión de las mujeres en Guatemala. Guatemala, PNUD, 2001.

Morales, Fabiola. Mujer y libertad. Dolores Bedoya de Molina. Guatemala, Editorial Cultura, 1996.

Palomo de Lewin, Beatriz. Participación de las mujeres en la Independencia de 1821. Dolores Bedoya. En: Déleon Meléndez, Ofelia Columba et. al. Mujer e historia: Hallazgos significativos para comprender su participación en los movimientos sociales del siglo XIX. Guatemala, USAC-CEFOL, 2000.

Quijada, Mónica; Bustamante, Jesús. Las mujeres en Nueva España: orden establecido y márgenes de actuación. En: Historia de las mujeres. Vol. 3. España, Taurus, 1993.

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* Socióloga y comunicadora social

Ambos artículos gentileza de revista La Cuerda de Guatemala.

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