SEXO Y UNIFORME

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Puede decirse cualquier cosa del sexo, menos que sea uniforme. El uniforme reemplaza al sexo con una parafernalia de botones que brillan, plumas que al viento se menean, colores que gritan; quizá todo porque la guerra no tiene lugar para gozarlo: lo abusa. La guerra y las dictaduras. Nunca existió una «guerra de los sexos», salvo en la mente enferma del que domina. El que domina la sociedad.

Y sí, hay una vida sexual patológica: el sátiro detrás de la ninfa, el adulto sobre la infancia, el superior jerárquico exigiendo al de abajo, la dama con su esclavo. La sexualidad quizá no se describa por su definición más obvia, puede que se defina por la elección del cómo y los medios del por qué. Quizá la sexualidad –humana y no humana– sea un asunto de libertad.

El ejercicio de la libertad es cosa jodida. Exige desnudez, desprendimiento de símbolos y signos: apenas uno/a y otra/o. Desnudez de cuerpo, de intenciones, de goce. En especial de goce. O es mutuo o es fracaso –lo que puede tener arreglo– o es opresión –lo que exige rebelarse–. Y en especial el sexo demanda claridad.

La claridad que otorga el deseo capaz de romper y la que brinda el respeto capaz de sostener. El lujo del deseo no acepta normas, pero tampoco se monta sobre la vida ajena. El sexo es la cabalgata única posible rumbo a la igualdad que es su meta.

No hay conducta impropia cuando azota el orgasmo inminente; tampoco queja cuando es un final de dos. Y se llama pequeña muerte porque, a diferencia de la otra muerte –que las instituciones armadas de Chile conocieron muy bien– de ella puedes regresar. ¿Qué sentido tendría un viaje falso de liquidación de tienda por el territorio más íntimo?

El voyeur es un violador –menos violento que otros violadores, pero un violador–. El que quiere mirar y mira sin tocar lo que quiere lamer y acariciar o penetrar o abrirlo es el tañer de la campana que nos advierte que caminan verdugos detrás de lo cotidiano. Quién consigue una ganzúa para entornar la puerta del placer ajeno para mirarlo es la vergüenza común de los que toleran esa conducta, cuya vergüenza nos expone a todos al castigo por su crimen.

No hay conducta impropia en el ejercicio de la sexualidad consentida y querida y buscada porque esos actos son inocentes; no puede el general en jefe afirmar que hubo «conducta impropia» porque una pareja desde su inalienable libertad se fotografió desnuda en sus ganas para tener, quién sabe, un recuerdo de ese momento de deseo y de lujuria santa que quizá no se iba a repetir.

Está dicho: todos matan lo que aman, el cobarde con un beso, el valiente con la espada. Lo que no dijo Oscar Wilde es que a veces la espada la levantan con el gesto del que va a dar un beso.

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