Trabajo doméstico: – ¿FUNDAMENTO DE LA OPRESIÓN, LUJO O NECESIDAD?

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Con frecuencia encuentro aseveraciones referentes a la desigualdad entre hombres y mujeres fundamentada en la división sexual del trabajo. Es decir, una asignación de tareas asociadas a ellos o ellas justificada con algunas características biológicas. Por ejemplo, el trabajo doméstico se reconoce socialmente como responsabilidad de las mujeres porque en principio nosotras poseemos la capacidad de gestar, parir y amamantar a la especie, lo cual requiere que una gran mayoría pasemos una etapa de nuestras vidas en la casa.

Trabajo doméstico son aquellas actividades que incluyen: aseo de la casa y la ropa de la familia; producción, adquisición y transformación de alimentos; cuidado de niñas y niños, personas ancianas y enfermos/as. Se refiere también al proceso de socialización o transmisión de la cultura: reproducción de la fuerza de trabajo que sostiene al sistema capitalista y otros elementos contradictorios de esa cultura, como la estructura de clases, la desigualdad genérica y etaria.

De hecho, el capitalismo adquiere mejores ganancias de aquellos eslabones de la cadena de producción que no están mercantilizados, como la producción campesina y el trabajo doméstico, por citar formas generales. Dado que el trabajo familiar o doméstico no está mercantilizado, las teorías feministas le han llamado trabajo no remunerado de las mujeres o trabajo invisible de las mujeres, definiéndolo como fundamento operativo del patriarcado; es decir, el punto de partida de la opresión hacia las mujeres. En la actualidad, estas reflexiones han dado al trabajo doméstico un cariz indeseable y hasta cierto punto degradante.

Desde una perspectiva de clases sociales, diríamos que el trabajo doméstico no forma parte de la cotidianeidad de todas las mujeres. Para algunas es el trabajo sucio que jamás harían, primero porque no tienen idea de cómo hacerlo pues nunca lo han hecho, y segundo porque les parece degradante, al asociarlo a otra mujer de clase social inferior a quien seguramente le atribuyen capacidades diferenciadas por tener una experiencia de vida desigual a la suya. Luego, entonces, siempre ha sido otra persona, que vende su fuerza de trabajo en el mercado de servicios, la que pase la aspiradora, lave, planche, sirva la mesa, lave los platos y posiblemente supervise las tareas de los chicos, les enseñe los modales acostumbrados en la mesa o levante el papelito que se les cayó y está tirado junto a sus pies.

Sin embargo, es importante resaltar que, al menos en principio, no es el trabajo el que genera relaciones sociales determinadas, sino es la construcción de relaciones sociales la que se refleja en la división del trabajo. La familia es una institución en la que se viven relaciones de servicio y solidaridad, pero a su vez reproduce en su seno el sistema de clases, la desigualdad entre hombres y mujeres y una especie de autoritarismo generacional de los adultos sobre jóvenes, niñas y niños.

Más a allá de estas percepciones e interpretaciones se halla la necesidad humana del trabajo doméstico, de producir individuos y reproducir culturas, de dar y recibir afecto y solidaridad como forma elemental de construir y reconstruir la humanidad.

Es en este sentido que se requiere reconfigurar las relaciones de poder a partir de las características que compartimos como humanos, no de la diferenciación sexual ni la desigualdad genérica. De lo contrario tendremos un igualitarismo inoperante y tan reproductor de la exclusión como lo han sido hasta ahora el patriarcado y el machismo.

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* En revista La Cuerda de Guatemala.
Imagen de apertura: fotografía de Andrea Carrillo Samayoa.

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