UNA NOCHE CRIOLLA

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

El televisor está encendido y la luz de la pantalla es lo único que ilumina la pequeña sala del apartamento. Mientras espera las noticias deportivas, Eulises se despacha en la nevera una lata de cerveza y dos cucharadas de caraotas. No hay nada mejor que comer frío. Está en calzoncillos y carga encima el trajín de la jornada.

Cuando regresa y se sienta, observa a Nicolás Maduro declarando, algo dice sobre un plan en contra del país, algo grita sobre una campaña anti venezolana. Eulises se rasca el ombligo y piensa. A lo lejos, en ese afuera que es la noche, se escuchan dos disparos.

Eulises bebe otro sorbo de cerveza, suspira y, de pronto, a lo Heidegger, se pregunta ¿y qué carajo es ser venezolano?

Quien lo sepa, que tire la primera piedra.

Si antes era todo un asombro y todo un esfuerzo tratar de asomarnos a nuestra identidad, ahora las dificultades siempre serán mayores. Sobre todo porque ahora ya hay quien supuestamente sabe qué somos en realidad, hacia dónde vamos, cuál es nuestro destino.

El nacionalismo es, literalmente, un invento romántico. Se sostiene sobre la idea de que los pueblos también tiene un alma, redonda y grandiosa, a prueba de cualquier historia, inmutable e infinita. El nacionalismo es, en rigor, una práctica religiosa.

Javier Cercas propone una definición fantástica: “En el fondo, todo nacionalista –tenga o no un Estado que avale su certeza– cree que el séptimo día, en vez de descansar, Dios creó a su nación”.

A la convicción sacramental de que “lo nuestro es lo mejor”, hay que sumarle un gran dilema: ¿qué es finalmente lo nuestro? Porque el nacionalismo, más que una euforia, más que una emoción, es una ideología.

El nacionalismo busca crear una unidad artificial que imponga sus sentidos y sus símbolos sobre la marea de variables contradicciones que conforman un país. Nada más peligroso que un iluminado que crea tener en la mano el ADN exacto de la venezolanidad.

Nada más alarmante que un visionario que cree poseer nuestra esencia nacional envasada al vacío.

Hasta ahora, hemos contado con versiones bastante rudimentarias y artesanales: los que piensan que debemos soplar guaruras en vez de conectarnos a Internet, los que promueven la resistencia cultural desde el guarapo de papelón y exigen la inmediata prohibición de cualquier bebida extranjerizante, a excepción del whisky escocés y del agüita Perrier, por supuesto. Aquellos que suponen que Chejov o Comarc McCarthy no tienen nada qué hacer frente a la literatura pemona, o quienes afirman que Bach o Antón Arensky no tienen lugar aquí, entre nosotros, hijos auténticos y directos del tambor de Curiepe y de las maracas.

Por suerte, este tipo de pensamiento es tan minoritario como arcaico. Fue derrotado en la revolución cultural china y ya, incluso en Cuba, están enterados de que Mozart no es reaccionario.

Sin embargo, sin llegar a los extremos, sí hay un ánimo que flota sobre el país. Es el peligro que conlleva todo nacionalismo: su naturaleza es inflamable y nadie puede controlarla. Sacralizar nuestra identidad en la confrontación política con los otros no es una simple estrategia política. Que el líder del país se promocione en verde oliva y empuñando un arma no representa tan sólo una anécdota, un retrato de un miércoles.

Hoy en día se está fundando una Venezuela donde la cuarta república es material arqueológico. La vida civil es, cada vez más, pasado remoto. Ni siquiera tendrá un lugar en los museos. Ni siquiera será perdonada por la memoria oficial. ¿Qué es más venezolano ahora? ¿Una novela de Rómulo Gallegos o un AK-47? Lo nuestro es lo mejor.

La definición de lo nacional ya no tiene debate. Cada vez que alguien, adentro o afuera del país, difiere, disiente o critica al gobierno, de manera casi inmediata es acusado de antivenezolano. Sorpresivamente, estamos ante una avalancha de personas que, mundialmente, se han organizado para sabotear y destruir nuestra identidad.

Porque ahora todo aquello que esté en contra del gobierno conspira en contra de la venezolanidad. ¿Alan García en el Perú? ¡Antivenezolano! ¿Los que protestan pidiendo viviendas dignas frente a Miraflores? ¡Tan antivenezolanos como García y como el mismísimo Bush! ¿Los rectores de las universidades? ¡Archi antivenezolanos! ¿Leopoldo López? ¡Super antivenezolano! ¿Los manifestantes de Conavi? ¡Recontra antivenezolanos!…

Y así el esquema podría seguir de manera indefinida, siempre bajo la misma ecuación. Al paso que vamos, muy pronto, el gobierno, en otro arranque de lucidez y de ahorro público, podría de una vez convocar a sacarse la anti cédula y el anti pasaporte a todos aquellos nacidos en el país que sorpresivamente padecen de esta súbita ausencia de identidad.

Es la manera más simple de enfrentar la complejidad. Pase usted cualquier realidad por la misma fórmula y tendrá el mismo resultado. Siempre, por supuesto, apelando a razones mayores, a causas fundamentales.

Porque cuando el Presidente amenaza con retirar las concesiones a ciertas televisoras, no invoca la diversidad, no señala que son las televisoras que se le opone políticamente sino que son los canales que se oponen al “Estado”, a la “ley”, a la “Nación”… Es lo que Isaac Berlin ha llamado “agencias impersonales”, soberanías enormes que permiten —en el plano del discurso— disfrazar un manejo autoritario e individual del poder.

Todavía en la pantalla del televisor está Nicolás Maduro. Su verbo encendido deja chispas sobre aire fofo de la Asamblea Nacional.

Eulises termina la cerveza. El diputado sigue denunciando a más antivenezolanos.

Eulises mira el reloj y luego eructa. Bolivarianamente, a lo Acosta Carlez. Maduro, mientras, repite algo sobre la televisión y la violencia. Afuera, en esa morgue que es la noche, suena otro disparo.

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Escritor y periodista venezolano.
Artículo publicado en el diario caraqueño El Nacional (www.el nacional.com).

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