¿Zonas de tolerancia y guetos de la democracia?

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Aparecida en la revista Piel de Leopardo, integrada a este portal.

Cuando en un pasado venezolano que no sólo se resiste a terminar de pasar sino que se empeña en montarle acechanzas al presente, llamaban zona de tolerancia aquella en la que las mal llamadas “mujeres libres” sobrellevaban su servidumbre –la mujer en general padecía una suerte de engalanada subordinación social y política–.

Cuando en un pasado venezolano que se apropia del presente se consideraba hombres libres a los que no estaban presos, era el exilio la zona de tolerancia a la que algunos rebeldes de espíritu intentaban acogerse, o lo hacían o eran forzados a hacerlo, para terminar padeciendo la dolorosa comprobación de que es el exilio la peor cárcel que puede soportar el hombre hecho espíritu libre, porque el exiliado termina por convertirse él mismo en su propia cárcel o, en el mejor de los casos, en verse obligado a formar parte de un triste gueto de exiliados instalado en algún país refugio, es decir en cualquier otro país que no fuese el propio, porque para el exiliado todo otro país es un refugio, así como toda agrupación de exiliados es un gueto.

Cuando en un pasado del que creíamos habernos rescatado los venezolanos, quienes no podían ofrecerse el exilio levantaban alrededor suyo y de los suyos murallas de silencio forzado y de miedo socializado.

Cuando, en suma, comenzamos a descubrir el significado de la democracia como el ambiente necesario de la libertad, y el de la libertad como condición esencial de la democracia, dimos inicio a la construcción de la sociedad democrática venezolana.

Los regímenes sociopolíticos que han combinado el exilio, dispuesto como potestad del poder real absoluto, con el totalitarismo inherente a las ramificaciones perversas del socialismo, vale decir el leninismo, el nacionalsocialismo y el fascismo, que llevaron su odio a la libertad hasta hacer de la intolerancia el tono vital de las sociedades por ellos secuestradas, han sobresalido en la producción de exiliados, tanto externos como internos.

Estos últimos voluntarios o, más propiamente, conminados a serlo, quedan reducidos a ser islas de silencio, de desencanto y de supervivencia apenas. Y sobreviven, apenas, porque pagan el precio de negarse a sí mismos, y a su vocación de libertad, con la falsa esperanza de ponerse a salvo de una autocracia que termina por invadir hasta el más íntimo espacio del libre albedrío.

Estos regímenes sociopolíticos aportaron algo que sus dirigentes seguramente consideraron una consagratoria contribución innovadora, si bien había tenido un precedente moderno en la guerra anglo-boers de 1899-1902: hicieron evolucionar el gueto tradicional convirtiéndolo en campo de concentración.

DEL GUETO AL CAMPO DE EXTERMINIO

Pero esta no fue sólo una evolución formal u organizativa; lo fue también conceptual. En un principio en el gueto se concentraban, por voluntad y/o por fuerza del poder o imposición de las circunstancias, quienes compartían una identidad étnica o religiosa. Perfeccionado el gueto como campo de concentración, ha estado destinado a acoger, indistintamente, sobre todo a los propios nacionales que se obstinen en no renunciar a la pasión de la libertad.

Sobresalieron en este perfeccionamiento los campos de concentración siberianos, agrupados en el gulag leninista-stalinista, y los campos de concentración nazis. En los hechos, todos éstos fueron campos de exterminio, ya fuese por obra del frío y el hambre, ya fuese por la vesania de los carceleros revolucionarios y los de la SS.

Hoy se incluye en el listado de los campos de concentración que junto con los bombardeos a la población civil abonaron la infamia durante a II Guerra mundial, uno que si bien se reconoce que fue de lejos menos severo, no fue por ello menos injusto y violatorio de los luego proclamados derechos humanos. Se trata del establecido en los Estados Unidos de América para recluir a los ciudadanos de ascendencia japonesa radicados en la costa Oeste, ante el temor de una invasión de California.

Mención especial merecen, en esta caracterización, los países concentracionarios, si así puede denominarse los convertidos en paraísos vigilados, y cercados no para impedir el ingreso de quienes aspirasen a compartir las bondades del sistema en ellos establecido, sino para impedir que escapasen los condenados a disfrutar esas bondades, siempre prometidas, nunca llegadas.

Este modelo fue llevado a su más alta expresión por los hoy desacreditados regímenes socialistas de Europa y Asia, y persiste en el que, en América, alguna vez pareció abrigar la pretensión de imitarlos.

El estupor y la consiguiente condena causados, al término de la II Guerra mundial, por la revelación del que ha sido denominado “universo concentracionario”, padecen los efectos corrosivos del olvido temporal, mas no del histórico, y han reaparecido remedos de tales campos aún en países que los padecieron o que no tuvieron que padecerlos.

Israel, Nicaragua, los Estados Unidos de América y Cuba ilustran estos extremos, por los campos abarrotados de prisioneros palestinos instalados en el desierto; el confinamiento de los miskitos autonomistas por los sandinistas; el sofisticado reclusorio de Guantánamo poblado de terroristas probados y supuestos, y la red de inmundas cárceles, el maltrato y la práctica del aislamiento familiar de los prisioneros políticos, de la grotesca tiranía fidelista.

En esta vergonzosa materia el siglo XX venezolano se señaló por la instalación, en la década de 1950, de un campo de concentración en la isla de Guasina, en el río Orinoco, donde el dictador general Marcos Pérez Jiménez recluyó a un número considerable de sus opositores luchadores por la democracia.

DONDE SE HABLA DE
LA CONTRIBUICIÓN VENEZOLANA

En tiempos muy recientes se ha hecho en Venezuela también una contribución innovadora en estas materias. Consiste en combinar las zonas de tolerancia y los guetos, aplicadas estas nociones al ejercicio de la libertad y a la práctica de la democracia.

Pero la innovación no consiste tanto en la combinación de estos viejos procedimientos, como en su calculada utilización para convalidar un régimen autocrático. Se conforma de esta manera un señuelo destinado a engatusar a quienes todavía creen de buena fe, y también a quienes simulan creerlo, que el origen electoral de un régimen, aunque su licitud fuere violada de manera reiterada, es su incuestionable patente de democracia, y que basta el tolerado ejercicio sectorial o parcial de la libertad para que la acusación de autocracia quede como un infundio.

Mas, por exigencia de la modernidad actualizada, estos manejos de la autocracia tropiezan con un grave obstáculo: la legitimación del poder sólo es concebible mediante la amplia participación social presupuesta como resultado de elecciones, y es obvio que en un régimen político de concentración del poder público en la persona de un rey, un dictador, un tirano o un autócrata, no pueden realizarse tales elecciones.

La razón de este aserto es no menos obvia: los derechos del ciudadano, y entre ellos el de elegir (confundido todavía por algunos con el de ejercer el voto) se ven anulados en un estado de indefensión legal. Por doquiera que busque amparo para hacer valer esos derechos, tropezará el ciudadano con una misma razón política, la de la voluntad desorbitada del autócrata. Esta situación, en el mundo comunicacional en que vivimos terminaría por desnudar la tiranía ante la opinión pública mundial. Por eso es imprescindible, para los regímenes autocráticos que se celebren aunque sea remedos de elecciones.

Pero, a su vez, tales elecciones requieren, para que puedan aspirar a tener un mínimo de credibilidad, que el guiso así montado contenga una pizca de oposición. Esta pizca la aportan los guetos de la democracia, que además presentan la ventaja de concentrar a quienes padecen el mal y los hace, por lo mismo, fácilmente controlables y con ello también prevenir el contagio. Tal es el papel que desempeñan, en la totalidad sociopolítica, dos o tres municipios capitalinos y alguna que otra entidad interiorana de bajo relieve.

Esta astucia política resulta altamente rentable para el poder monopolizado: una modesta inversión de poder reditúa grandes beneficios en forma de prestigio democrático de exportación. Al mismo tiempo entretiene a los encerrados en el gueto en un juego controlado, cercado, condicionado y fugazmente tolerado, de una democracia intrascendente, pues no influye en la marcha general de la sociedad, ni da ejemplo ni hace mella en el totalitarismo que no ya rodea sino cerca los guetos de la democracia.

Es aún más perverso, pero también más efectivo, combinar la existencia de los guetos de la democracia con la de las zonas de tolerancia de la libertad. Si los demócratas confesos y con capacidad de proyección social se recogen en guetos, cuyas murallas obedecen al cálculo político del tirano, y se engolosinan, sintiéndose en posesión de un bastión, con la falsa creencia de que con ello contribuyen a preservar la democracia como valor social. Las zonas de tolerancia de la libertad dan eco a esa falsa creencia.

Así, mientras un gigantesco y costosísimo aparato de corrupción y compra de conciencia hace lucir como enanos ingenuos los medios que todavía osan informar y orientar, la tiranía delimita, de manera crecientemente cicatera, zonas de tolerancia para el ejercicio de una versión perversa de las libertades de pensamiento y de expresión, y en ellas pretende que se empantanen partidos, organizaciones obreras y profesionales, organizaciones no gubernamentales, universidades, sectores de la población sorprendidos en su buena fe y hasta la Iglesia. Consiste tal perversión en volver absolutamente intrascendente el ejercicio de tales libertades, asumiendo ante él los órganos del gobierno una actitud en el mejor de los casos desdeñosa.

De esta manera el discurso oficial intenta recomendarse como respetuoso de la libertad y la democracia, cuando en la realidad lo más que logra es revelarse como una forma perversa, y sólo aparente, de tolerancia de la democracia y la libertad; lo que equivale conceptualmente a negarlas, porque al ser puestas en un ambiente de tolerancia, la democracia y la libertad languidecen y pronto fenecen.

La historia enseña que tener claras situaciones como ésta es la llave de la puerta de salida.

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* Profesor de la Escuela de Historia de la Universidad Central de Venezuela.

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